Benito Pérez Galdós - Fortunata y Jacinta

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"Las noticias más remotas que tengo de la persona que lleva este nombre me las ha dado Jacinto María Villalonga, y alcanzan al tiempo en que este amigo mío y el otro y el de más allá, Zalamero, Joaquinito Pez, Alejandro Miquis, iban a las aulas de la Universidad. No cursaban todos el mismo año, y aunque se reunían en la cátedra de Camús, separábanse en la de Derecho Romano: el chico de Santa Cruz era discípulo de Novar, y Villalonga de Coronado."
"Fortunata y Jacinta" de Benito Pérez Galdós es una de las más populares y representativas del realismo literario español y de la novela española del siglo XIX.

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-¿De quién es ese pelo? -preguntó Jacinta vivamente, y la curiosidad le alivió por un instante el miedo.

-De la hija de mi mujer -replicó Platón con gravedad, echando una mirada de desdén al cuadro de las trenzas.

-Yo creí que eran de... -balbució la dama sin atreverse a acabar la frase-. Y la joven a quien pertenecía ese pelo, ¿dónde está?

-En el cementerio -gruñó Izquierdo con acento más propio de bestia que de hombre.

Jacinta examinó al Pituso chico y... cosa rara, volvió a advertir parecido con el gran Pituso . Le miró más, y mientras más le miraba más semejanza. ¡Santo Dios! Llamole, y el señor Izquierdo dijo al niño con cierta aspereza atenuada que en él podía pasar por dulzura:

-Anda, piojín, y da un beso a esta señora.

El nene, en pie, se resistía a dar un paso hacia adelante. Estaba como asustado y clavaba en la señora las estrellas de sus ojos. Jacinta había visto ojos lindos, pero como aquellos no los había visto nunca. Eran como los del Niño Dios pintado por Murillo.

-Ven, ven -le dijo llamándole con ese movimiento de las dos manos que había aprendido de las madres.

Y él tan serio, con las mejillas encendidas por la vergüenza infantil, que tan fácilmente se resuelve en descaro.

-A cuenta que no es corto de genio; pero se espanta de las personas finas -dijo Izquierdo empujándole hasta que Jacinta pudo cogerle.

-Si es todo un caballero formal -declaró la señorita dándole un beso en su cara sucia que aún olía a la endiablada pintura-. ¿Cómo estás hoy tan serio y ayer te reías tanto y me enseñabas tu lengüecita?

Estas palabras rompieron el sello a la seriedad de Juanín, porque lo mismo fue oírlas que desplegar su boca en una sonrisa angelical. Riose también Jacinta; pero su corazón sintió como un repentino golpe, y se le nublaron los ojos. Con la risa del gracioso chiquillo resurgía de un modo extraordinario el parecido que la dama creía encontrar en él. Figurose que la raza de Santa Cruz le salía a la cara como poco antes le había salido el carmín del rubor infantil. «Es, es...», pensó con profunda convicción, comiéndose a miradas la cara del rapazuelo. Vela en ella las facciones que amaba; pero allí había además otras desconocidas. Entrole entonces una de aquellas rabietinas que de tarde en tarde turbaban la placidez de su alma, y sus ojos, iluminados por aquel rencorcillo, querían interpretar en el rostro inocente del niño las aborrecidas y culpables bellezas de la madre. Habló, y su metal de voz había cambiado completamente. Sonaba de un modo semejante a los bajos de la guitarra:

-Señor Izquierdo, ¿tiene usted ahí por casualidad el retrato de su sobrina?

Si Izquierdo hubiera respondido que sí, ¡cómo se habría lanzado Jacinta sobre él! Pero no había tal retrato, y más valía así. Durante un rato estuvo la dama silenciosa, sintiendo que se le hacía en la garganta el nudo aquel, síntoma infalible de las grandes penas. En tanto, el Pituso adelantaba rápidamente en el camino de la confianza. Empezó por tocar con los dedos tímidamente una pulsera de monedas antiguas que Jacinta llevaba, y viendo que no le reñían por este desacato, sino que la señora aquella tan guapa le apretaba contra sí, se decidió a examinar el imperdible, los flecos del mantón y principalmente el manguito, aquella cosa de pelos suaves con un agujero, donde se metía la mano y estaba tan calentito.

