Liev N. Tolstói - Anna Karénina

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En «Ana Karenina», novela publicada en 1877, León Tolstoi desmenuza las frivolidades y las enfermizas pasiones del zarismo en contraposición al personaje femenino que da título a la novela.
Sobre la decadencia del imperio, que Tolstoi ya intuye irreversible, Ana, ya sea en las sombras de su gabinete o en la infinitud de los campos, se recorta como un fulgor constante. De este modo, el realismo se rodea de la evanescencia de un sueño que el amanecer, aunque lejano, ya comienza a desgarrar.
En esta gran novela se narra el desarrollo de dos amores que se desenvuelven en paralelo. Ana Karenina, mujer de la alta sociedad enamorada del joven oficial Vronski, abandona a su esposo y a su hijo para seguir a su amante. El romance clandestino tiene un final trágico.
A la vez que se nos hace la crónica de estos amores desgraciados, la novela nos ofrece, en contrapunto, la apacible historia de amor de la hermana de Ana que se casa con un noble terrateniente para vivir dichosos en el campo.
En «Ana Karenina», la fuerza y la riqueza de las descripciones, la pintura inimitable de los caracteres, la penetración psicológica, y más que nada la alta lección moral que se desprende de ella, forman un conjunto de tanta belleza y grandiosidad, que con razón se ha dicho que es una de las novelas más grandes y una de las obras más acabadas que nos ha dejado el genio del hombre.

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–No creo que para ella haya nada terrible en esto. Toda muchacha se enorgullece cuando piden su mano.

–Todas sí; pero ella no es como todas.

Esteban Arkadievich sonrió. Conocía los sentimientos de su amigo y sabía que para él todas las jóvenes del mundo estaban divididas en dos clases: una compuesta por la generalidad de las mujeres, sujetas a todas las flaquezas, y otra compuesta sólo por «ella» , que no tenía defecto alguno y estaba muy por encima del género humano.

–¿Qué haces? ¡Toma un poco de salsa! –dijo, deteniendo la mano de Levin, que separaba la fuente.

Levin, obediente, se sirvió salsa; pero impedía, con sus preguntas, que Esteban Arkadievich comiera tranquilo.

–Espera, espera –dijo–. Comprende que esto para mí es cuestión de vida o muerte. A nadie he hablado de ello. Con nadie puedo hablar, excepto contigo. Aunque seamos diferentes en todo, sé que me aprecias y yo te aprecio mucho también. Pero, ¡por Dios!, sé sincero conmigo.

–Yo te digo lo que pienso –respondió Oblonsky con una sonrisa–. Te diré más aún: mi esposa, que es una mujer extraordinaria… Suspiró, recordando el estado de sus relaciones con ella y, tras un breve silencio, continuó:–Tiene el don de prever los sucesos. Adivina el carácter de la gente y profetiza los acontecimientos… sobre todo si se trata de matrimonios… Por ejemplo: predijo que la Schajovskaya se casaría con Brenteln.

Nadie quería creerlo. Pero resultó. Pues bien: está de tu parte.

–¿Es decir, que… ?

–Que no sólo simpatiza contigo, sino que asegura que Kitty será indudablemente tu esposa.

Al oír aquellas palabras, el rostro de Levin se iluminó con una de esas sonrisas tras de las que parecen próximas a brotar lágrimas de ternura.

–¡Conque dice eso! –exclamó–. Siempre he opinado que tu esposa era una mujer admirable. Bien; basta.

No hablemos más de eso –añadió, levantándose.

–Bueno, pero siéntate.

Levin no podía sentarse. Dio un par de vueltas con sus firmes pasos por la pequeña habitación, pestañeando con fuerza para dominar sus lágrimas, y sólo entonces volvió a instalarse en su silla.

–Comprende –dijo– que esto no es un amor vulgar. Yo he estado enamorado, pero no como ahora. No es ya un sentimiento, sino una fuerza superior a mí que me lleva a Kitty. Me fui de Moscú porque pensé que eso no podría ser, como no puede ser que exista felicidad en la tierra. Luego he luchado conmigo mismo y he comprendido que sin ella la vida me será imposible. Es preciso que tome una decisión.

–¿Por qué te fuiste?

–¡Ah, espera, espera! ¡Se me ocurren tantas cosas para preguntarte! No sabes el efecto que me han causado tus palabras. La felicidad me ha convertido casi en un ser indigno. Hoy me he enterado de que mi hermano Nicolás está aquí, ¡y hasta de él me había olvidado, como si creyera que también él era feliz! ¡Es una especie de locura! Pero hay una cosa terrible. A ti puedo decírtela, eres casado y conoces estos sentimientos… Lo terrible es que nosotros, hombres ya viejos y con un pasado… y no un pasado de amor, sino de pecado… nos acercamos a un ser puro, a un ser inocente. ¡No me digas que no es repugnante! Por eso uno no puede dejar de sentirse indigno.

–Y no obstante a ti de pocos pecados puede culpársete.

