–¿Y qué me dices de la del Evangelio?
–¡Calla, calla! Nunca habría Cristo pronunciado aquellas palabras si llega a saber el mal uso que había de hacerse de ellas. De todo el Evangelio, nadie recuerda más que esas palabras. De todos modos, no digo lo que pienso, sino lo que siento. Aborrezco a las mujeres perdidas. A ti te repugnan las arañas; a mí, esta especie de mujeres. Seguramente no has estudiado la vida de las arañas, ¿verdad? Pues yo tampoco la de…
–Hablar así es muy fácil. Eres como aquel personaje de Dickens que con la mano izquierda tira detrás del hombro derecho los asuntos difíciles de resolver. Pero negar un hecho no es contestar una pregunta. Dime, ¿qué debo hacer en este caso? Tu mujer ha envejecido y tú te sientes pletórico de vida. Casi sin darte cuenta, te encuentras con que no puedes amar a tu esposa con verdadero amor, por más respeto que te inspire. ¡Si entonces aparece el amor ante ti, estás perdido! ¡Estás perdido! –repitió Esteban Arkadievich con desesperación y tristeza.
Levin sonrió.
–¡Sí, estás perdido! –repitió Oblonsky–. Y entonces, ¿qué hacer?
–No robar el pan tierno.
Esteban Arkadievich se puso a reír.
–¡Oh, moralista! Pero el caso es éste: hay dos mujeres. Una de ellas no se apoya más que en sus derechos, en nombre de los cuales te exige un amor que no le puedes conceder. La otra te lo sacrifica todo y no te pide nada a cambio. ¿Qué hacer, cómo proceder? ¡Es un drama terrible!
–Mi opinión sincera es que no hay tal drama. Porque, a lo que se me alcanza, ese amor… esos dos amores… que, como recordarás, Platón define en su Simposion, constituyen la piedra de toque de los hombres. Unos comprenden el uno, otros el otro. Y los que profesan el amor no platónico no tienen por qué hablar de dramas. Es un amor que no deja lugar a lo dramático. Todo el drama consiste en unas palabras: «Gracias por las satisfacciones que me has proporcionado, y adiós». En el amor platónico no puede haber tampoco drama, porque en él todo es puro y claro, y porque…
Levin recordó en aquel momento sus propios pecados y las luchas internas que soportara, y añadió inesperadamente:
–Al fin y al cabo, tal vez tengas razón… Bien puede ser. Pero no sé, decididamente no sé…
–Mira –dijo Esteban Arkadievich–: tu gran defecto y tu gran cualidad es que eres un hombre entero.
Como es éste tu carácter, quisieras que el mundo estuviera compuesto de fenómenos enteros, y en realidad no es así. Tú, por ejemplo, desprecias la actividad social y el trabajo oficial porque quisieras que todo esfuerzo estuviera en relación con su fin, y eso no sucede en la vida. Desearías que la tarea de un hombre tuviera una finalidad, que el amor y la vida matrimonial fueran una misma cosa, y tampoco ocurre así. Toda la diversidad, la hermosura, el encanto de la vida, se componen de luces y sombras.
Levin suspiró, pero nada dijo. Pensaba en sus asuntos y no escuchaba a Oblonsky.
Y de pronto los dos comprendieron que, aunque eran amigos, aunque habían comido y bebido juntos –lo que debía haberlos aproximado más–, cada uno pensaba en sus cosas exclusivamente y no se preocupaba para nada del otro. Oblonsky había experimentado más de una vez esa impresión de alejamiento después de una comida destinada a aumentar la cordialidad y sabía lo que hay que hacer en tales ocasiones.
–¡La cuenta! –gritó, saliendo a la sala inmediata.
Encontró allí a un edecán de regimiento y entabló con él una charla sobre cierta artista y su protector.
Halló así alivio y descanso de su conversación con Levin, el cual le arrastraba siempre a una tensión espiritual y cerebral excesivas.
