Benito Pérez Galdós - Fortunata y Jacinta

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"Las noticias más remotas que tengo de la persona que lleva este nombre me las ha dado Jacinto María Villalonga, y alcanzan al tiempo en que este amigo mío y el otro y el de más allá, Zalamero, Joaquinito Pez, Alejandro Miquis, iban a las aulas de la Universidad. No cursaban todos el mismo año, y aunque se reunían en la cátedra de Camús, separábanse en la de Derecho Romano: el chico de Santa Cruz era discípulo de Novar, y Villalonga de Coronado."
"Fortunata y Jacinta" de Benito Pérez Galdós es una de las más populares y representativas del realismo literario español y de la novela española del siglo XIX.

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-Pero deme usted dos o tres días. Tengo que arreglar varios asuntos...

-¿Qué asuntos tienes tú, hijo? Música, música. Y en caso de que tengas alguno, créeme, vale más que lo dejes como está.

Dicho y hecho. Padres e hijo salieron para el Norte el día de San Pedro. Barbarita iba muy contenta, juzgándose ya vencedora, y se decía por el camino: «Ahora le voy a poner a mi pollo una calza para que no se me escape más». Instaláronse en su residencia de verano, que era como un palacio, y no hay palabras con qué ponderar lo contentos y saludables que todos estaban. El Delfín, que fue desmejoradillo, no tardó en reponerse, recobrando su buen color, su palabra jovial y la plenitud de sus carnes. La mamá se la tenía guardada. Esperaba ocasión propicia, y en cuanto esta llegó supo acometer la empresa aquella de la calza, como persona lista y conocedora de las mañas del ave que era preciso aprisionar. Dios la ayudaba sin duda, porque el pollo no parecía muy dispuesto a la resistencia.

-Pues sí -dijo ella, después de una conversación preparada con gracia-. Es preciso que te cases. Ya te tengo la mujer buscada. Eres un chiquillo, y a ti hay que dártelo todo hecho. ¡Qué será de ti el día en que yo te falte! Por eso quiero dejarte en buenas manos... No te rías, no; es la verdad, yo tengo que cuidar de todo, lo mismo de pegarte el botón que se te ha caído, que de elegirte la que ha de ser compañera de toda tu vida, la que te ha de mimar cuando yo me muera. ¿A ti te cabe en la cabeza que pueda yo proponerte nada que no te convenga?... No. Pues a callar, y pon tu porvenir en mis manos. No sé qué instinto tenemos las madres, algunas quiero decir. En ciertos casos no nos equivocamos; somos infalibles como el Papa.

La esposa que Barbarita proponía a su hijo era Jacinta, su prima, la tercera de las hijas de Gumersindo Arnaiz. ¡Y qué casualidad! Al día siguiente de la conferencia citada, llegaban a Plencia y se instalaban en una casita modesta, Gumersindo e Isabel Cordero con toda su caterva menuda. Candelaria no salía de Madrid, y Benigna había ido a Laredo.

Juan no dijo que sí ni que no. Limitose a responder por fórmula que lo pensaría; pero una voz de su alma le declaraba que aquella gran mujer y madre tenía tratos con el Espíritu Santo, y que su proyecto era un verdadero caso de infalibilidad.

- II -

Porque Jacinta era una chica de prendas excelentes, modestita, delicada, cariñosa y además muy bonita. Sus lindos ojos estaban ya declarando la sazón de su alma o el punto en que tocan a enamorarse y enamorar. Barbarita quería mucho a todas sus sobrinas; pero a Jacinta la adoraba; teníala casi siempre consigo y derramaba sobre ella mil atenciones y miramientos, sin que nadie, ni aun la propia madre de Jacinta, pudiera sospechar que la criaba para nuera. Toda la parentela suponía que los señores de Santa Cruz tenían puestas sus miras en alguna de las chicas de Casa-Muñoz, de Casa-Trujillo o de otra familia rica y titulada. Pero Barbarita no pensaba en tal cosa. Cuando reveló sus planes a D. Baldomero, este sintió regocijo, pues también a él se le había ocurrido lo mismo.

Ya dije que el Delfín prometió pensarlo; mas esto significaba sin duda la necesidad que todos sentimos de no aparecer sin voluntad propia en los casos graves; en otros términos, su amor propio, que le gobernaba más que la conciencia, le exigía, ya que no una elección libre, el simulacro de ella. Por eso Juanito no sólo lo decía, sino que parecía como que pensaba, yéndose a pasear solo por aquellos peñascales, y se engañaba a sí mismo diciéndose: «¡Qué pensativo estoy!». Porque estas cosas son muy serias, ¡vaya!, y hay que revolverlas mucho en el magín. Lo que hacía el muy farsante era saborear de antemano lo que se le aproximaba y ver de qué manera decía a su madre con el aire más grave y filosófico del mundo:

-Mamá, he meditado profundísimamente sobre este problema, pesando con escrúpulo las ventajas y los inconvenientes, y la verdad, aunque el caso tiene sus más y sus menos, aquí me tiene usted dispuesto a complacerla.

