João Valente - The Empire

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La historia de
The Empire tiene la inusitada cualidad del amor a primera vista. Ese amor que casi nunca sucede, pero que cuando sucede tiene la fuerza de un maremoto y barre con todo a su alrededor.João Valente nos lleva en un viaje nostálgico a través de la vida de cuatro muchachos cuyo deseo de hacer música era más grande que otra cosa en el mundo. La historia de la música rock del siglo XXI recibe a un supergrupo nacido de una curiosa coincidencia. ¿Quiénes eran
The Empire? Mário, en voces y guitarra; Ricardo, en la guitarra; Tiago, en la batería; y Eddie en el bajo: cuatro amigos que se conocieron por casualidad y vivieron un sueño poco convencional, que jugaron el juego lo mejor que pudieron y que fueron lanzados a la arena sin saber a lo que se enfrentarían. Durante años trabaron una lucha desigual con el destino, y esta es la crónica de esa lucha. ¿Ganaron? Es momento de hacer
rewind.

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Ricardo entró al restaurante y puso las guitarras en el suelo, al lado de la mesa. Al principio no entendí lo que pasaba, hasta que él, sin voltear a verme dijo: «Esta es la tuya». Yo estaba cada vez más confundido, sin saber qué decir. Ricardo, mientras tanto, se divertía con la cara de susto de su amigo. «Hablé con Lafitte y le cambié mi guitarra por estas dos. No son nuevas y no son Alhambra, pero son dos. Yo me quedo con una y tú con la otra». Me quedé sin palabras. No estaba acostumbrado a que la gente fuera buena conmigo y no sabía cómo responder. Era un territorio nuevo e inexplorado. Lo recuerdo como si fuera hoy: mi corazón estaba a punto de reventar y tuve que hacer un esfuerzo enorme para no soltar ahí mismo el llanto.

A pesar de sus limitaciones técnicas, Mário compensaba sus deficiencias con un alma enorme. Todo lo que cantaba o tocaba le salía de las entrañas, lleno de fuerza e intensidad. Ricardo, por su parte, llenaba las melodías de su virtuosismo en las cuerdas. Tocaban de todo, aunque pronto dejaron el material más pesado y optaron por un rock más clásico y melódico: los Stones, Dylan, Red Hot, Guns N’ Roses, Queen, D.A.D., Gun, Def Leppard, AC/DC… Entre más tocaban, más querían seguir tocando.

En 2007, en una entrevista para la RTP, Mário habló acerca de cómo su pasión por la música eran el plan A y el plan B de su vida:

Andaba para todas partes con la guitarra bajo el brazo. Así, desnuda, porque no tenía ni estuche. Nunca nos separábamos. Era la primera vez que tenía una cosa que podía llamar mía. Aquel instrumento adquirió un valor incalculable. Hasta un día, que estaba en mi cuarto ensayando unas líneas de blues, y mi papá me llamó a la sala. Él solo le hablaba a alguien cuando quería tirarle mierda. Me preguntó dónde había encontrado esa guitarra. Después de contarle la historia me acusó de estar mintiendo. No podía creer que alguien pudiera regalarme una cosa. Estaba completamente seguro de que la había robado, y por lo tanto debía castigarme. Me dio a escoger entre destruir la guitarra y tirarla a la basura o recibir una golpiza. Cuando desperté al día siguiente tenía el labio hinchado y rojo. Apenas pude ponerme en pie de lo mucho que me dolía la espalda. La guitarra, no obstante, estaba intacta. En ese momento me di cuenta de algo: al ser pobre, sin amigos, poco inteligente y sin estudios, mi única tabla de salvación era la música; era mi boleto para salir de la miseria. No se trataba de desear la fama o el éxito. En ese momento todo se reducía a un asunto de supervivencia.

Corría el primer trimestre de 1999, cuando una compañera de su grupo, con quien hablaban poco, los invitó a que tocaran en su fiesta de cumpleaños. Estábamos en la plaza frente a la escuela, ensayando «Simpathy for the Devil», cuando ella se acercó y les preguntó si la banda podía tocar en su fiesta el sábado siguiente. Ricardo iba a preguntar «¿Cuál banda?», pero Mário lo interrumpió y aceptó la invitación. Su amigo se quedó con la boca abierta. Hacía mucho que pensaban en tener un proyecto musical, pero no pasaba de ser una idea, una ambición. Ricardo ignoraba por completo que Mário había empezado el rumor de que pertenecían a una banda llamada Deadly Machine. Acostumbraba inventar historias que en parte eran verdad, pero que iban mucho más allá. Usaba esa táctica para afirmarse frente a terceros y sobrellevar los complejos de inferioridad que lo asaltaban. La compañera —que pidió no ser identificada en esta biografía— los veía siempre con la guitarra en la mano y los invitó aunque nunca los había oído tocar. Supuso que la historia de era verdad. Mário le siguió el juego y dijo que para ir a la fiesta tendrían que rechazar una invitación para tocar en un bar. Por ser compañeros de grupo, no habría problema, harían una excepción y aceptarían a cambio de una botella de whisky como pago. La historia empezaba a oler raro, cuenta la cumpleañera:

