Liev N. Tolstói - Anna Karénina

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En «Ana Karenina», novela publicada en 1877, León Tolstoi desmenuza las frivolidades y las enfermizas pasiones del zarismo en contraposición al personaje femenino que da título a la novela.
Sobre la decadencia del imperio, que Tolstoi ya intuye irreversible, Ana, ya sea en las sombras de su gabinete o en la infinitud de los campos, se recorta como un fulgor constante. De este modo, el realismo se rodea de la evanescencia de un sueño que el amanecer, aunque lejano, ya comienza a desgarrar.
En esta gran novela se narra el desarrollo de dos amores que se desenvuelven en paralelo. Ana Karenina, mujer de la alta sociedad enamorada del joven oficial Vronski, abandona a su esposo y a su hijo para seguir a su amante. El romance clandestino tiene un final trágico.
A la vez que se nos hace la crónica de estos amores desgraciados, la novela nos ofrece, en contrapunto, la apacible historia de amor de la hermana de Ana que se casa con un noble terrateniente para vivir dichosos en el campo.
En «Ana Karenina», la fuerza y la riqueza de las descripciones, la pintura inimitable de los caracteres, la penetración psicológica, y más que nada la alta lección moral que se desprende de ella, forman un conjunto de tanta belleza y grandiosidad, que con razón se ha dicho que es una de las novelas más grandes y una de las obras más acabadas que nos ha dejado el genio del hombre.

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Al menos a Vronsky se le figuró que la yegua comprendía todas las impresiones que él experimentaba mirándola.

Al entrar Vronsky, el animal aspiró profundamente y torciendo sus ojos hasta que las órbitas se le enrojecieron de sangre, miró a los que entraban por el lado opuesto dando sacudidas al freno y moviendo ágilmente los pies.

–¡Vea usted que nerviosa está! –dijo el inglés.

–¡Quieta, querida, quieta… ! –murmuró Vronsky, acercándose a la yegua y hablándole.

Cuanto más se acercaba Vronsky, más se inquietaba el animal. Al fin, cuando él estuvo a su lado, « Fru–Fru» se calmó y sus músculos temblaron bajo la piel suave y fina.

Vronsky acarició su cuello robusto, arregló un mechón de crines que le caían al lado opuesto y acercó el rostro a las narices del animal, finas y tensas como alas de murciélago.

La yegua hizo una ruidosa aspiración, dejó escapar el aire por las narices trémulas, bajó una oreja y alargó hacia Vronsky el belfo negro y fuerte, como si quisiera coger la manga de su amo. Mas, recordando que llevaba el bocado, comenzó a cambiar de posición sus finos remos.

–Cálmate, querida, cálmate –dijo él, acariciándole la grupa.

Y salió del establo satisfecho de hallar al animal en tan buena disposición.

La excitación de la yegua se había comunicado a Vronsky, el cual sentía que la sangre le afluía al corazón y que, igual que al animal, le agitaba un deseo de moverse, de morder. Era una sensación que infundía temor y alegría a la vez.

–Confío en usted –dijo al inglés–. A las seis y media, en el lugar señalado.

–Todo marchará bien –repuso el inglés–. ¿Adónde va usted ahora, milord? –preguntó de pronto, dando a Vronsky un tratamiento no empleado casi nunca por él hasta entonces.

Vronsky, extrañado, levantó la cabeza y miró, como solía, no a los ojos, sino a la frente del inglés, asombrado de la audacia de su pregunta.

Pero, comprendiendo que al hablar así el entrenador le consideraba no como su señor, sino como un jinete, contestó:

–Voy a ver a Briansky y dentro de una hora estaré en casa.

«Hoy no hacen más que preguntarme todos lo mismo» , pensó sonrojándose, lo que le sucedía en raras ocasiones.

El inglés le miró atentamente y, como si adivinase a dónde iba, añadió:

–Es muy esencial estar tranquilo antes de la carrera. No se enoje ni disguste por nada.

All rigth –repuso Vronsky sonriendo.

Y, saltando a la carretela, ordenó al cochero que le llevase a Peterhorf.

Apenas habían andado algunos pasos, el nublado que desde la mañana amenazaba descargar se resolvió en un aguacero.

«Malo», pensó Vronsky, bajando la capota del carruaje. «Si ya sin esto había barro, ahora el campo será un verdadero cenagal.»

Sentado a solas en la carretela cubierta, sacó la carta de su madre y la nota de su hermano y las leyó.

¡Siempre lo mismo! Todos, incluso su madre y su hermano, encontraban necesario mezclarse en los asuntos de su corazón. Aquella intromisión despertaba en él ira, que era un sentimiento que experimentaba raras veces.

«¿Qué tienen que ver con esto? ¿Por qué consideran todos como un deber preocuparse por mí?