Todo esto era comedia, y querer echárselas de hombre reflexivo. Su madre había recobrado sobre él aquel ascendiente omnímodo que tuvo antes de las trapisondas que apuntadas quedan, y como el hijo pródigo a quien los reveses hacen ver cuánto le daña el obrar y pensar por cuenta propia, descansaba de sus funestas aventuras pensando y obrando con la cabeza y la voluntad de su madre.

Lo peor del caso era que nunca le había pasado por las mientes casarse con Jacinta, a quien siempre miró más como hermana que como prima. Siendo ambos de muy corta edad (ella tenía un año y meses menos que él) habían dormido juntos, y habían derramado lágrimas y acusádose mutuamente por haber secuestrado él las muñecas de ella, y haber ella arrojado a la lumbre, para que se derritieran, los soldaditos de él. Juan la hacía rabiar, descomponiéndole la casa de muñecas, ¡anda!, y Jacinta se vengaba arrojando en su barreño de agua los caballos de Juan para que se ahogaran... ¡anda! Por un rey mago, negro por más señas, hubo unos dramas que acabaron en leña por partida doble, es decir, que Barbarita azotaba alternadamente uno y otro par de nalgas como el que toca los timbales; y todo porque Jacinta le había cortado la cola al camello del rey negro; cola de cerda, no vayan a creer... «Envidiosa». «Acusón»... Ya tenían ambos la edad en que un misterioso respeto les prohibía darse besos, y se trataban con vivo cariño fraternal. Jacinta iba todos los martes y viernes a pasar el día entero en casa de Barbarita, y esta no tenía inconveniente en dejar solos largos ratos a su hijo y a su sobrina; porque si cada cual en sí tenía el desarrollo moral que era propio de sus veinte años, uno frente a otro continuaban en la edad del pavo , muy lejos de sospechar que su destino les aproximaría cuando menos lo pensasen.

El paso de esta situación fraternal a la de amantes no le parecía al joven Santa Cruz cosa fácil. Él, que tan atrevido era lejos del hogar paterno, sentíase acobardado delante de aquella flor criada en su propia casa, y tenía por imposible que las cunitas de ambos, reunidas, se convirtieran en tálamo. Mas para todo hay remedio menos para la muerte, y Juanito vio con asombro, a poco de intentar la metamorfosis, que las dificultades se desleían como la sal en el agua; que lo que a él le parecía montaña era como la palma de la mano, y que el tránsito de la fraternidad al enamoramiento se hacía como una seda . La primita, haciéndose también la sorprendida en los primeros momentos y aun la vergonzosa, dijo también que aquello debía pensarse. Hay motivos para creer que Barbarita se lo había hecho pensar ya. Sea lo que quiera, ello es que a los cuatro días de romperse el hielo ya no había que enseñarles nada de noviazgo. Creeríase que no habían hecho en su vida otra cosa más que estar picoteando todo el santo día. El país y el ambiente eran propicios a esta vida nueva. Rocas formidables, olas, playa con caracolitos, praderas verdes, setos, callejas llenas de arbustos, helechos y líquenes, veredas cuyo término no se sabía, caseríos rústicos que al caer de la tarde despedían de sus abollados techos humaredas azules, celajes grises, rayos de sol dorando la arena, velas de pescadores cruzando la inmensidad del mar, ya azul, ya verdoso, terso un día, otro aborregado, un vapor en el horizonte tiznando el cielo con su humo, un aguacero en la montaña y otros accidentes de aquel admirable fondo poético, favorecían a los amantes, dándoles a cada momento un ejemplo nuevo para aquella gran ley de la Naturaleza que estaban cumpliendo.

Jacinta era de estatura mediana, con más gracia que belleza, lo que se llama en lenguaje corriente una mujer mona . Su tez finísima y sus ojos que despedían alegría y sentimiento componían un rostro sumamente agradable. Y hablando, sus atractivos eran mayores que cuando estaba callada, a causa de la movilidad de su rostro y de la expresión variadísima que sabía poner en él. La estrechez relativa en que vivía la numerosa familia de Arnaiz, no le permitía variar sus galas; pero sabía triunfar del amaneramiento con el arte, y cualquier perifollo anunciaba en ella una mujer que, si lo quería, estaba llamada a ser elegantísima. Luego veremos. Por su talle delicado y su figura y cara porcelanescas, revelaba ser una de esas hermosuras a quienes la Naturaleza concede poco tiempo de esplendor, y que se ajan pronto, en cuanto les toca la primera pena de la vida o la maternidad.

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