Decidí entrar haciéndome pasar por cliente.
—Hoy no hay servicio, joven —dijo una mujer de cabellos plateados, interceptándome casi a la entrada.
—Verá, sucede que tengo que hacer un regalo muy especial para una persona igual de especial, y quisiera dar un vistazo por sus pasillos, sólo unos minutos, lo prometo.
—Muy bien, pero no intente robarse nada, que tenemos cámaras —dijo, y señaló un par de pequeños armatostes que me parecieron de juguete.
A los tres minutos la anciana dejó todo en manos de las cámaras y comenzó a roncar desde el mostrador del negocio. Había buenos libros, incluso pensé en dejar lo de Fuentes a un lado y llevarme de ahí lo que parecían unas primeras ediciones de Alfonso Reyes.
En ésas estaba cuando escuché un poco de alharaca del otro lado de donde me hallaba. Pegué el oído a una pared de madera viejísima y roída y pude distinguir algunas voces. Entonces busqué una pequeña rendija y rasqué en ella con la ayuda de mi navaja suiza. Abrí un espacio suficiente para ver lo que sucedía. Tan sólo me bastaron un par de segundos para saber que la cosa iba grave. Una de las ancianas estaba por degollar a Carlos Fuentes con una navaja de peluquero, pero entonces, sentí un fuerte golpe en la nuca, un zumbido en los oídos y ya no pude recordar más.
3
Me llamo Eugenia Mata Martínez, tengo ochenta y dos años, presido al Grupo de Narradoras Octogenarias, no tengo dientes, recito de memoria algunos párrafos de Rosario Castellanos y si me apuran, también de Elena Garro. Nunca he publicado, ninguna de nosotras lo ha hecho. Publicar es el horror, se los digo yo, con mis años de experiencia.
El asunto lo planeamos por mucho tiempo. Fuimos nosotras quienes conseguimos que invitaran a Carlitos al evento, y como ya sabíamos que le encantan los reflectores, estábamos seguras de que el ratón se metería solito a la ratonera. Así estuvimos, desde meses antes a la hora del taller, entre tachoneos, correcciones y galletitas, ajustando nuestros movimientos. Porque nosotras no improvisamos, eso hay que dejarlo a los poetitas de vanguardia con alma de raperos, a nosotras nos gusta que las cosas salgan con la exactitud de un texto borgiano.
Antes, quiero confesar lo que ya todos imaginan. Del amor al odio hay un paso, dicen los sabios populares, y por supuesto, a todas nosotras Carlitos nos parecía un bombón, sólo equiparable con Mauricio Garcés, y en general todas tuvimos en nuestra primera adolescencia un pensamiento lúbrico, disculpen ustedes la frase, con Carlos Fuentes.
Pero si del odio al amor hay un paso, del amor al odio el paso se hace más chico, diría mi abuela, y pues claro que nos sentimos ofendidas de tantas cartas sin respuesta que le mandamos a Carlitos, tantas peticiones para que fuera a tal o cual feria municipal del libro, misivas con felicitaciones el día de su santo; pero nada, ni una respuesta, ni un saludo, ni un guiño en sus novelas.
Y entonces, poco a poco nos dimos cuenta de la verdad.
Carlos Fuentes murió (de manera simbólica, claro está, ¿acaso hay otra manera de morir para un escritor?) en la década de los setenta, después de publicar Terra Nostra, dejó de escribir con voz propia y comenzó a poner palabras, una detrás de otra pero como zombi, como enajenado. Y eso, señores y señoras, es morir.
Y decidimos secuestrarlo porque en realidad ya estaba secuestrado desde antes. Secuestrado por el mercado, por los editores, por la fama. Mienten los que afirman que lo hicimos por despecho, por amor mal correspondido.
Íbamos a obligarlo al compromiso de no publicar ni un libro más. Lo teníamos sentadito y amarrado de pies a una silla de madera. Y entonces sucedió.
Le dimos un bolígrafo para firmar nuestras exigencias, pero antes, pidió que le anudáramos bien la corbata, solicitó, como el caballero que es, que lo dejáramos engominarse el cabello, porque nadie puede firmar un tratado en harapos ni malas condiciones, dijo, y por supuesto, nosotras le pasamos un peine, y un poco de goma para el cabello y lo ayudamos a peinarse. Luego solicitó que le plancháramos el traje, y nosotras pues claro que no íbamos a negar tan digna petición, y corrimos por un burro y plancha y comenzamos a darle, hasta le almidonamos el cuello de la camisa. Cuando menos me di cuenta, alguna sacó una navaja de afeitar y comenzó a arreglarle el bigote.
Fue entonces cuando otra cedió a la tentación y cuando menos me di cuenta ya estaba pidiéndole un autógrafo a Carlitos, y éste, en pleno síndrome de Estocolmo, abrazaba al resto de las muchachas cual nieto bonachón.
De pronto salieron los libros de Carlitos por todos sitios, y algunas compañeras del grupo acabaron rogándole que nos impartiera un taller los fines de semana. Carlos aceptó gustoso.
Yo, señoras y señores, me marché antes de que otra estupidez pudiera ocurrir.
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