1 ...8 9 10 12 13 14 ...22 Efectivamente, la gente acudía con asiduidad a los tribunales eclesiásticos. Las razones podían ser variadas, por ejemplo, para intentar llevar a cabo un matrimonio, pues, al igual que en Europa, era común que una mujer a la que se le había hecho promesa formal de matrimonio quedase embarazada y que el varón pretendiese luego desentenderse del compromiso. Los juicios por incumplimiento de palabra de matrimonio abundaron en la época colonial, aunque en el siglo XVIII redujeron su frecuencia cuando “la Iglesia decidió que tales pleitos ya no eran asunto suyo, sino un asunto legal privado entre la mujer y su seductor” (Wiesner-Hanks, 2001, p. 181) 23. Pero también las parejas casadas podían recurrir a los juzgados para amonestar al cónyuge o, peor aún, para terminar con su matrimonio, lo que implicaba iniciar una demanda de nulidad utilizando alguna de las causales estipuladas por el derecho canónico. Pese a las recomendaciones sinodales en el sentido de limitar las anulaciones, especialmente para las élites, los tribunales las concedían libérrimamente. Entre los argumentos más requeridos estaban la falta de consentimiento, el parentesco, la impotencia, los acuerdos previos para casarse con otro o la ausencia de procedimientos adecuados durante la boda (Wiesner-Hanks, 2001, p. 185). Estas consideraciones constituyen un indicativo, a contrario sensu , de algunas de las razones de los matrimonios. Dos motivos saltan a la luz. El primero, y quizás el más importante: los padres intervienen o deciden en el matrimonio de los hijos, no necesariamente mediante la fuerza, sino también por la persuasión y la coerción, u organizando arreglos matrimoniales 24. El segundo: la dificultad de encontrar en el “mercado matrimonial” una pareja idónea llevaba a los padres y novios a asegurar un candidato entre los parientes, con el resultado obvio de la endogamia étnica y social. Estas situaciones se encontraban en todos los grupos, pero mucho más entre las élites.
El caso limeño representa una situación quizás un tanto extrema, pero que no deja de ser ilustrativa y pedagógica respecto de las nulidades matrimoniales. Durante los siglos XVI y XVII, y en menor medida durante el XVIII, las parejas limeñas recurrieron al tribunal eclesiástico, especialmente las mujeres que solían ser las víctimas principales; y, a pesar de las advertencias conciliares, las anulaciones se otorgaban por doquier. Como en el resto del continente, la falta de consentimiento y de libertad de elección era la causal más mencionada, pero también estaban la impotencia, el parentesco y el impedimento de crimen, entre otros. A decir de Martín (2000), las presiones de los padres y familiares por un matrimonio socialmente adecuado y el uso de la dote como mecanismo para establecer arreglos matrimoniales eran los motivos más significativos de explicación de los matrimonios limeños (pp. 136-149). Apenas constituidos estos o en su transcurso, se presentaban las demandas de nulidad matrimonial. Las causales esgrimidas por las mujeres se ajustaban a lo dispuesto por el derecho y respondían a una realidad que ciertamente viciaba la unión conyugal, por lo que no era de extrañar que el matrimonio pudiera anularse.
En muchas otras oportunidades, la habilidad de los abogados, cuando no las artimañas, permitían encontrar salidas, especialmente cuando las partes, sabiendo de antemano la existencia de determinados impedimentos, habían logrado salvar la valla de los mismos y lograban contraer nupcias. Las desavenencias surgidas en el curso del conyugio constituían la matriz causal de fondo en muchas demandas de nulidad, pero, como ellas no invalidaban por sí mismas el matrimonio, se recurría a la figura de la anulación con la complicidad del abogado. No era raro que, entre ellas, estuvieran el abandono, el abuso y, sobre todo, el maltrato (Martín, 2000; Lavallè, 1986).
En conclusión, considerando la indisolubilidad del matrimonio y la existencia de recursos como la nulidad, que técnicamente significaba que no había existido, apelar a la anulación podía representar la posibilidad de libertad, además “de ser una vía para que, aun por procedimientos corruptos, una pareja pueda llegar a la separación legal, religiosa y socialmente aceptada” (Ortega Noriega, 2000, p. 53). Por ende, podían volver a casarse.
