David Ramirez - Enigmas de las Américas

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La colección «Enigmas de las Américas» analiza expediciones de siglos pasados que buscaron descifrar enigmas de la geografía del continente americano. En cada libro, especialistas internacionales escriben artículos donde analizan, desde distintas perspectivas y diversos momentos, el impacto de estas expediciones en la construcción de imaginarios y en la cartografía, es decir, en aquellos dispositivos visuales conocidos como mapas. 
El presente libro se enfoca en el esfuerzo por descifrar el enigma del paso interoceánico en diversos puntos de la geografía americana. De acuerdo con el lineamiento de la colección «Enigmas de las Américas», los artículos de este segundo libro abordan el impacto de la búsqueda del paso interoceánico en la cartografía, reflejado en aquellos dispositivos visuales conocidos como mapas. Estos registran la información geográfica de las expediciones, que en sus trayectos alcanzaron interesantes descubrimientos geográficos y etnográficos, alentadas por el anhelo continuo de encontrar en algún lugar de la inexplorada vastedad del Mar del Sur, «tierras llenas de impensables riquezas (…) parte de aquella búsqueda inagotable».

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Además de los informantes nativos, estas tempranas expediciones usaron la cartografía conjeturada del siglo XVI, que, por ejemplo, reducía Norteamérica en los mapas casi a una franja bastante estrecha. En 1525, el explorador florentino Giovanni Verrazano (1485-1528) especuló que desde la costa del Atlántico se alcanzaba a ver el Pacífico. “Los colonizadores ingleses de Virginia, a principios del siglo XVII, creían que podrían llegar al Mar del Sur marchando por tierra. Los primeros navegantes del Mississippi esperaban que el gran río desembocara en un mar que bañaba China” ( Fernández, 2004, p. 20).

La expedición de Becerra, enviada por Cortés en 1533, que exploró rumbo norte en el Pacífico, llegó hasta una zona que en algunos mapas de la época fue nombrada Mar de Cortés o Mar Bermejo. Estos lugares inexplorados pasaron a formar parte del repertorio de la geografía especulativa del Nuevo Mundo. En 1602, Sebastián Vizcaíno, un soldado español que se aventuró a explorar hacia el norte, al referirse a esta región señalaba:

(…) tiene toda la forma y echura de un estuche ancho por la cabeza y angusto por la punta, es la que comúnmente llamamos California, y desde allí va ensanchando hasta el cabo Mendocino que diremos ser la cabeza y ancho de el (…) tiene este reuno, a la parte del Norte, al Reyno de Anian; y por la de Levante la tierra que se continua con el reino de los Quivira, por entre estos dos Reynos passa el estrecho de Anian, que passa al Mar del Norte. ( Martín-Meras, 1993, p. 238)

Se pensaba que Anian era una deformación del nombre de la provincia china de Hanian, y se especulaba que este lugar mítico era el estrecho que permitiría la comunicación con China. El mapa de Abraham Ortelius, de 1579, registra el nombre de Stretto de Aniam . ( Figura 1). La idea de la existencia de estrecho se fundamentaba en los relatos fantasiosos de Juan de Fuca (1557) y de Lorenzo Ferrer Maldonado (1588), quienes especularon sobre la existencia del paso, que supuestamente se encontraba en torno a los 60º de latitud norte y que comunicaba ambos océanos; de hecho, existe un estrecho de Fuca dibujado en algunos mapas de finales del siglo XVI.

Figura 1 Typvs Orbis Terrarvm Abraham Ortelius 1584 cortesía de Biblioteca - фото 8

Figura 1. Typvs Orbis Terrarvm, Abraham Ortelius, 1584, cortesía de Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos

Estos supuestos hallazgos despertaron en la Corona española la ilusión de dominar los dos pasos interoceánicos en ambos extremos de América. No obstante, los otros imperios también ambicionaron tomar posesión de estos territorios y, sobre todo, dominar el deseado pasaje interoceánico. Samuel Purchas registraba: “Sir Martin Frobisher as being the first in the dayes of Qeene Elizabeht lought the North-west passage” (1614, p. 739). A partir del siglo XVI, y sobre todo en el siglo XVIII, varias expediciones buscaron constatar la existencia de este pasaje del norte, del cual tanto se había conjeturado durante los siglos anteriores. Sin embargo, varios de estos viajes terminaron en repetidos fracasos y desilusiones, en tanto que el paso del norte se mantuvo esquivo.

No solamente se especulaba sobre la posible ruta de retorno del famoso corsario isabelino Francis Drake, sino que los cartógrafos empezaron a registrar a finales del siglo XVI la denominación de Nova Albion, para una región en Norteamérica que se le atribuía como descubrimiento. Drake supuestamente habría tomado la ruta que dos años antes describió el dudoso relato de sir Matin Frobisher, denominado “el estrecho equivocado”, al cual, para 1609, se rebautizó como estrecho de Hudson ( Garfield, 2015, p. 114).

