Liev N. Tolstói - Anna Karénina

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En «Ana Karenina», novela publicada en 1877, León Tolstoi desmenuza las frivolidades y las enfermizas pasiones del zarismo en contraposición al personaje femenino que da título a la novela.
Sobre la decadencia del imperio, que Tolstoi ya intuye irreversible, Ana, ya sea en las sombras de su gabinete o en la infinitud de los campos, se recorta como un fulgor constante. De este modo, el realismo se rodea de la evanescencia de un sueño que el amanecer, aunque lejano, ya comienza a desgarrar.
En esta gran novela se narra el desarrollo de dos amores que se desenvuelven en paralelo. Ana Karenina, mujer de la alta sociedad enamorada del joven oficial Vronski, abandona a su esposo y a su hijo para seguir a su amante. El romance clandestino tiene un final trágico.
A la vez que se nos hace la crónica de estos amores desgraciados, la novela nos ofrece, en contrapunto, la apacible historia de amor de la hermana de Ana que se casa con un noble terrateniente para vivir dichosos en el campo.
En «Ana Karenina», la fuerza y la riqueza de las descripciones, la pintura inimitable de los caracteres, la penetración psicológica, y más que nada la alta lección moral que se desprende de ella, forman un conjunto de tanta belleza y grandiosidad, que con razón se ha dicho que es una de las novelas más grandes y una de las obras más acabadas que nos ha dejado el genio del hombre.

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Levin sonrió despreciativamente.

«Conozco el modo de tratar asuntos que tienen los habitantes de la ciudad. Vienen al pueblo dos veces en diez años, recuerdan dos o tres expresiones populares y las dicen luego sin ton ni son, imaginando que ya han hallado el secreto de todo. ¡«Maderable» ! ¡«Levantar treinta sajeñs»! Pronuncia palabras que no entiende», pensó Levin.

–Yo no trato de ir a enseñarte lo que tienes que hacer en tu despacho, y en caso necesario voy a consultarte ––dijo en alta voz–. En cambio, tú estás convencido de que entiendes algo de bosques. ¡Y entender de eso es muy difícil! ¿Has contado los árboles?

–¡Contar los árboles! ––contestó riendo Esteban Arkadievich, que deseaba que su amigo perdiese su triste disposición de ánimo–. «¡Oh! Contar granos de arena y rayos de estrellas, ¿qué genio lo podría hacer?» ––declamó sonriente.

–Cierto; pero el genio de Riabinin es muy capaz de eso. Y ningún comprador compraría sin contar, excepto en el caso concreto de que le regalaran un bosque, como ahora. Yo conozco bien tu bosque. Todos los años voy a cazar allí. Tu bosque vale quinientos rublos por deciatina al contado y Riabinin te paga doscientos a plazos. Eso significa que le has regalado treinta mil rublos.

–Veo que quieres exagerar ––contestó Esteban Arkadievich–. ¿Cómo es que nadie me los daba?

–Porque Riabinin se ha puesto de acuerdo con los demás posibles compradores, pagándoles para que se retiren de la competencia. No son compradores, sino revendedores. Riabinin no realiza negocios para ganar el quince o veinte por ciento, sino que compra un rublo por veinte copecks.

–Vamos, vamos; estás de mal humor y…

–No lo creas –dijo Levin con gravedad.

Llegaban ya a casa.

Junto a la escalera se veía un charabán tapizado de piel y con armadura de hierro y uncido a él un caballo robusto, sujeto con sólidas correas. En el carruaje estaba el encargado de Riabinin, que servía a la vez de cochero. Era un hombre sanguíneo, rojo de cara, y llevaba un cinturón muy ceñido.

Riabinin estaba ya en casa; y los dos amigos le hallaron en el recibidor. Era alto, delgado, de mediana edad, con bigote y con la prominente barbilla afeitada con esmero. Tenía los ojos saltones y turbios. Vestía una larga levita azul, con botones muy bajos en los faldones, y calzaba botas altas, arrugadas en los tobillos y rectas en las piernas, protegidas por grandes chanclos.

Con gesto enérgico se secó el rostro y se arregló is levita, aunque no lo necesitaba. Luego saludó sonriendo a los recién llegados, tendiendo una mano a Esteban Arkadievich como si desease atraparle al vuelo.

–¿Conque ya ha llegado usted? –dijo Esteban Arkadievich–. ¡Muy bien!

–Aunque el camino es muy malo, no osé desobedecer las órdenes de Vuestra Señoría. Tuve que apresurarme mucho, pero llegué a la hora. Tengo el gusto de saludarle, Constantino Dmitrievich.

Y se dirigió a Levin, tratando también de estrechar su mano. Pero Levin, con las cejas fruncidas, fingió no ver su gesto y comenzó a sacar las chochas del morral.

–¿Cómo se llama ese pájaro? –preguntó Riabinin, mirando las chochas con desprecio–. Debe de tener cierto regusto de…

Y movió la cabeza en un gesto de desaprobación, como pensando que las ganancias de la caza no debían de cubrir los gastos.

