La historia es diferente contada por Carlos Tiago:
Me acuerdo de ese episodio. Respondí a un un anuncio, creo que lo vi en el Blitz, y me dieron la dirección de una tienda de música. Me condujeron a un salón en la parte trasera, con una ventana diminuta. Estaba lleno de ropa, restos de comida y latas de cerveza. Comencé a tocar, ellos me acompañaron y ahí quedó la cosa. La gente todavía me molesta diciendo que soy el tipo que se negó a entrar a los Beatles. Pero para ser sincero, yo ni siquiera pienso mucho en eso. Mi lugar no estaba ahí.
Mário se especializó en el rescate de artículos abandonados en los contenedores de basura, mientras que Tiago se las ingeniaba para repararlos y darles nueva vida. Cuando el vocalista llevó al Dramático una televisión miniatura y una videocasetera decrépita nadie creyó que volverían a funcionar. Sin embargo, con una paciencia infinita, el baterista trabajó en ellas durante días y logró lo imposible. Decidieron conmemorar de la mejor forma que pudieron: un festival de cine dedicado a los clásicos del porno. Unas semanas antes Mário había encontrado una bolsa llena de películas VHS. Los estuches de los cassettes eran de películas de Disney, como Blancanieves, Fantasía o El Zorro y el Sabueso, pero las grabaciones eran de películas pornográficas. Tenían la estética típica de los años ochenta y la imagen estaba llena de rayaduras que delataban el intenso uso que les habían dado.
Durante una de esas sesiones de cine comenzaron a oír los agresivos acordes de un bajo. El sonido provenía del interior de la Woodstock. Sigilosos fueron hasta la puerta y vieron, sentado en un banquito, un muchacho de piel muy blanca, cabello rubio y rizado. Probaba uno de los bajos en exhibición y parecía divertirse. ¿Era él a quien buscaban desde hacía tanto? Rodearon al chico y comenzaron a hablar todos al mismo tiempo de tan emocionados que estaban. El desconocido comenzó a sentirse incómodo, como era comprensible. De forma atropellada trataron de explicarle que estaba a punto de convertirse en el bajista de una de las bandas más importantes de Portugal, y con tiempo, del mundo. Cuando por fin se callaron, el bajista rubio se limitó a sonreír. Les dijo que no tenía intenciones de entrar a una banda. Él lo que quería era comprar un bajo y nada más. Solo quería probar los modelos disponibles.
Su manera de hablar era extraña. Su portugués era gramaticalmente perfecto, pero su pronunciación tenía un dejo distinto, difícil de identificar. Lo único que quería Eddie Steppleton era salir de ahí:
Me tomaron por sorpresa. De pronto vienen tres tipos vestidos de negro y con un aire ligeramente amenazador, cuando yo solo había entrado a la tienda a probar uno de los bajos. Cuando me invitaron a pasar al Dramático —y que conste que solo acepté a entrar en aquel salón porque estaba presente el dueño de la tienda, que me inspiraba confianza— me encontré con una zona de guerra. Ropa y restos de comida por aquí, estuches de CD por allá. Había un video de porno vintage en una televisión destartalada. Ellos cavaron un agujero en el suelo arrastrando la basura que lo cubría para invitarme a que me sentara y me ofrecieron una cerveza.
Mário percibió que el muchacho tal vez aceptaría si lograban llevarlo al Dramático. Le explicaron que necesitaban un bajista para completar la alineación y le propusieron un ensayo. Si les iba mal, todo quedaba ahí. Pero tenían la sensación de que él era la pieza que les faltaba desde hacía mucho.
Lafitte, con su infinita paciencia, llevó al Dramático un bajo y un amplificador, los instaló y se cruzó de brazos. Tiago dio inicio a una pieza clásica, pero tocada con velocidad, y Mário comenzó a tocar una melodía en mi. Ricardo se le unió soltando unos riffs sobre los acordes de Mário. En seguida, gritó «¡Adelante, mademoiselle!». Bastaron treinta segundos para que el sonido quedara aprobado. El bajista le brindaba ritmo y versatilidad al conjunto, y al mismo tiempo señalaba nuevos caminos para las guitarras. Cuando pararon, Lafitte fue el primero en hablar y ratificó el hallazgo con entusiasmo. El único que no estaba seguro era Eddie, el candidato electo. No los conocía y desconfiaba de ellos.