Cuando el tártaro apareció con la cuenta de veintiséis rublos y algunos copecks, más un suplemento por vodkas, Levin –que en otro momento, como hombre del campo, se habría horrorizado de aquella enormidad, de la que le correspondía pagar catorce rublos–, no prestó al hecho atención alguna.
Pagó, pues, aquella cantidad y se dirigió a su casa para cambiar de traje a ir a la de los Scherbazky, donde había de decidirse su destino.
La princesita Kitty Scherbazky tenía dieciocho años. Aquella era la primera temporada en que la habían presentado en sociedad, donde obtenía más éxitos que los que lograran sus hermanas mayores y hasta más de los que su misma madre osara esperar.
No sólo todos los jóvenes que frecuentaban los bailes aristocráticos de Moscú estaban enamorados de Kitty, sino que en aquel invierno surgieron dos proposiciones serias: la de Levin y, en seguida después de su partida, la del conde Vronsky.
La aparición de Levin a principios de la temporada, sus frecuentes visitas y sus evidentes muestras de amor hacia Kitty motivaron las primeras conversaciones formales entre sus padres a propósito del porvenir de la joven, y hasta dieron lugar a discusiones.
El Príncipe era partidario de Levin y decía que no deseaba nada mejor para Kitty. Pero, con la característica costumbre de las mujeres de desviar las cuestiones, la Princesa respondía que Kitty era demasiado joven, que nada probaba que Levin llevara intenciones serias, que Kitty no sentía inclinación hacia Levin y otros argumentos análogos. Se callaba lo principal: que esperaba un partido mejor para su hija, que Levin no le era simpático y que no comprendía su modo de ser.
Así, cuando Levin se marchó inesperadamente, la Princesa se alegró y dijo, con aire de triunfo, a su marido:
–¿Ves como yo tenía razón?
Cuando Vronsky hizo su aparición, se alegró más aún, y se afirmo en su opinión de que Kitty debía hacer, no ya un matrimonio bueno, sino brillante.
Para la madre, no existía punto de comparación entre Levin y Vronsky. No le agradaba Levin por sus opiniones violentas y raras, por su torpeza para desenvolverse en sociedad, motivada, a juicio de ella, por el orgullo. Le disgustaba la vida salvaje, según ella, que el joven llevaba en el pueblo, donde no trataba más que con animales y campesinos.
La contrariaba, sobre todo, que, enamorado de su hija, hubiese estado un mes y medio frecuentando la casa, con el aspecto de un hombre que vacilara, observara y se preguntara si, declarándose, el honor que les haría no sería demasiado grande. ¿No comprendía, acaso, que, puesto que visitaba a una familia donde había una joven casadera, era preciso aclarar las cosas? Y, luego, aquella marcha repentina, sin explicaciones… «Menos mal ––comentaba la madre– que es muy poco atractivo y Kitty –¡claro!– no se enamoró de él.»
Vronsky, en cambio, poseía cuanto pudiera desear la Princesa: era muy rico, inteligente, noble, con la posibilidad de hacer una brillante carrera militar y cortesana. Y además era un hombre delicioso. No, no podía desear nada mejor.
Vronsky, en los bailes, hacía la corte francamente a Kitty, danzaba con ella, visitaba la casa… No era posible, pues, dudar de la formalidad de sus intenciones. No obstante, la Princesa pasó todo el invierno llena de anhelo y zozobra.
Ella misma se había casado, treinta años atrás, gracias a una boda arreglada por una tía suya. El novio, de quien todo se sabía de antemano, llegó, conoció a la novia y le conocieron a él; la tía casamentera informó a ambas partes del efecto que se habían producido mutuamente, y como era favorable, a pocos días y en una fecha señalada, se formuló y aceptó la petición de mano.
Todo fue muy sencillo y sin complicaciones, o así al menos le pareció a la Princesa.
Pero, al casar a sus hijas, vio por experiencia que la cosa no era tan sencilla ni fácil. Fueron muchas las caras que se vieron, los pensamientos que se tuvieron, los dineros que se gastaron y las discusiones que mantuvo con su marido antes de casar a Daria y a Natalia.
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