–¿Quieres pasar a mi despacho? –preguntó Levin a Oblonsky en francés, arrugando aún más el entrecejo–. Sí; pasad al despacho y allí podréis hablar más cómodamente y sin testigos.

–Bien, como usted quiera –dijo Riabinin.

Hablaba con desdeñosa suficiencia, como deseando hacer comprender que, si hay quien halla dificultades sobre la manera en hay que terminar un negocio, él no las conocía nunca.

Al entrar en el despacho, Riabinin miró buscando la santa imagen que se acostumbra colgar en las habitaciones, pero, al no verla, no se persignó. Después miró las estanterías y armarios de libros con la expresión de duda que tuviera ante las chochas, sonrió con desprecio y movió la cabeza, seguro ahora de que aquellos gastos no se cubrían con las ganancias.

–¿Qué?, ¿ha traído el dinero? –preguntó Oblonsky–. Siéntese…

–Sobre el dinero no habrá dificultad. Venía a verle, a hablarle…

–¿Hablar de qué? Siéntese, hombre.

–Bueno; nos sentaremos –dijo Riabinin, haciéndolo y apoyándose en el respaldo de la butaca del modo que le resultaba más molesto–. Es preciso que rebaje el precio, Príncipe. No se puede dar tanto. Yo traigo el dinero preparado, hasta el último copeck. Respecto al dinero no habrá dificultades…

Levin, después de haber puesto la escopeta en el armario, se disponía a salir de la habitación, pero al oír las palabras del comprador, se detuvo.

–Sin eso se lleva ya usted el bosque regalado. Mi amigo me ha hablado demasiado tarde, si no habría fijado el precio yo –dijo Levin.

Riabinin se levantó y, sonriendo en silencio, miró a Levin de pies a cabeza.

–Constantino Dmitrievich es muy avaro –dijo, dirigiéndose a Oblonsky y sin dejar de sonreír–. En definitiva, no se le puede comprar nada. Yo le hubiese adquirido el trigo pagándoselo a buen precio, pero…

–¿Querría acaso que se lo regalara? –repuso Levin–. No me lo encontré en la tierra ni lo robé.

–¡No diga usted eso! En nuestros tiempos es decididamente imposible robar. Hoy, al fin y al cabo, todo se hace a través del juzgado y de los notarios; todo honesta y lealmente… ¿Cómo sería posible robar?

Nuestros tratos han sido llevados con honorabilidad. El señor pide demasiado por el bosque, y no podría cubrir los gastos. Por eso le pido que me rebaje algo.

–¿Pero el trato está cerrado o no? Si lo está, sobra todo regateo. Si no lo está, compro yo el bosque –dijo Levin.

La sonrisa desapareció de súbito del rostro de Riabinin y se sustituyó por una expresión dura, de ave de rapiña, de buitre… Con dedos ágiles y decididos, desabrochó su levita, mostrando debajo una amplia camisa, desabrochó los botones de cobre de su chaleco, separó la cadena del reloj y sacó rápidamente una vieja y abultada cartera.

–El bosque es mío, con perdón –dijo, santiguándose a toda prisa, y adelantando la mano–. Tome el dinero, el bosque es mío. Riabinin hace así sus negocios, no se entretiene en menudencias.

–En tu lugar yo no me apresuraría a cogerle el dinero ––dijo Levin.

–¿Qué quieres que haga? –repuso Oblonsky con extrañeza–. He dado mi palabra.

Levin salió de la habitación dando un portazo. Riabinin movió la cabeza y miró hacia la puerta sonriente.

–¡Cosas de jóvenes, niñerías! Si lo compro, crea en mi lealtad, lo hago sólo porque se diga que fue Riabinin quien compró el bosque y no otro. ¡Dios sabe cómo me resultará! Puede usted creerme. Y ahora haga el favor: fírmeme usted el contrato.

Una hora después, Riabinin, abrochando su gabán cuidadosamente y cerrando todos los botones de su levita, en cuyo bolsillo llevaba el contrato de venta, se sentaba en el pescante del charabán para volver a su casa.

–¡Oh, lo que son estos señores! –dijo a su encargado–. Siempre los mismos.

–Claro –repuso el empleado entregándole las riendas y ajustando la delantera de cuero del vehículo–. ¿Puedo felicitarle por la compra, Mijail Ignatich?

–¡Arte, arte! –gritó el comprador animando a los caballos.

Capítulo 17

Esteban Arkadievich subió al piso alto con el bolsillo henchido del papel moneda que el comerciante le había pagado con tres meses de anticipación.

El asunto del bosque estaba terminado, la caza había sido abundante y Esteban Arkadievich, hallándose muy optimista, deseaba disipar el mal humor de Levin. Quería terminar el día como lo había empezado, y cenar tan agradablemente como había comido.

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