Anthony Trollope - El doctor Thorne

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Un honrado médico rural de sólidos principios y su sobrina Mary provocan una honda conmoción en la clase alta rural de Barchester, representada por las ostentosas familias Gresham y De Courcy. La mansión de los Gresham atraviesa problemas, el mayor de los cuales es el empeño de Frank, el heredero, en casarse con Mary.
Animosa, leal y sincera, Mary no posee nada de valor, salvo ella misma. A su alrededor girarán las damas de ambas familias, que contrastan por su esnobismo. Ante los altibajos del amor en la joven pareja, el doctor Thorne aporta su integridad y su fidelidad a los propios principios.

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Debe admitirse que esto era motivo de que fuera muy poco querido entre sus colegas, y pronto se mostró ese sentimiento de un modo notable y solemne. El doctor Fillgrave, quien poseía las más respetables relaciones profesionales en el condado, quien tenía que preservar su fama y quien estaba acostumbrado a tratarse, en condiciones casi de igualdad, con los grandes médicos baronets de la metrópolis en las casas de la nobleza, el doctor Fillgrave rehusaba mantener consultas con el doctor Thorne. Lamentaba en extremo, decía, en extremo, tener que hacerlo: nunca antes había tenido que cumplir un deber tan penoso, pero, como deber que tenía que rendir a la profesión, le correspondía cumplirlo. Con todo su respeto hacia Lady..., una invitada de Greshamsbury indispuesta, y hacia el señor Gresham, debía renunciar a atender conjuntamente con el doctor Thorne. Si se necesitaban sus servicios en otras circunstancias, acudiría a Greshamsbury con la rapidez con que le llevaran los caballos de posta.

Se había declarado la guerra en Barsetshire verdaderamente. Si había en el cráneo del doctor Thorne un sentido más desarrollado que otro, éste era el de la combatividad. No es que el médico fuera un matón, ni siquiera era agresivo, en el sentido corriente del término; no se sentía inclinado a provocar peleas, ni era propenso a los enfrentamientos; sino que había algo en él que no le permitía ceder ante el ataque. Ni en las discusiones ni en las contiendas se permitía equivocarse, nunca al menos ante nadie más que sí mismo y, en nombre de sus especiales tendencias, estaba dispuesto a enfrentarse al mundo entero.

Por consiguiente, se comprenderá que, cuando el doctor Fillgrave arrojó semejante guante ante los propios dientes del doctor Thorne, este último no lo recogiera con lentitud. Envió una carta al conservador periódico de Barsetshire Standard, en la que lanzaba al doctor Fillgrave un acérrimo ataque. El doctor Fillgrave respondió con cuatro líneas, que decían que, tras meditarlo con madurez, había decidido no prestar atención a las observaciones que le hiciera el doctor Thorne en la prensa pública. El médico de Greshamsbury escribió entonces otra carta, más ingeniosa y mucho más severa que la anterior y, como fue transcrita en los periódicos de Bristol, Exeter y Gloucester, el doctor Fillgrave halló francamente difícil mantener la magnanimidad de su reticencia. A veces a un hombre le basta con vestirse con la digna toga del silencio y proclamarse indiferente a los ataques públicos; pero es una dignidad que cuesta mantener. Del mismo modo que un hombre, atacado hasta la locura por las abejas, podría esforzarse en permanecer sentado en la silla sin mover un músculo, así también podría sobrellevar con paciencia y sin respuesta los cumplidos de un periódico opositor. El doctor Thorne escribió una tercera carta, que fue demasiado difícil de soportar. El doctor Fillgrave la contestó, no, en realidad, con su propio nombre, sino con el de un colega doctor. Entonces la guerra se recrudeció. No es demasiado afirmar que el doctor Fillgrave no conoció otra hora de felicidad. Si se hubiera imaginado de qué materia estaba hecho el joven que realizaba fórmulas magistrales en Greshamsbury, habría consultado con él, sin objeción alguna, mañana, mediodía y noche. Pero, como había empezado la guerra, se vio obligado a seguirla: sus colegas no le dejaban otra alternativa. En consecuencia, comparecía en la lucha continuamente, como un boxeador profesional al que llevan una y otra vez, sin esperanzas de su parte, y que, en cada vuelta, se cae al suelo antes de que sople el viento de su oponente.

