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Ante todas cosas conviene pongamos los ojos en nosotros mismos, y después en los negocios que emprendemos, por quién y con quién los emprendemos. Y lo primero que cada uno ha de hacer es tantear su capacidad; porque muchos nos persuadimos a que tenemos fuerzas para llevar más carga de la que en efecto podemos. Hay unos que en confianza de su elocuencia se despeñan; otros gravan su hacienda más de lo que puede sufrir; otros con ocupación laboriosa oprimen su enfermizo cuerpo. A unos impide la vergüenza para el manejo de negocios civiles, que requieren osada frente, y en otros no es conveniente para palacio su terquedad: unos saben enfrenar la ira; y a otros cualquier indignación los enfurece, y algunos no saben poner límite a la graciosidad, ni abstenerse de peligrosas chocarrerías. A todos éstos más seguro será el ocio que la ocupación, siendo bien que la naturaleza impaciente y feroz evite las ocasiones nocivas a su libertad.
Débense después de esto pesar las cosas que emprendemos, cotejándolas con nuestras fuerzas: porque siempre es conveniente sean mayores las del que lleva que las de lo que ha de ser llevado, porque si éstas son mayores, será forzoso opriman al llevador. Demás de esto, hay otros negocios que no tienen tanto de grandes como de fecundos, porque encadenan consigo otros muchos; y estos de quien se originan varias y nuevas ocupaciones, son de los que debemos huir, sin entrar en parte donde no tengamos libre la salida. Sólo has de poner mano en aquellas cosas que esté en tu voluntad el hacer, o esperar que tengan fin, dejando las que se extienden a mayor latitud, sin poder terminarse cuando propusiste.
Has de hacer, finalmente, examen de los hombres, para ver si son dignos de que en ellos empleemos parte de nuestra vida, o si les alcanza algo de la pérdida de nuestro tiempo. Hay algunos que nos hacen cargo de las buenas obras que voluntariamente les hicimos. Atenodoro dijo que aun no iría al convite de aquel que no se juzgase deudor en tenerlo por su convidado. Persuádome que juzgarás que éste mucho menos iría a las casas de aquellos que quieren con dar su mesa recompensar las amistades de sus amigos, computando por dádivas los platos, y queriendo disculpar su destemplanza diciendo va encaminada a honor de los convidados: quita tú a éstos que no tengan testigos de sus convites y no tendrán gusto con el regalo secreto. También debes considerar si tu naturaleza es más apta al despacho de negocios, o a estudios retirados y a contemplación, y luego te has de encaminar a la parte donde te guía la fuerza de tu ingenio. Isócrates sacó del Tribunal a un consejero asiéndole por la mano, porque juzgó ser más apto para escribir historias y anales: que los ingenios forzados no responden bien; y si repugna la naturaleza, es bueno el trabajo.
Ninguna cosa hay que tanto deleite el ánimo como la dulce y fiel amistad, siendo gran bien estar dispuestos los pechos para que con seguridad se deposite cualquier secreto en aquel cuya conciencia temas menos que la tuya, cuya conservación mitigue tus cuidados, cuyo parecer aclare tus dudas, cuya alegría destierre tu tristeza y, finalmente, cuya presencia deleite tu vida. Hemos de elegir los amigos tales que, en cuanto fuere posible, estén desnudos de deseos: porque los vicios entran solapados y después se extienden a todo lo que hallan cercano, ofendiendo con el contacto; por lo cual conviene (como se hace en tiempos de pestilencia) que no nos sentemos junto a los cuerpos infectos y tocados de la enfermedad, porque, atraeremos a nosotros los peligros, y con sola la comunicación vendremos a enfermar. De tal manera debemos cuidar en elegir los talentos de los amigos, que sean sin tener la menor falta, porque suele ser origen de enfermedad mezclar lo sano con lo que no lo está. Pero en esto no es mi intento decirte que a tu amistad no atraigas otros más que al sabio: porque ¿dónde has de hallar a éste, a quien todos los siglos hemos buscado? Por bueno has de tener al que no es muy malo, pues apenas tuvieras comodidad de hacer mejor elección, aunque buscaras los buenos entre los Platones y Xenofontes y en aquella fértil cosecha de los discípulos de Sócrates, y aunque gozaras de la edad de Catón, que habiendo producido muchos hombres dignos de haber nacido en su vida, produjo otros muchos peores que en otro algún siglo, siendo maquinadores de grandes maldades; y siendo los unos y los otros necesarios para que fuese conocido Catón, convino hubiese buenos de quien fuese aprobado, y malos en quien se experimentase su valor. Pero en este tiempo, en que hay tanta falta de buenos, hágase elección menos fastidiosa, y en primer lugar no se elijan hombres tristes, que todo lo lloran, sin que haya cosa alguna que no les sirva de motivo para quejas; y aunque éstos tengan fe y amor, es contrario a la tranquilidad el compañero que anda siempre inquieto y el que se lamenta de todo.
