Luego, unos años después, vino un rector y la hermana del rector. Con esta última Mary estudiaba alemán, y también francés. Aprendía mucho del médico: la elección de libros ingleses para su lectura y el hábito de pensar igual que él, aunque modificado por la suavidad femenina de su mente.
Así creció y se educó Mary Thorne. De su aspecto personal me corresponde en verdad como autor decir algo. Es mi heroína y, como tal, debe ser necesariamente hermosa, pero, sinceramente, su mente y sus cualidades internas son más nítidas para mí que sus cualidades y rasgos externos. Sé que estaba lejos de ser alta y de ser llamativa, que tenía manos y pies pequeños y delicados, que los ojos le brillaban al mirar, pero no brillaban para hacerse visibles a su alrededor, que el cabello era castaño oscuro y que lo llevaba sencillamente peinado desde la frente, que los labios eran delgados y la boca, quizás, era en general inexpresiva, pero que, cuando estaba ilusionada al hablar, se mostraba animada con maravillosa energía, y que, tranquila como era en sus gestos, sobria y recatada en su apariencia, podía hablar, llegado el momento, con una energía que en verdad sorprendía a aquellos que no la conocieran y, a veces, a los que sí la conocían. ¡Energía! Mejor dicho, era, a veces, pasión concentrada, que la dejaba momentáneamente inconsciente de lo demás, pero atenta a lo que sentía.
Todos sus amigos, incluido el médico, se habían sentido a veces desgraciados por la vehemencia de su carácter, pero su misma vehemencia la hacía tan querida de los amigos. Casi la había alejado al principio de las clases de Greshamsbury, sin embargo acabó por continuar y Lady Arabella no pudo oponerse, incluso aunque deseaba hacerlo.
Hacía poco que había llegado a Greshamsbury una nueva institutriz francesa que era, o iba a ser, la protegida de Lady Arabella, por poseer todas las cualidades propias de una persona de tal cargo y por ser, además, la protégée del castillo. Decir el castillo, en el lenguaje de Greshamsbury, siempre significaba el de Courcy. Poco después de su llegada, desapareció un valioso guardapelo pequeño que pertenecía a Augusta Gresham. La institutriz francesa se había opuesto a que lo llevara en clase y lo había mandado de vuelta a la habitación por medio de una joven criada, hija de un granjero de la hacienda. Había desaparecido el guardapelo y, al cabo de poco, después de haberse armado considerable alboroto, se encontró, por diligencia de la institutriz, en algún sitio entre las pertenencias de la criada inglesa. Grande fue el enojo de Lady Arabella, altas fueron las protestas de la muchacha, muda fue la aflicción de su padre, piadosas las lágrimas de la madre, inexorable el juicio de los habitantes de Greshamsbury. No obstante, ocurrió algo, no importa el qué, que apartó a Mary de la opinión general. Habló claro y acusó del robo en su misma cara a la institutriz. Dos días estuvo en desgracia Mary, casi tanto como la hija del granjero. Pero en su desgracia no estaba ni callada ni muda. Como Lady Arabella no la escuchaba, acudió al señor Gresham. Obligó a su tío a intervenir en el asunto. Puso de su parte, uno a uno, a la gente importante de la parroquia y acabó por hacer arrodillar a Mam’selle Larron con la confesión de los hechos. A partir de entonces Mary Thorne fue muy querida entre los terratenientes de Greshamsbury y, en especial, en una pequeña casa, donde un inculto padre de familia declaraba que por la señorita Mary Thorne se enfrentaría con un hombre o con un magistrado, con un duque o con el diablo.
Y así creció Mary Thorne bajo la supervisión del médico. Al principio de nuestro cuento era una de las invitadas reunidas en Greshamsbury con motivo de la mayoría de edad del heredero, habiendo ella llegado a la misma edad.
[1]Es la única de las cuatro revistas mencionadas que existe en la realidad.
[2]De Las alegres casadas de Windsor, II, ii, 2-3.
[3]Véase Proverbios 23, 24: «Mucho se alegrará el padre del justo/ y el que engendró a un sabio se gozará en él».