Seguramente porque advierten que se trata de algo incomprensible para ellos. ¡Cuánto me abruman con sus consejos! Si se tratara de relaciones corrientes y triviales, como las habituales en sociedad, me dejarían tranquilo; pero advierten que esto es diferente, que no se trata de una broma y que quiero a esa mujer más que a mi vida. Y, como no comprenden tal sentimiento, se irritan. Pase lo que pase, nosotros nos hemos creado nuestra suerte y no nos quejamos de ella», pensaba, refiriéndose con aquel « nosotros» a Ana y a sí mismo. «Y los demás se empeñan en enseñarnos a vivir, No tienen idea de lo que es la felicidad; ignoran que fuera de este amor no existe ni ventura ni desventura, porque no existe ni siquiera vida», concluyó Vronsky.

Se enojaba tanto contra la intromisión ajena, cuanto, en el fondo, reconocía que todos tenían razón.

Sentía que su amor por Ana no era una pasión momentánea, que se disiparía como se disipan las relaciones mundanas, sin dejar en la vida de ambos otras huellas que recuerdos agradables o desagradables.

Reconocía lo terrible de la situación de ambos, la dificultad de ocultar su amor, de mentir y engañar al respecto, hallándose ambos tan a la vista de todos; sí, de mentir y engañar, y estar alerta, pensando siempre en los demás, cuando la pasión que les unía era tan avasalladora que les hacia olvidarse de cuanto no fuera su amor.

Recordaba con claridad la frecuencia con que tenían que hacerlo violentando así su naturaleza, y recordó, sobre todo, con nitidez especial la vergüenza que experimentaba Ana al verse forzada a fingir.

Desde que tenía relaciones con Ana sentía a menudo un extraño sentimiento de repulsión que llegaba a dominarle por completo. Repulsión hacia Alexey Alejandrovich, hacia sí mismo, hacia todo el mundo. Le habría costado poder precisar aquel sentimiento, pero lo rechazaba siempre lejos de él.

Movió la cabeza y prosiguió pensando:

«Antes ella era desgraciada, pero se sentía orgullosa y tranquila. Ahora, en cambio, no puede tener orgullo ni tranquilidad, aunque lo aparente. Hay que terminar con esto», resolvió.

Por primera vez, pues, experimentaba la necesidad de concluir con aquella farsa, y cuanto antes mejor.

«Es preciso abandonarlo todo y ocultarnos los dos en algún sitio, a solas con nuestro amor», se dijo.

Capítulo 22

El aguacero fue de corta duración, y cuando Vronsky llegaba a su destino al trote largo del caballo de varas, que forzaba a correr los laterales sin necesidad de acicate, el sol lucía de nuevo y los tejados de las casas veraniegas y los añosos tilos de los jardines que flanqueaban la calle principal despedían una claridad húmeda, y el agua goteaba de las ramas y se deslizaba por los tejados con alegre rumor.

Vronsky no pensaba ya en que el chaparrón pudiera enlodazar la pista, sino que se regocijaba pensando en que, gracias a la lluvia, encontraría en casa a Ana.

Sabía que su marido, recién llegado de una cura de aguas en el extranjero, no estaba en la casa de verano.

Esperando encontrarla sola, Vronsky, como hacía siempre para atraer menos la atención, dejó el carruaje antes de llegar al puentecillo, avanzó a pie y en vez de entrar por la puerta principal que daba a la calle, entró por la del patio.

–¿Ha llegado el señor? –preguntó al jardinero.

–No, señor. La señora, sí, está en casa. ¡Pero entre por la puerta principal! Allí hay criados y podrán

abrirle –repuso el hombre.

–No, pasaré por el jardín.

Y, seguro ya de que Ana estaba sola, y deseando sorprenderla, ya que no le había anunciado su visita para hoy y no debía esperar verle antes de las carreras, se dirigió, suspendiendo el sable y pisando con precaución la arena del sendero bordeado de flores, a la terraza que daba al jardín.

Había olvidado cuanto pensara por el camino sobre las dificultades y disgustos de su situación. Sólo sabía que iba a verla y no imaginariamente, sino viva, tal como era.

Ya subía, pisando siempre con cautela, para no hacer ruido, los lisos peldaños de la escalinata, cuando de pronto recordó lo que olvidaba siempre, lo que más penosas hacía sus relaciones con ella: el hijo de Ana, siempre con su mirada interrogativa que tan desagradable le resultaba.

El niño perturbaba sus citas más que nadie. Cuando estaba con ellos, ni Ana ni Vronsky osaban decir nada que no pudiera repetirse ante terceros, ni empleaban alusiones que el niño no pudiera entenden

No lo habían convenido así: la cosa surgió por sí misma.

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