Sin embargo, el doctor Fillgrave, aunque débil, estaba apoyado en la teoría y en la práctica, por casi todos los colegas del condado. La tarifa de una guinea, el principio de dar consejo y no vender medicinas, la gran resolución de mantener una nítida barrera entre el médico y el boticario, y, sobre todo, el odio a contaminarse con una factura, eran aspectos graves en las mentes médicas de Barsetshire. El doctor Thorne tenía a todo el mundo médico de la zona en contra y, por eso, apeló a la metrópolis. The Lancet[1] tomó partido por él, pero el Journal of Medical Science estaba en contra; el Weekly Chirurgeon, famoso por su democracia médica, le defendió como profeta médico, pero el Scalping Knife, periódico mensual nacido en oposición radical a The Lancet, no tuvo piedad. Así prosiguió la guerra, y nuestro médico, hasta cierto punto, se hizo célebre.

Hubo, además, otras dificultades que se interpusieron en su carrera profesional. Era algo a su favor que comprendiera su carrera profesional, algo a lo que deseaba dedicarse con energía, y decidió dedicarse a ello conscientemente. Poseía otros dones, tales como brillo en la conversación y honestidad general en su disposición, que permanecieron en él a medida que pasaba la vida. Pero, cuando empezó a ejercer, mucho de su carácter personal se volvió en su contra. Entrara en la casa que entrara, entraba con la convicción, a menudo expresada para sus adentros, de que él era igual como hombre al propietario, igual como ser humano a la propietaria. A la edad y al reconocido talento, al menos eso decía, concedía cierta deferencia, al rango también concedía el respeto debido; dejaba que un lord saliera de una habitación antes que él si no se olvidaba; al hablar con un duque, se le dirigía llamándole su Excelencia, y de ninguna manera entablaría familiaridad con hombres más importantes que él, concediendo al hombre más importante el privilegio de dar los primeros pasos. No obstante, más allá de lo dicho no admitiría que nadie en la tierra anduviera con la cabeza más alta que él.

No hablaba mucho de estas cosas. No ofendía a nadie jactándose de su propia importancia. Jamás salió de su boca ante el Conde de Courcy que el privilegio de cenar en Courcy Castle no era para él un placer mayor que el privilegio de cenar en la casa del párroco de Courcy. Sin embargo, había algo en sus modales que lo decía. El sentimiento en sí quizás era bueno y verdaderamente quedaba justificado por la manera en que se comportaba con la gente de rango inferior. Pero había cierta locura en su decisión de oponerse a las leyes arbitrarias de la sociedad y cierto absurdo en su modo de oponerse, ya que en el fondo de su corazón era un completo conservador. No es mucho afirmar que odiaba a primera vista a un lord, pero, no obstante, habría gastado sus medios, su sangre y su espíritu en la lucha por la cámara alta del Parlamento.

Tal disposición, hasta que se entendía del todo, no valía para congraciarse con las esposas de los caballeros entre los cuales él ejercía. Tampoco había mucho en su manera de ser que le recomendara para obtener el favor de las damas. Era brusco, autoritario, dado a la contradicción, tosco aunque nunca sucio en su aspecto personal e inclinado a ser indulgente con una especie de burlas tranquilas, que a veces no se entendían del todo. La gente no siempre sabía si se reía de ella o con ella, y algunas personas creían, quizás, que el médico no debería reírse nunca cuando se le llamaba para actuar como tal.

Cuando se le conocía, de verdad, cuando se llegaba al corazón de la fruta, cuando se aprendía la enorme proporción de ese corazón digno de confianza y cariño, cuando se reconocía su honestidad, cuando se sentía esa ternura masculina y casi femenina, entonces, de verdad, se reconocía que el médico era adecuado para su profesión. Para achaques insignificantes era a menudo demasiado brusco. En vista de que aceptaba dinero por su curación, podemos decir que debería curarlos sin un modo tan grosero. En eso no tiene defensa. Pero para con el sufrimiento real nadie le encontraba brusco; ningún paciente que yaciera con dolor en el lecho de la enfermedad le creía desconsiderado.

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