Por pura curiosidad les preguntó si tenían listas algunas canciones que él pudiera escuchar. Le respondieron que no. Les faltaban las letras porque querían cantar en inglés y lo que escribían era muy malo. Nadie se dio cuenta, pero fue en ese momento cuando Eddie bajó la guardia. Sonrió disimuladamente y sugirió que se vieran la tarde siguiente para conocerse mejor. Pensaron que tal vez sería una manera de disculparse para huir, pero aceptaron la idea. Solo cuando lo vieron regresar a la Woodstock fue que respiraron aliviados: habían encontrado a su bajista. Sin embargo, y sin que lo sospecharan, habían obtenido mucho más que eso. Tan pronto como se acercó a ellos, Eddie les entregó un puñado de hojas escritas a mano. Eran poemas en inglés. Los acompañó de una explicación: se llamaba Edward Steppleton —aunque podían decirle Eddie—, era inglés de nacimiento y escribía poesía. Su padre, también súbdito del Imperio, era un alto ejecutivo de una empresa de telecomunicaciones. Con frecuencia tenía que cambiar de casa, amigos y país. Habían llegado a Lisboa un año antes. Su madre, nacida en Newcastle, no trabajaba. Dividía su tiempo entre la pintura, la ayuda voluntaria y la investigación de diversos métodos de meditación trascendental. Muchas veces con ayuda de sustancias cuya legalidad se encontraba a la espera de autorización.
Lafitte, que estaba sentado con ellos, escuchando, se dio un golpe con las palmas en las rodillas, se puso de pie y se fue rumiando hasta la caja registradora: «Buen bajista, inglés y sin amigos. Es perfecto para ellos. Y como este sí tiene un techo donde dormir, no será otro parásito. Es perfecto también para mí». Decía aquello porque ahora la tienda era la residencia permanente de Mário. Dormía en el suelo del Dramático y pagaba la renta limpiando la Woodstock cuando regresaba del restaurante. Después comía con Lafitte y se quedaban platicando, oyendo música y fumando hasta bien entrada la noche. Muchas veces Ricardo, Tiago o algún amigo de Lafitte pasaban por ahí. Convivían con motociclistas, hippies, beatniks… Había de todo. Gente inconstante que aparecían un día y desaparecían al siguiente.
Comenzaron a adaptar las letras de Eddie en las melodías que habían compuesto, pero no estaban satisfechos. Les faltaba algo para conseguir el efecto que querían. Eddie escribía poemas y ellos lo que necesitaban eran letras de rock. Sentado en el suelo del Dramático, Mário tomó al azar una de las hojas y leyó en voz alta: This girl ain’t gonna love me no more…? Esto parece salido de un álbum de los N’Sync. Estamos haciendo música sin huevos».
Eddie le dio tres o cuatro tragos a una botella de Gatão y le arrebató la hoja a Mário. Se fue para una esquina, lápiz en mano, y volvió veinte minutos después con la hoja tachonada. El This girl ain’t gonna love me no more se transformó en This bitch ain’t gonna fuck me no more. «A ver, intenta ahora…», dijo Eddie con tono desafiante, y al final del día, la ópera prima de los (futuros) The Empire había sido creada.
Lafitte asumió las funciones de mánager interino del grupo. A principios de otoño de 1999 habló con los dueños de lugares que tenían música en vivo a quienes conocía, para convencerlos de oír a los chicos. A ellos les gustó cómo sonaba la banda y les dieron la oportunidad de tocar en sus bares. Les dejaron las noches más tranquilas, con auditorios casi vacíos, y los obligaban a tocar covers del rock de la FM. En ese tiempo se hacían llamar The Lazy Mayhem Orchestra. Ese sería el segundo nombre de la banda, después de olvidar el sinsabor de Deadly Machine. Estaban pisando los escenarios por primera vez, pero bastaron media docena de semanas para convertirse en un nombre moderadamente conocido en la noche de Lisboa. Los salones de conciertos comenzaron a llenarse para oírlos, y los amigos de Lafitte optaron por pasarlos a las noches más concurridas. El público todavía no los oía tocar su material original, pero ya tenían un público fiel. Era el inicio de una aventura y, según Tiago Gomes, no podían sentirse más felices:
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