4. Lecciones de Courcy Castle
Era el uno de julio, cumpleaños del joven Frank Gresham. No había terminado la temporada de Londres; sin embargo, Lady de Courcy había logrado ir al campo para honrar la mayoría de edad del heredero, llevando consigo a todas las ladies, Amelia, Rosina, Margaretta y Alexandrina, junto con los honorables John y George, reunidos para la ocasión.
Lady Arabella había planeado pasar este año diez semanas en la ciudad, lo cual, alargándolo un poco, podía pasar como la temporada. Más aún, había conseguido al fin amueblar, magníficamente, el salón de Portman Square. Había viajado a Londres con el pretexto, imperioso, de los dientes de Augusta —la dentadura de las jóvenes es frecuentemente valiosa para estos casos— y, como había obtenido permiso para comprar una nueva alfombra, que era muy necesaria, hizo tan hábil uso de la autorización como para acudir corriendo al tapicero por culpa de una factura de seiscientas o setecientas libras. Había dispuesto, como es natural, de carruaje y caballos, las muchachas habían tenido que salir, había sido de lo más necesario recibir amigos en Portman Square y, en total, las diez semanas no habían sido ni desagradables ni baratas.
En unos minutos de confidencias anteriores a la cena, Lady de Courcy y su cuñada estaban sentadas juntas en el vestidor de esta última, discutiendo la irracionabilidad del hacendado, que se había expresado con más amargura de lo corriente acerca de la locura —probablemente usó una palabra más fuerte— de tal proceder en Londres.
—¡Santo cielo! —exclamó la condesa, con impaciencia—. ¿Y qué se puede esperar? ¿Qué es lo que quiere que hagas?
—Le gustaría vender la casa de Londres y enterrarnos aquí para siempre. Fíjate: sólo he estado allí diez semanas.
—¡Apenas el tiempo necesario para que examinen los dientes de las muchachas! Pero, Arabella, ¿qué te dice? —a Lady de Courcy le preocupaba aprender la exacta verdad del asunto y enterarse, si podía, de si el señor Gresham era realmente tan pobre como pretendía.
—Ayer me dijo que ya no va a haber más viajes a la ciudad, que apenas puede pagar las facturas ni mantener esta casa y que no...
—¿No qué? —quiso saber la condesa.
—Dijo que no arruinaría del todo al pobre Frank.
—¡Arruinar a Frank!
—Es lo que dijo.
—Pero, Arabella, seguramente no está tan mal como dice. ¿Qué razón puede haber para que esté endeudado?
—Siempre habla de las elecciones.
—Pero, querida, Boxall Hill saldó el gasto. Claro que Frank no recibirá tantos ingresos como cuando tú te casaste y entraste en esta familia, todos lo sabemos. ¿Y a quién se lo tendrá que agradecer sino a su padre? Pero si Boxall Hill saldó esa deuda, ¿por qué tiene que haber problemas ahora?
—Fueron los dichosos perros, Rosina —contestó Lady Arabella casi con lágrimas.
—Bien, enseguida me opuse a que trajeran los perros a Greshamsbury. Cuando se han puesto en juego las propiedades, no hay que incurrir en gastos que no sean absolutamente necesarios. Es una regla de oro que debería recordar el señor Gresham. En realidad casi se lo dije a él con estas palabras, pero el señor Gresham nunca ha recibido ni nunca recibirá con sentido común nada que venga de mí.
—Ya sé, Rosina, que es así. ¿Qué habría sido de él si no fuera por los De Courcy?
Esto preguntó, llena de gratitud, Lady Arabella. En honor a la verdad, sin embargo, si no fuera por los De Courcy, el señor Gresham estaría en estos momentos al frente de Boxall Hill, monarca de todo cuanto se dominaba con la vista.
—Como te decía —continuó la condesa—, nunca aprobé que vinieran los perros a Greshamsbury; pero, aun así, querida, los perros no se lo pueden haber comido todo. Alguien con diez mil al año debería ser capaz de mantener a los perros, sobre todo recibiendo unas cuotas de los demás.
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