1 ...8 9 10 12 13 14 ...27 Otro inconveniente era que fuese soltero. Las damas creen, y yo, por única vez, creo que las damas tienen razón en creerlo, que los médicos deberían estar casados. Todo el mundo nota que el hombre, cuando se ha casado, adquiere algunos de los atributos de una anciana: se convierte, hasta cierto punto, en un ser maternal, adquiere cierta familiaridad con la manera de ser y las necesidades de las mujeres y pierde ese algo más salvaje y ofensivo de la virilidad. Debe de ser mucho más fácil hablar con alguien así sobre el estómago de Matilda y el dolor de las piernas de Fanny que con un joven soltero. Este impedimento se interpuso en la vida del doctor Thorne durante sus primeros años en Greshamsbury.
Pero al principio sus necesidades no eran muchas. Y, a pesar de que su ambición era tal vez grande, no era de una naturaleza impaciente. El mundo era su ostra[2], pero, rodeado como se hallaba, sabía que no dependía de él abrirla enseguida. Tenía pan para comer, que debía ganar con su esfuerzo; tenía que ganarse una reputación, que debía venir con lentitud; le satisfacía tener, además de sus esperanzas inmortales, un futuro posible en este mundo que podía contemplar con mirada limpia y al que podía llegar con un corazón que no conociera el desfallecimiento.
A su llegada a Greshamsbury, el hacendado le concedió una casa, la misma que ocupaba cuando el nieto del señor cumplía la mayoría de edad. Había dos casas particulares espaciosas y decentes en el pueblo, siempre exceptuando la rectoría, que se alzaba enorme en su terreno, y, por consiguiente, se consideraba como mayor con respecto a las residencias del pueblo. De las dos, el doctor Thorne ocupaba la menor. Ambas se hallaban exactamente en el ángulo descrito con anterioridad, en su lado externo y formando un ángulo recto. Las dos poseían buenas cuadras y amplios jardines. Conviene especificar que el señor Umbleby, abogado y agente de la hacienda, ocupaba la mayor.
Aquí vivió solo el doctor Thorne once o doce años y, luego, otros diez u once más con su sobrina, Mary Thorne. Mary tenía trece años cuando llegó para instalarse como señora de la casa o, en cierto modo, para hacer de única señora de la casa. Este suceso cambió mucho las costumbres del médico. Antes era el típico soltero: ni una sola de las habitaciones estaba amueblada de modo adecuado. Al principio empezó de modo improvisado porque no dominaba los medios para empezar de otra manera y así continuó, puesto que nunca había llegado el momento en que debiera poner en orden las cosas de la casa. No tenía hora fija para las comidas, ni lugar fijo para los libros, ni armario fijo para la ropa. Guardaba en la bodega unas cuantas botellas de vino y, de vez en cuando, invitaba a otro soltero a comer con él, pero, fuera de esto, apenas se preocupaba del mantenimiento del hogar. Por las mañanas se preparaba un gran tazón de té fuerte, junto con pan, mantequilla y huevos y, sea cual fuere la hora en que llegara por la noche, esperaba que le sirvieran algún alimento con el que satisfacer las necesidades naturales. Si, además, le daban otro tazón de té al anochecer, ya tenía todo lo que deseaba, o, como mínimo, todo lo que pedía.
Cuando llegó Mary, o mejor, cuando estaba a punto de llegar, todo cambió en la casa del médico. Hasta entonces la gente se preguntaba, y en especial la señora Umbleby, cómo podía vivir de una manera tan dejada el doctor Thorne; y ahora la gente se preguntaba, y en especial la señora Umbleby, cómo ponía tantos muebles en la casa el médico sólo porque una muchachita de doce años fuera a vivir con él.
La señora Umbleby tenía un buen radio de acción para su observación. El médico llevó a cabo una auténtica revolución en su hogar y amuebló la casa completamente, desde el suelo hasta el techo. Pintó —por vez primera desde que estaba allí—, empapeló, alfombró, encortinó, puso espejos, ropa de casa, mantas, como si al día siguiente fuera a llegar una señora Thorne de gran fortuna. Y todo por una muchacha de doce años de edad. «¿Y cómo —preguntaba la señora Umbleby a su amiga la señorita Gushing— cómo sabe qué comprar?», como si el médico se hubiera criado como un animal salvaje, ignorante de lo que eran mesas y sillas y con menos ideas que un hipopótamo de lo que era la decoración de un salón.