Siempre existió la posibilidad de promover procesos de anulación matrimonial. Sin embargo, las complicaciones procedimentales y el costo elevado de los trámites evitaron su popularidad. Por el contrario, el divorcio, otro recurso con el que contaban los cónyuges para enfrentar las dificultades del matrimonio, gozó de mayor aceptación. Como se afirmó en otro lugar, el divorcio canónico autorizaba a los consortes, si era otorgado, a la separación de cuerpos sin que ello significara la disolución del vínculo matrimonial, pues este era indisoluble. No llegó a ser una medida en extremo popular y muchas parejas optaban por la separación de facto , entre otras razones, porque, como en los procesos de nulidad, implicaba gastos, los procedimientos podían dilatarse y, lo que era más importante, no disolvía el vínculo. Sin embargo, no fue un medio despreciado para enfrentar las desgracias de un matrimonio, y muchas mujeres apelaron a él con la expectativa de obtener algo de justicia y reorientar su relación, pues si la separación no se concedía, quedaba al menos la esperanza de que el juzgado reprendiese al consorte y lo obligue a cumplir con sus obligaciones maritales, amén de la posibilidad de conseguir protección contra un cónyuge peligroso (Bustamante Otero, 2001, pp. 112, 127-128; Cavieres y Salinas, 1991, pp. 112-113; Arrom, 1988, p. 210).
En el discurso tomista, el divorcio supone una desviación de la norma matrimonial cristiana, porque se opone a la comunidad de vida que el matrimonio implica y, aunque pudiera legítimamente lograrse la separación, no deja de ser una desviación. El discurso tomista considera que el divorcio es legítimo cuando uno de los cónyuges comete adulterio y el otro es inocente; por el contrario, si las dos partes han sido culpables o si, producido el delito, la pareja se reconcilió, no cabe el divorcio (Ortega Noriega, 2000, p. 54).
Desde una perspectiva jurídica, el divorcio eclesiástico podía ser quoad vinculum y suponía la desaparición de cualquier tipo de vínculo, tanto social como sacramental. Este divorcio, en realidad, es la nulidad matrimonial y las partes que estuvieron involucradas en el vínculo, una vez anulado el matrimonio, pueden volver a casarse, pues técnicamente el matrimonio no existió por la presencia de uno o más impedimentos que viciaban el nexo. La doctrina jurídico-canónica reconocía la existencia de otro tipo de divorcio, el quoad thorum et mensam , separación de morada y de cuerpos con subsistencia del vínculo, que solo se aprobaba bajo determinadas causales debidamente reconocidas por la legislación y que no permitía a la pareja la posibilidad de contraer nupcias nuevamente (Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 383-392; Kluger, 2003, p. 228). Este tipo de divorcio, al que llamaremos canónico o eclesiástico para distinguirlo de la nulidad matrimonial, podía ser temporal o definitivo.
La separación solo se concedía cuando había razones muy calificadas que debían ser probadas irrefutablemente. Entre ellas estaban el adulterio, la bigamia, la amenaza de muerte, la sevicia 25y la deserción del hogar o abandono. La incompatibilidad de caracteres y el maltrato aislado, eventual y no contundente no constituían motivos para acceder al divorcio. La separación por mutuo consentimiento “solo se adjudicaba en el caso de que uno de los cónyuges deseara ingresar a una orden religiosa. Solo el adulterio femenino podía justificar un divorcio perpetuo y todas las demás causales podían dar lugar a un divorcio temporal” (Rodríguez Sáenz, 2001, p. 233) 26. No bastaba con demostrar la certeza de las transgresiones; la parte demandante debía convencer al juez “de que el peligro representado por la continuación de la cohabitación era extremadamente serio y que el cónyuge transgresor era incapaz de reformarse. El odio implacable, la ebriedad consuetudinaria y la demencia eran aceptados como prueba de incorregibilidad” (Arrom, 1988, p. 256) 27.
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