Mary Shelley - Cuentos góticos

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Para Mary Shelley, los monstruos no son aquellos cuentos de hadas desde el principio de los siglos esos que se esconden debajo de la cama o en un closet; no, para la autora los monstruos son aquellas personas con las que podemos llevar una relación cercana, alguien que ha sembrado odio y rencor en su ser, en los otros, y que actúa con violencia, con una predominante necesidad de lastimar: Con esta premisa, Mary Shelley nos presenta una recopilación de cuentos donde el hombre es capaz de actuar de manera atroz con tal de conseguir lo que quiere, cuentos donde podemos ver la forma más cruda de este ser al que llamamos humano.

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Cuentos góticos

Cuentos góticos 1976 Mary Shelley Editorial Cõ Leemos Contigo Editorial - фото 1

Cuentos góticos (1976) Mary Shelley

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Marzo 2022

Imagen de portada: Rawpixel

Traducción: Benito Romero

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

El mortal inmortal

El día 16 de julio de 1833 es un día muy importante para mí. ¡En esta fecha cumplo trescientos veintitrés años!

¿El Judío errante? Me temo que no, ya que él ha vivido su más de dieciocho siglos. En comparación, yo soy apenas un pequeñuelo. Entonces, ¿soy inmortal? Es una pregunta que ronda en mi cabeza, día y noche, desde hace trescientos años, y aún no he podido dar con la respuesta. Hoy encontré una cana entre mi pelo castaño que, sin duda alguna, da entrada a la decrepitud . No obstante, puede ser posible que haya permanecido oculta durante todos estos años; pues no es extraño que algunas personas hayan encanecido por completo antes de cumplir los veinte años.

Contaré mi historia y usted, querido lector, será aquel que decida por mí. Sí, contaré mi historia, y así podré pasar algunas horas de esta terrible eternidad a la que me encuentro encadenado. ¡Para siempre! ¿Puede ser? ¡Vivir para siempre! He escuchado hablar de brujería y encantamientos en los que las personas fueron obligadas a pasar un profundo sueño, para despertar, cien años después, tan jóvenes como aquel día en que cerraron los ojos; he oído hablar de los siete durmientes, sin que sea agotador ser inmortal: pero, ¡desgracia!, la carga del interminable tiempo, el tedioso paso de las horas, que parece no avanzar. ¡Qué feliz era el legendario Nourjahad! Pero será mejor que regrese a mi historia.

Todo el mundo ha oído hablar de Cornelius Agrippa. Su recuerdo es tan inmortal como sus trucos me hicieron a mí. Todo el mundo también ha oído hablar de su alumno, quien, sin saberlo, cayó en las garras de la terrible bestia durante la ausencia de su maestro y fue destrozado por él. El informe, cierto o falso, de este accidente fue escuchado con grandes inconvenientes para el renombrado filósofo. Todos sus alumnos le abandonaron en el acto, sus sirvientes desaparecieron. No tenía a nadie cerca para que alimentara con carbón sus fuegos, que siempre debían estar vivos, mientras dormía; o cuidara de los colores cambiantes de sus medicinas mientras estudiaba. Experimento tras experimento fracasó, ya que un par de manos no bastaba para acabarlos: los espíritus oscuros se rieron de él por no ser capaz de retener a un solo mortal a su servicio.

Entonces yo era muy joven y terriblemente pobre; además, estaba muy enamorado. Había sido, durante casi un año, el pupilo de Cornelius, aunque me encontraba ausente cuando sucedió el terrible accidente. Al regresar, mis amigos me imploraron que no me quedara en la morada del alquimista. Temblé mientras escuchaba la historia que me narraron; no me hizo falta una segunda advertencia. Y cuando Cornelius llegó y me ofreció una bolsa de oro si permanecía bajo su techo, sentí como si el mismo Satanás me estuviera tentando. Me castañetearon los dientes, el pelo se me puso de punta y corrí a la velocidad que me lo permitieron las débiles rodillas.