Para asombro de la señora Umbleby y de la señorita Gushing, el médico lo hizo muy bien. No dijo nada a nadie —nunca hablaba demasiado de estas cosas—, pero amuebló la casa bien y con discreción, y, cuando Mary Thorne llegó a la casa procedente del colegio de Bath, donde había permanecido seis años, se halló invitada a ser quien presidiera un paraíso perfecto.
Se ha dicho que el médico había conseguido granjearse las simpatías del nuevo hacendado antes de la muerte del anciano y, por consiguiente, el cambio operado en Greshamsbury no había tenido efectos negativos en su vida profesional. Así estaba la situación por entonces, pero, no obstante, no todo iba sobre ruedas para el médico de Greshamsbury. Entre el señor Gresham y el médico había una diferencia de edad de seis o siete años y, es más, el señor Gresham parecía más joven para su edad, mientras que el doctor parecía mayor. Sin embargo, desde el principio su relación fue muy estrecha. Nunca se distanciaron por completo y el médico se supo mantener algunos años ante la artillería de Lady Arabella. Pero las gotas que caen constantemente acaban por perforar una piedra.
Las pretensiones del doctor Thorne, combinadas con su subversiva tendencia democrática, sus visitas de a siete chelines con seis peniques, añadido todo esto a su total desconsideración de los humos de Lady Arabella, fueron demasiado para ella. Él llevaba a Frank desde su primera enfermedad y eso, al principio, lo congració con ella. También tuvo éxito con la dieta de Augusta y Beatrice. Pero, como tal éxito se obtuvo en abierta oposición a los principios educativos de Courcy Castle, apenas decía mucho a su favor. Cuando nació la tercera hija, enseguida declaró que era una débil florecilla y prohibió tercamente a su madre ir a Londres. La madre, por amor al bebé, obedeció, pero odió al médico por esta orden, que ella creía firmemente que la había dado por expresa indicación del señor Gresham. Luego vino al mundo otra niña y el médico fue más autoritario que antes en cuanto a las condiciones para su crecimiento y a las excelencias del aire campestre. Esto suscitó discusiones y Lady Arabella creyó que el médico de su esposo no era al fin y al cabo Salomón. En ausencia de su marido, mandó llamar al doctor Fillgrave, dando la expresa indicación de que no tendría que sentir dañada ni la vista ni la dignidad por encontrarse con su enemigo. El doctor Fillgrave era un gran consuelo para ella.
Entonces el doctor Thorne dio a entender al señor Gresham que, en tales circunstancias, ya no podía visitar profesionalmente Greshamsbury. El pobre señor vio que no había modo de evitarlo y, a pesar de que aún conservaba su amistad con el vecino, se acabaron las visitas de a siete chelines con seis peniques. El doctor Fillgrave de Barchester y el caballero de Silverbridge compartieron la responsabilidad, y los principios educativos de Courcy Castle volvieron a Greshamsbury.
Así transcurrieron las cosas durante años y esos años fueron tristes. No podemos atribuir el sufrimiento, la enfermedad y las muertes ocurridas a los enemigos de nuestro médico. Las cuatro frágiles niñas que murieron probablemente también habrían fallecido si Lady Arabella hubiera sido más tolerante con el doctor Thorne. Pero el hecho es que murieron y que el corazón maternal venció el orgullo materno y Lady Arabella se humilló ante el doctor Thorne. Se humilló, o lo habría hecho si el médico se lo hubiera permitido. Sin embargo, él, con los ojos bañados en lágrimas, detuvo la expresión de sus disculpas y le aseguró que su gozo al regresar era muy grande, dado su cariño por todo lo que pertenecía a Greshamsbury. Así volvieron a empezar las visitas de siete chelines con seis peniques y así acabó el gran triunfo del doctor Fillgrave.
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