Durante el siglo XVIII, en el contexto de la Ilustración, se desata una serie de expediciones de los imperios, amparadas en propósitos científicos. Desde España zarpó la expedición de Alejandro de Malaspina (1792) para constatar la existencia del ansiado pasaje. Las otras potencias también emprendieron la búsqueda y se insistió en el rastreo de este paso por ambos costados del norte del continente. Esto se debió a la presión tras la Guerra de los Siete Años (1764-1763), pero sobre todo a la amenaza de la presencia rusa en los territorios de Norteamérica. En este marco se renovó la búsqueda del pasaje interoceánico. La nueva especulación geográfica se reflejó en mapas de famosos cartógrafos como Guillaume De L’isle (1675-1726) y Jean Baptiste B D’Anville (1697-1782).

Precisamente, los tres siguientes artículos de este libro abordan la búsqueda del pasaje por el norte en el siglo XVIII, de expediciones en tiempos de la Ilustración. Estas intentaban, desde una perspectiva más científica, descifrar la geografía norteamericana y constatar la existencia de un pasaje o un estrecho que uniera ambos océanos; estos viajes, desde una mirada más etnográfica, registran su contacto con los informantes nativos en sus trayectos. También involucran la gestión y agencia de criollos y americanos para buscar el pasaje interoceánico. Resulta también fascinante cómo estos viajes científicos y oficiales encubrían los intereses políticos en tiempos de expansión imperial, precisamente en el contexto de la reconfiguración política tras la Guerra de los Siete Años.

Guadalupe Pinzón analiza la información de la Relación y el mapa de Agustín Crame (1774) sobre Tehuantepec. Crame era un funcionario ilustrado, que registró información detallada sobre el istmo, así como propuestas derivadas de la posible utilidad del ansiado pasaje interoceánico. Esta búsqueda, en la segunda mitad del siglo XVIII, debe entenderse como parte de los proyectos navales y defensivos del reformismo borbónico español.

En esta misma línea, el artículo de Sabrina Guerra y Kevin Bustillos examina la expedición de Francisco de La Bodega y Quadra (1779) a los confines de las fronteras imperiales. Los mapas que resultaron de esta expedición son también evidencia de cómo la cartografía funcionaba al servicio de los intereses políticos y las delimitaciones geopolíticas. Esta expedición tuvo un importante impacto en la definición política entre los imperios, que se refleja en el Tratado de San Lorenzo (1790), resultado del encuentro en Nootka entre de Bodega y George Vancouver para fijar límites imperiales en una región que hasta entonces había sido poco valorada. Los resultados de esta expedición permitieron un mayor conocimiento cartográfico de las intersecciones en los márgenes imperiales. De los viajes de Bodega queda una considerable impronta en los mapas y en la geografía, donde el apellido de este capitán criollo trascendió en el tiempo. Además, esta expedición constató que no existía un pasaje interoceánico.

Lauren Beck analiza en tres etapas cómo las expediciones británicas usaron la información recabada por informantes indígenas sobre la existencia de una vía navegable que conectara ambos océanos y atravesara el continente por los confines septentrionales. Este artículo adiciona, por una parte, los repertorios etnográficos de las expediciones, y, por otra, la persistencia del imaginario de un posible pasaje interoceánico, no solo presente para los expedicionarios, sino también para los habitantes de estos confines de las Américas. Se siguió buscando el pasaje, muy a pesar de que varias expediciones famosas entre los siglos XVII y XIX confirmaron y reconfirmaron que, por más deseado, dudoso o equivocado, era inexistente. Sin embargo, quedaba la remota esperanza de que existiera un gran río o una interconexión fluvial que permitiera construir un paso artificial.

Efectivamente, hasta la construcción del canal de Panamá, la ruta oficial del Darién no fue suficiente para la comunicación, y el estrecho de Magallanes siguió siendo demasiado peligroso; los viajeros se habían conformado con la única opción marítima viable, que era el cabo de Hornos, con sus consabidas limitaciones y dificultades. Sin embargo, aunque el soñado pasaje natural permanecía esquivo, “se escudriñaron de manera obsesiva todos los golfos y ríos del Nuevo Mundo para descubrir el inexistente estrecho marino natural que debía comunicar el Atlántico con el Pacífico” (Jaén, 2016, p. 67). La ilusión, la geografía conjeturada y la esperanza seguían apuntando hacia la posibilidad de un gran río, o al menos algún tipo de conexión fluvial, donde se pudiera construir un canal artificial que comunicara ambos océanos.

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