–Y sin embargo, cuando considero mi vida, siento asco, me estremezco y me maldigo y me quejo amargamente… Sí.

–Pero ¡qué quieres! El mundo es así –dijo Esteban Arkadievich.

–Sólo un consuelo nos queda, y es el de aquella oración tan bella de que siempre me acuerdo: «Perdónanos, Señor, no según nuestros merecimientos, sino según tu misericordia». Sólo así me puede perdonan.

Capítulo 11

Levin bebió el vino de su copa. Ambos callaron.

–Tengo algo más que decirte –indicó, al fin, Esteban Arkadievich–. ¿Conoces a Vronsky?

–No. ¿Por qué?

–Trae otra botella ––dijo Oblonsky al tártaro, que acudía siempre para llenar las copas en el momento en que más podía estorbar. Y añadió:

–Porque es uno de tus rivales.

–¿Quien es ese Vronsky? –preguntó Levin.

Y el entusiasmo infantil que inundaba su rostro cedió el lugar a una expresión aviesa y desagradable.

–Es hijo del conde Cirilo Ivanovich Vronsky y uno de los más bellos representantes de la juventud dorada de San Petersburgo. Le conocí en Tver cuando serví allí. Él iba a la oficina para asuntos de reclutamiento. Es apuesto, inmensamente rico, tiene muy buenas relaciones y es edecán de Estado Mayor y, además, se trata de un muchacho muy bueno y muy simpático. Luego le he tratado aquí y resulta que es hasta inteligente e instruido. ¡Un joven que promete mucho!

Levin, frunciendo las cejas, guardó silencio.

–Llegó poco después de irte tú y se ve que está enamorado de Kitty hasta la locura. Y, ¿comprendes?, la madre…

–Perdona, pero no comprendo nada ––dijo Levin, malhumorado.

Y, acordándose de su hermano, pensó en lo mal que estaba portándose con él.

–Calma, hombre, calma ––dijo Esteban Arkadievich, sonriendo y dándole un golpecito en la mano–. Te he dicho lo que sé. Pero creo que en un caso tan delicado como éste, la ventaja está a tu favor.

Levin, muy pálido, se recostó en la silla.

–Yo te aconsejaría terminar el asunto lo antes posible –dijo Oblonsky, llenando la copa de Levin.

––Gracias; no puedo beber más –repuso Levin, separando su copa–. Me emborracharía. Bueno, ¿y cómo van tus cosas?–– continuó, tratando de cambiar de conversación.

–Espera; otra palabra –insistió Esteban Arkadievich–. Arregla el asunto lo antes posible; pero no hoy. Vete mañana por la mañana, haz una petición de mano en toda regla y que Dios te ayude.

–Recuerdo que querías siempre cazar en mis tierras –––dijo Levin–. ¿Por qué no vienes esta primavera?

Ahora lamentaba profundamente haber iniciado aquella conversación con Oblonsky, pues se sentía igualmente herido en sus más íntimos sentimientos por lo que acababa de saber sobre las pretensiones rivales de un oficial de San Petersburgo, como por los consejos y suposiciones de Esteban Arkadievich.

Oblonsky, comprendiendo lo que pasaba en el alma de Levin, sonrió.

–Iré, iré… –dijo–. Pues sí, hombre: las mujeres son el eje alrededor del cual gira todo. Mis cosas van mal, muy mal. Y también por culpa de ellas. Vamos: dame un consejo de amigo –añadió, sacando un cigarro y sosteniendo la copa con una mano.

–¿De qué se trata?

–De lo siguiente: supongamos que estás casado, que amas a tu mujer y que te seduce otra…

–Dispensa, pero me es imposible comprender eso. Sería como si, después de comer aquí a gusto, pasáramos ante una panadería y robásemos un pan.

Los ojos de Esteban Arkadievich brillaban más que nunca.

–¿Por qué no? Hay veces en que el pan huele tan bien que no puede uno contenerse:

Himmlisch ist's, wenn itch bezwungen

Meine irdische Begier;

Aber doch wenn's nicht gelungen

Hatt' ich auch recht hübsch Plaisir!.

Y, después de recitar estos versos, Esteban Arkadievich sonrió maliciosamente. Levin no pudo reprimir a su vez una sonrisa.

–Hablo en serio –siguió diciendo Oblonsky–. Comprende: se trata de una mujer, de un ser débil enamorado, de una pobre mujer sola en el mundo y sin medios de vida que me lo ha sacrificado todo. ¿Cómo voy a dejarla? Suponiendo que nos separemos por consideración a mi familia, ¿cómo no voy a tener compasión de ella, cómo no ayudarla, cómo no suavizar el mal que le he causado?

–Dispensa. Ya sabes que para mí las mujeres se dividen en dos clases… Es decir.. no… Bueno, hay mujeres y hay… En fin: nunca he visto esos hermosos y débiles seres caídos, ni los veré nunca; pero de los que son como esa francesa pintada de ahí fuera, con sus postizos, huyo como de la peste. ¡Y todas las mujeres caídas, para mí, son como ésa!

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