Jacinta le sentó sobre sus rodillas y trató de ahogar su desconsuelo, estimulando en su alma la piedad y el cariño que el desvalido niño le inspiraba. Un examen rápido sobre el vestido de él le reprodujo la pena. ¡Que el hijo de su marido estuviese con las carnecitas al aire, los pies casi desnudos...! Le pasó la mano por la cabeza rizosa, haciendo voto en su noble conciencia de querer al hijo de otra como si fuera suyo. El rapaz fijaba su atención de salvaje en los guantes de la señora. No tenía él ni idea remota de que existieran aquellas manos de mentira, dentro de las cuales estaban las manos verdaderas.

-¡Pobrecito! -exclamó con vivo dolor Jacinta, observando que el mísero traje del Pituso era todo agujeros. Tenía un hombro al aire, y una de las nalgas estaba también a la intemperie. ¡Con cuánto amor pasó la mano por aquellas finísimas carnes, de las cuales pensó que nunca habían conocido el calor de una mano materna, y que estaban tan heladas de noche como de día!

-Toca, toca -dijo a la criada-; muertecito de frío.

Y al Sr. Izquierdo:

-Pero ¿por qué tiene usted a este pobre niño tan desabrigado?

-Soy pobre, señora -refunfuñó Izquierdo con la sequedad de siempre-. No me quieren colocar... por decente...

Iba a seguir espetando el relato de sus cuitas políticas; pero Jacinta no le hizo caso. Juanín, cuya audacia crecía por momentos, atrevíase ya nada menos que a posarle la mano en la cara, con muchísimo respeto, eso sí.

-Te voy a traer unas botas muy bonitas -le dijo la que quería ser madre adoptiva, echándole las palabras con un beso en su oído sucio.

El muchacho levantó un pie. ¡Y qué pie! Más valía que ningún cristiano lo viera. Era una masa de informe esparto y de trapo asqueroso, llena de lodo y con un gran agujero, por el cual asomaba la fila de deditos rosados.

-¡Bendito Dios! -exclamó Rafaela rompiendo a reír-. ¿Pero Sr. Izquierdo, tan pobre es usted que no tiene para...?

-Solutamente...

-¡Te voy a poner más majo...!, verás. Te voy a poner un vestido muy precioso, tu sombrero, tus botas de charol.

Comprendiendo aquello, el muy tuno ¡abría cada ojo...! De todas las flaquezas humanas, la primera que apunta en el niño, anunciando el hombre, es la presunción. Juanín entendió que le iban a poner guapo y soltó una carcajada. Pero las ideas y las sensaciones cambian rápidamente en esta edad, y de improviso el Pituso dio una palmada y echó un gran suspiro. Es una manera especial que tienen los chicos de decir: «Esto me aburre; de buena gana me marcharía». Jacinta le retuvo a la fuerza.

-Vamos a ver, Sr. de Izquierdo -dijo la dama, planteando decididamente la cuestión-. Ya sé por su vecino de usted quién es la mamá de este niño. Está visto que usted no lo puede criar ni educar. Yo me lo llevo.

Izquierdo se preparó a la respuesta.

-Diré a la señora... yo... verídicamente, le tengo ley. Le quiero, si a mano viene, como hijo... Socórrale la señora, por ser de la casta que es; colóqueme a mí, y yo lo criaré.

-No, estos tratos no me convienen. Seremos amigos; pero con la condición de que me llevo este pobre ángel a mi casa. ¿Para qué le quiere usted? ¿Para que se críe en esos patios malsanos entre pilletes?... Yo le protegeré a usted, ¿qué quiere?, ¿un destino?, ¿una cantidad?

-Si la señora -insinuó Izquierdo torvamente, soltando las palabras después de rumiarlas mucho-, me logra una cosa...

-A ver qué cosa...

-La señora se aboca con Castelar... que me tiene tanta tirria... o con el Sr. de Pi.

-Déjeme usted a mí de pi y de pa ... Yo no le puedo dar a usted ningún destino.

-Pues si no me dan la ministración del Pardo, el hijo se queda aquí... ¡hostia! -declaró Izquierdo con la mayor aspereza, levantándose. Parecía responder con la exhibición de su gallarda estatura más que con las palabras.

-La administración del Pardo nada menos. Sí, para usted estaba. Hablaré a mi esposo, el cual reconocerá a Juanín y le reclamará por la justicia, puesto que su madre le ha abandonado.

Rafaela cuenta que al oír esto, se desconcertó un tanto Platón . Pero no se dio a partido, y cogiendo en brazos al niño le hizo caricias a su modo:

-¿Quién te quiere a ti, churumbé?... ¿A quién quieres tú, piojín mío?

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