Comencé a sospechar cuando me dijeron que la banda, a final de cuentas, estaba compuesta solo por ellos dos. Y Ricardo tenía un aire como de no saber de lo que hablaba Mário. A pesar de todo, yo no quise hacer más preguntas y cerramos el trato.

Tan pronto como la compañera les dio la espalda, Ricardo encaró a Mário y le dijo que no tenían nada preparado. Él se defendió diciendo que un concierto sería buena publicidad. Había que comenzar por algún lado. Disponían de una semana para ensayar canciones que todo mundo conociera. No sería difícil: «Algún día teníamos que empezar con la banda, yo solo encendí el motor del carro», concluyó. El problema era que el carro nunca antes había ido a ninguna parte, y el motor se ahogó con el primer acelerón.

Pasaron esos días preparando el espectáculo. Escogieron canciones fáciles de tocar en formato acústico y que la gente reconociera de inmediato. Las primeras que eligieron fueron «Knockin' on Heaven’s Door», de Bob Dylan, «Blister in the Sun», de los Violent Femmes. Para cerrar, tocarían las «Parabéns a Você»** en una versión hard rock. No tenían más que dos guitarras acústicas de baja calidad, y experimentaban serios problemas para hacer encajar la voz de Mário. Al darse cuenta de que por primera vez tocaban ante un público, Mário se saltaba acordes por concentrarse en la voz o se le olvidaba la letra por enfocarse en la guitarra. Todo esto hizo que una idea que sonaba perfecta el miércoles, para el jueves pareciera dudosa, delirante para el viernes y una locura el sábado por la mañana.

A pesar de su creciente nerviosismo, se encontraron en un café cerca de la casa de la cumpleañera después de la comida. Había un jardín en frente y podían aprovecharlo para hacer un ensayo general al aire libre. Tan pronto como Mário llegó al café —Ricardo ya estaba ahí— le mostró una cartulina blanca: tenía escrito The Deadly Machine en letras negras y vagamente góticas. El genio de marketing que vivía dentro del vocalista era incontrolable.

Una copa llevó a otra y, en menos de media hora Mário se tomó dos martinis y cuatro imperiales. Ricardo se dio cuenta de que su compañero estaba muy nervioso. Más todavía: tenía miedo. Como era costumbre entre los dos, Ricardo pagó la cuenta y sugirió que salieran al jardín. Se sentaron en una banca. Sentían que el universo conspiraba contra ellos. Por más que lo intentaban no lograban afinar las guitarras, y cuando parecía que lo conseguían, una de las cuerdas subía o bajaba un tono. A Mário se le olvidaban las letras, entraba en un momento equivocado o desafinaba. Ricardo se esforzaba por ayudarlo, pero acababa perdiendo la concentración y también se equivocaba. Las dudas de la cumpleañera volvieron en el momento en que sus compañeros tocaron el timbre:

Abrí la puerta de la calle y ahí estaban ellos. Con la mirada perdida y un tufillo a alcohol. Cada uno llevaba una vieja guitarra y una cartulina doblada bajo el brazo. Comencé a arrepentirme de haberlos invitado. No parecía que fueran a dar un gran concierto, pero les mostré el camino hacia el garaje, donde estaba la fiesta. De un lado había preparado un escenario con dos sillas altas y los llevé hacia allá. Del otro lado había una mesa con el aparato de sonido y enfrente estaba el bar. En vez de dirigirse al escenario dejaron las guitarras y se fueron directo a la mesa de las bebidas. Llenaron de ginebra dos vasos de plástico y me dijeron: «Qué buena fiesta». Ni siquiera se acordaron de desearme feliz cumpleaños. Se quedaron ahí bebiendo y hablando entre ellos hasta las nueve de la noche, la hora a la que debía empezar el concierto.

En ese momento todos se quedaron en silencio y apagaron las luces, solo las lámparas detrás del escenario improvisado permanecieron encendidas. El público aplaudió y Mário, que parecía haberse preparado durante toda la vida para ese momento, dijo: «Buenas noches, nosotros somos los Deadly Machine».

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