Pérez, X. (2011). Las edades de la serialidad. La Balsa de la Medusa , (6), 7-23.
Ricoeur, P. (1992). La función narrativa y el tiempo . Buenos Aires: Almagesto.
Vivas, F. (2008 [2001]). En vivo y en directo. Una historia de la televisión peruana . Lima: Universidad de Lima, Fondo Editorial.
PRIMERA PARTE
Pantallas y miradas
Regularidad y discontinuidad entre teleseries clásicas y actuales
Luis García Fanlo
Las series nacieron casi simultáneamente con la televisión, a principios de la década de los cincuenta en los Estados Unidos, más por necesidad del naciente medio que por una invención artística. En los primeros años, cuando se discutía si debía ser una radio-visión o, sencillamente, cine en vivo o teatro a distancia, había que llenar grillas de programación y completar un horario cada vez más extendido. Las series encajaron perfectamente con esa necesidad y, además, permitieron un modelo de negocio sencillo —que en esa época era el de toda la televisión— que consistía en el auspicio de cada programa por parte de una empresa. En virtud de esto, las gerencias de marketing tuvieron una injerencia total en los guiones, pensados casi exclusivamente para vender las mercancías del anunciante.
Las nuevas tecnologías publicitarias, esas que de modo tan cruelmente bello nos mostró la serie Mad Men , identificaban mensajes que permitieran el reconocimiento de las clases o sectores sociales consumidores de los productos del anunciante y, a partir de ahí, creaban narraciones serializadas, a veces como comedias y a veces como dramas. Si bien al principio eran programas baratos que se lanzaban en vivo, cuando se inventó el grabado, las series multiplicaron sus réditos al poder emitirlas una y otra vez —quizá en diversos horarios o días— y venderlas no solo a las cadenas norteamericanas locales. Las series nacieron, pues, ligadas a la televisión, el marketing , la sociología de las clases y los sectores sociales, y la vida cotidiana.
La única vinculación de estos programas con la literatura, por ejemplo, eran las invariantes estructurales narrativas. Estaban las series propiamente dichas, que contaban historias al estilo de un libro de cuentos, es decir, cada episodio una historia con un principio, un medio y un final, y los llamados seriales , que eran una transposición de los radioteatros y radionovelas, en las que cada episodio era un capítulo y el arco narrativo atrapaba a los espectadores semana a semana para conocer el desenlace de la historia. Las primeras eran comedias de situaciones, basadas en estereotipos del american way of life de la clase media americana de posguerra, y las segundas, dramas románticos, o como se decía en esa época, “de la vida misma”, al estilo de la primera y más exitosa serie de comedia norteamericana del siglo XX: I Love Lucy .
Desde luego hubo excepciones, como las de Rod Serling o Alfred Hitchcock, que tentaron narraciones más complejas que hicieran pensar críticamente a la audiencia —en ambos casos desde lo fantástico, lo extraño o lo maravilloso— sobre su realidad social, incluso sobre la sociedad de consumo, las libertades democráticas o la cuestión de las opresiones de género, raza, color o religión (Castro de Paz, 1999). Serling solía decir que lo que no puede decir un humano en televisión, puede hacerlo un marciano o un monstruo. Y Hitchcock aparecía en pantalla antes del corte publicitario para pedirle al espectador que no preste atención a la publicidad. Tanto The Twilight Zone (Rod Serling) como Alfred Hitchcock Presents fueron excepciones que confirmaron la regla, aunque abrieron un camino para la producción de series dirigidas a un espectador más pensante, en particular las series de enigmas judiciales o policiales, como Columbo o Perry Mason . O los procedimentales médicos, en los que se cuestionaba la calidad de la atención de la salud o se idealizaba y santificaba la labor de los médicos, como en Ben Casey .
No es mi intención hacer aquí una historia detallada y completa, sino señalar algunos rasgos característicos de esta etapa de las teleseries que va a desarrollarse exitosamente durante los siguientes 30 años. Las producciones de este periodo tenían audiencias multitudinarias, tanto en los Estados Unidos como en el resto del mundo, y generaban procesos de reconocimiento que, a la vez que publicitaban productos de las multinacionales en expansión por todo el planeta y formas de consumo relacionadas a ellos —siguiendo el auge desarrollista de esos tiempos—, popularizaban los valores ético-culturales norteamericanos, así como su geografía, historia, sociedad, modo de vida, gastronomía, etcétera. Las series fueron fundamentales para que todo habitante del planeta Tierra con un televisor a su alcance pudiera conocer las calles de San Francisco o de Nueva York, o el café americano, con una fuerza performativa mucho más poderosa que la de las películas cinematográficas. Y esto por una sencilla razón: la película es una experiencia que dura como máximo dos o tres horas, pero una teleserie fideliza a sus espectadores por años. El mundo de la guerra fría, del desarrollismo de la industria cultural, del star system de Hollywood, de las telenovelas y dictaduras militares latinoamericanas, de la inminente hecatombe nuclear, de los hippies y la llegada a la Luna fue el contexto que nutrió a las series de elementos de la realidad que fueron ficcionalizados de modo generalmente banal y estereotipado o, en todo caso, tratados en las comedias de humor negro o los programas de ciencia ficción y el género fantástico. Pero lo que permitía a las series lograr calar hondo en la sociedad norteamericana, y en las del resto del mundo, era su determinación por conseguir el máximo reconocimiento posible de la sociedad, no por un afán ético-cultural crítico o estético-político revolucionario, sino sencillamente porque necesitaba de esa sociedad convertida en audiencia y transformada en consumidor del producto del anunciante.
Hubo decenas de intentos, algunos de ellos exitosos, que buscaron romper con esta subsunción de las series al mercado de consumo capitalista, como Star Trek, M*A*S*H , la citada Columbo o Dr. Kildare . Pronto, la industria y la crítica cultural las convirtieron en series de culto que sirvieron para demostrar que las teleseries no eran simples objetos de mercado, sino entretenimiento para intelectuales y audiencias sofisticadas. Hasta que algo cambió. Y fue la sociedad y el mundo.
La edad de oro de la televisión
Entre fines del siglo XX y principios del XXI, se produjo un terremoto social que modificó de forma drástica y dramática esa meseta mediática que duró 30 años en la industria de la televisión. Fueron múltiples factores que cambiaron radicalmente las formas de vida en el planeta y afectaron prácticamente —aunque de modos desiguales y combinados— a toda la población. Cayó el Muro de Berlín y la Unión Soviética, y con ellos el comunismo como alternativa político-cultural frente a la hegemonía política de Estados Unidos y la economía capitalista. Pero también se vino abajo el apartheid en Sudáfrica y las doctrinas de los derechos humanos, y la democracia desplazó —al menos en Latinoamérica— a las dictaduras militares. Casi simultáneamente apareció internet y, más temprano que tarde, sus aplicaciones y desarrollo transformaron radicalmente las sociedades de un modo inconcebible para quienes vivimos en la segunda mitad del siglo XX (Piscitelli, 2005; Scolari, 2008; Carlón y Scolari, 2012). Y aparecieron nuevos dispositivos televisivos, como la televisión por cable y, más tarde, la emisión por streaming , así como la posibilidad de interacción entre empresas productoras de contenidos y consumidores, lo que incluso habilitó a estos últimos para transformarse en productores. En este contexto, se llegó a hablar del fin de los medios masivos o, al menos, de sus formas más tradicionales (Carlón, 2016).
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