Mis titubeantes pasos me condujeron al mismo lugar al que durante dos años había sido atraído cada noche: una fuente de puras aguas blancas y burbujeantes junto a la cual había una muchacha de cabellos oscuros, cuyos ojos brillantes estaban clavados en el sendero que yo solía recorrer todas las noches. No puedo recordar la hora en que no amé a Bertha. Habíamos sido vecinos y compañeros de juegos desde la infancia; sus padres, como los míos, eran humildes pero respetables, y nuestra relación había sido una fuente de gozo para ellos. En una hora nefasta, una fiebre maligna se llevó a su padre y a su madre, dejando a Bertha huérfana. Habría encontrado un hogar bajo mi techo paterno, pero, lamentablemente, la vieja dama del castillo próximo, rica, sin hijos y solitaria, declaró su intención de adoptarla. A partir de ese instante Bertha vistió con sedas, habitó en un lugar de mármoles y se le consideró favorecida por la fortuna. Sin embargo, en su nueva familia, Bertha siguió siendo leal al amigo de días más humildes; a menudo visitaba la cabaña de mi padre, y cuando se le prohibió venir, se desviaba hacia el bosque cercano y se encontraba conmigo junto a su umbría fuente.

A menudo declaró que no le debía una lealtad a su nueva protectora, igual de sagrada a la que nos unía a nosotros. No obstante, yo seguía siendo demasiado pobre para casarme, y ella se cansó de verse atormentada por mi culpa. Tenía un espíritu altanero pero impaciente, y se encolerizó por los obstáculos que impedían nuestra unión. Ahora nos encontrábamos después de un periodo de ausencia, y ella había estado profundamente molesta mientras yo me encontré lejos; se quejó con amargura y casi me reprochó el ser pobre. Yo me apresuré a responder:

—¡Aunque pobre, soy honesto! ¡Si no, pronto podría ser rico!

Esta exclamación provocó mil preguntas. Temí asustarla contándole la verdad, mas logró sacármela; y entonces, lanzándome una mirada de desdén, dijo:

—¡Dices amarme, pero temes enfrentarte al Diablo por mí!

Protesté que sólo había temido ofenderla, pero ella siguió pensando en la magnitud del premio que recibiría. Así animado, humillado por ella, empujado por el amor y la esperanza, riéndome de mis últimos temores, con pasos rápidos y corazón ligero, regresé a aceptar la oferta del alquimista y al instante me instalé en mi puesto.

Pasó un año. Me convertí en poseedor de una considerable cantidad de dinero. La costumbre había desterrado mis temores. A pesar de la más dolorosa vigilancia, jamás había detectado rastro de un pie satánico, ni el estudioso silencio de nuestra morada se vio perturbado alguna vez por un aullido demoníaco. Aún mantenía mis citas robadas con Bertha, y la esperanza vivía en mí, pero no el gozo perfecto, pues Bertha imaginaba que el amor y la seguridad eran enemigos, y su placer era el de dividirlos en mi pecho. Aunque de corazón leal, tenía una naturaleza algo coqueta, y yo era celoso como un turco. Me menospreciaba de mil maneras, aunque jamás reconocía estar equivocada. Me enloquecía de ira, y luego me obligaba a pedirle perdón. A veces manifestaba que yo no era demasiado sumiso, y entonces me contaba alguna historia de un rival, favorito de su protectora. Estaba rodeada por jóvenes vestidos con seda —ricos y despreocupados—, ¿qué posibilidad tenía el humilde aprendiz de Cornelius comparado con ellos?

En una ocasión, el filósofo me exigió tanto tiempo personal que fui incapaz de reunirme con ella tal como era mi deseo. Éste se hallaba ocupado en un importante trabajo y yo me vi obligado a quedarme, día y noche, alimentando sus hornos y vigilando sus preparados químicos. Bertha me aguardó en vano junto a la fuente. Su altivo espíritu se encendió ante mi descuido, y cuando por fin logré escaparme durante los pocos minutos que se me concedían para dormir, esperando consolarla, me recibió con desdén, me despidió con desprecio y juró que cualquier hombre poseería su mano en lugar de aquel que no podía estar en dos lugares al mismo tiempo por su amor. ¡Sería vengada! Y en verdad que lo fue. En mi sucio refugio oí que había ido de caza en compañía de Albert Hoffer. Éste tenía el favor de su protectora, y los tres pasaron montados en sus caballos delante de mi humeante ventana. Me pareció que mencionaban mi nombre, seguido por una risa despectiva mientras sus oscuros ojos se alzaban con menosprecio hacia mi morada.

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