Pasemos a la hacienda, ocasión grande de las ruinas humanas; porque si hacemos comparación de las demás cosas que nos congojan, como son la muerte, las enfermedades, los temores, los deseos y el padecer dolores y trabajos con los demás daños que nuestro dinero nos acarrea, hallarás que la hacienda es la que nos pone mayor gravamen; y así debemos ponderar cuán más ligero dolor es no tenerla, que el perderla después de tenida; y con esto conocemos que, al paso que la pobreza es menor materia de tormento, lo es de daño: porque te engañas si juzgas que los ricos sufren más animosamente las pérdidas. El dolor de las heridas es igual a los pigmeos y gigantes. Bien dijo con elegancia que el mismo dolor sentían los calvos que los guedejudos, cuando les arrancaban algún cabello. Esto mismo has de entender de los pobres y de los ricos que sienten un mismo tormento: porque estando los unos y los otros asidos al dinero, no puede arrancárseles sin dolor; pero como tengo dicho, más tolerable es el no adquirir que el perder: y así verás que viven más contentos aquellos en quien jamás puso los ojos la fortuna que los otros de quien los apartó. Bien conoció esta verdad Diógenes, varón de grande ánimo, y dispúsose a no poseer cosa que se le pudiese quitar. A esta que yo llamo tranquilidad, llámala tú pobreza, necesidad o miseria, y ponle otro cualquier ignominioso nombre, que cuando hallares alguno libre de pérfidas, juzgaré que Diógenes no fue dichoso, o yo me engaño, o sólo el reino de la pobreza no puede ser ofendido de los avarientos, de los engañadores, de los ladrones y robadores; y si alguno duda de la felicidad de Diógenes, podrá también dudar de la de los dioses inmortales, pareciéndole que no viven felices porque no tienen adornados jardines ni preciosas quintas cultivadas de ajenos caseros, y porque no tienen grandes juros en los erarios. Tú, que con las riquezas te desvaneces, ¿no te avergüenzas de ello? Vuelve los ojos al mundo, y verás que los dioses, que lo dan todo, están desnudos y sin poseer cosa alguna: ¿juzgarás tú por pobre, o por semejante a los dioses, al que se desnudó de todas las riquezas? ¿Tienes por más dichosos a Demetrio y Pompeyano, que no hubieron vergüenza de ser más ricos que Pompeyo, haciéndoseles cada día relación de los criados que tenían, como la que al emperador se hace de los soldados de su ejército, habiendo poco antes sido las riquezas de éstos, dos esclavos, que sustituyendo servían por ellos, y un aposento algo más acomodado? Huyósele a Diógenes un solo esclavo que tenía, llamado Manes, y habiendo sabido dónde estaba, no hizo diligencia en recobrarle, diciendo parecería cosa torpe que pudiendo Manes vivir sin Diógenes, no pudiese Diógenes vivir sin Manes. Paréceme que en esto dijo a la fortuna, hiciese lo que quisiese, que ya no tenía que ver con él: huyóseme mi esclavo o, por mejor decir, fuese libre, pídenme de comer y vestir mis criados, siendo forzoso dar sustento a los estómagos de tantos voraces animales, siéndolo asimismo el vestirlos, y el vivir cuidadoso de sus arrebatadoras manos, siendo inexcusable el servirnos de quien siempre vive con llantos y quejas. Más dichoso es aquel que a nadie debe cosa alguna, sino es a quien con facilidad puede negar la paga, que es a sí mismo. Pero ya que no nos hallamos con suficientes fuerzas, conviene por lo menos estrechar nuestros patrimonios para estar menos expuestos a las injurias de la fortuna. Los cuerpos pequeños, que con facilidad se pueden cubrir con las armas están más seguros que aquellos a quien su misma grandeza expone más descubiertos a las heridas: de la misma suerte es más seguro aquel estado que ni llega a la pobreza ni con demasía se aparta de ella.
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