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León Tolstoi: Anna Karénina

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León Tolstoi Anna Karénina

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"Todas las familias felices se parecen entre sí; pero cada familia desgraciada tiene un motivo especial para sentirse así. En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La esposa acababa de enterarse de que su marido mantenía relaciones con la institutriz francesa y se había apresurado a declararle que no podía seguir viviendo con él." La novela «Anna Karénina» de León Tolstói está considerada una de las obras cumbres del realismo. Para Tolstói, «Anna Karénina» fue su primera verdadera novela.

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Un funcionario enjuto, que descendía con una cartera bajo el brazo, miró con severidad las piernas de aquel hombre y dirigió a Oblonsky una inquisitiva mirada.

Esteban Arkadievich estaba en lo alto de la escalera. Su rostro, resplandeciente sobre el cuello bordado del uniforme, resplandeció más al reconocer al recién llegado.

–Es él, me lo figuraba. Es Levin –dijo con sonrisa amistosa y algo burlona–. ¿Cómo te dignas venir a visitarme en esta «covachuela» ? –dijo abrazando a su amigo, no contento con estrechar su mano–. ¿Hace mucho que llegaste?

–Ahora mismo. Tenía muchos deseos de verte –contestó Levin con timidez y mirando a la vez en torno suyo con inquietud y disgusto.

–Bien: vamos a mi gabinete –dijo Oblonsky, que conocía la timidez y el excesivo amor propio de su amigo.

Y, sujetando su brazo, le arrastró tras de sí, como si le abriera camino a través de graves peligros.

Esteban Arkadievich tuteaba a casi todos sus conocidos: ancianos de sesenta años y muchachos de veinte, artistas y ministros, comerciantes y generales. De modo que muchos de los que tuteaba se hallaban en extremos opuestos de la escala social y habrían quedado muy sorprendidos de saber que, a través de Oblonsky, tenían algo de común entre sí.

Se tuteaba con todos con cuantos bebía champaña una vez, y como lo bebía con todo el mundo, cuando en presencia de sus subordinados se encontraba con uno de aquellos «tús», como solía llamar en broma a tales amigos, de los que tuviera que avergonzarse, sabía eludir, gracias a su tacto natural, lo que aquello pudiese tener de despreciable para sus subordinados.

Levin no era un «tú» del que pudiera avergonzarse, pero Oblonsky comprendía que su amigo pensaba que él tendría tal vez recelos en demostrarle su intimidad en presencia de sus subalternos y por eso le arrastró a su despacho.

Levin era de la misma edad que Oblonsky. Su tuteo no se debía sólo a haber bebido champaña juntos, sino a haber sido amigos y compañeros en su primera juventud. No obstante la diferencia de sus inclinaciones y caracteres, se querían como suelen quererse dos amigos de la adolescencia. Pero, como pasa a menudo entre personas que eligen diversas profesiones, cada uno, aprobando y comprendiendo la elección del otro, la despreciaba en el fondo de su alma.

Le parecía a cada uno de los dos que la vida que él llevaba era la única real y la del amigo una ficción.

Por eso Oblonsky no había podido reprimir una sonrisa burlona al ver a Levin. Varias veces le había visto en Moscú, llegado del pueblo, donde se ocupaba en cosas que Esteban Arkadievich no alcanzaba nunca a comprender bien, y que, por otra parte, no le interesaban.

Levin llegaba siempre a Moscú precipitadamente, agitado, cohibido a irritado contra sí mismo por su torpeza y expresando generalmente puntos de vista desconcertantes a inesperados respecto a todo.

Esteban Arkadievich encontraba aquello muy divertido. Levin, en el fondo, despreciaba también la vida ciudadana de Oblonsky y su trabajo, que le parecían sin valor. La diferencia estribaba en que Oblonsky, haciendo lo que todos los demás, al reírse de su amigo, lo hacía seguro de sí y con buen humor, mientras que Levin carecía de serenidad y a veces se irritaba.

–Hace mucho que te esperaba ––dijo Oblonsky, entrando en el despacho y soltando el brazo de su amigo, como para indicar que habían concluido los riesgos–. Estoy muy contento de verte ––continuó––. ¿Cuándo has llegado?

Levin callaba, mirando a los dos desconocidos amigos de Esteban Arkadievich y fijándose, sobre todo, en la blanca mano del elegante Grinevich, una mano de afilados y blancos dedos y de largas uñas curvadas en su extremidad. Aquellas manos surgiendo de los puños de una camisa adornados de brillantes y enormes gemelos, atraían toda la atención de Levin, coartaban la libertad de sus pensamientos.

Oblonsky se dio cuenta y sonrió.

–Permitidme presentaros ––dijo–. Aquí, mis amigos Felipe Ivanovich Nikitin y Mijail Stanislavovich Grinevich. Y aquí –añadió volviéndose a Levin–: una personalidad de los estados provinciales, un miembro de los zemstvos, un gran deportista, que levanta con una sola mano cinco puds ; el rico ganadero, formidable cazador y amigo mío Constantino Dmitrievich Levin, hermano de Sergio Ivanovich Kosnichev.

–Mucho gusto en conocerle –dijo el anciano.

–Tengo el honor de conocer a su hermano Sergio Ivanovich –aseguró Grinevich, tendiéndole su fina mano de largas uñas.

Levin arrugó el entrecejo, le estrechó la mano con frialdad y se volvió hacia Oblonsky. Aunque apreciaba mucho a su hermano de madre, célebre escritor, le resultaba intolerable que no le consideraran a él como Constantino Levin, sino como hermano del ilustre Koznichev.

–Ya no pertenezco al zemstvo –dijo, dirigiéndose a Oblonsky–. Me peleé con todos. No asisto ya a sus reuniones.

–¡Caramba, qué pronto te has cansado! ¿Como ha sido eso? –preguntó su amigo, sonriendo.

–Es una historia larga. Otro día te la contaré –replicó Levin.

Pero a continuación comenzó a relatarla:

–En una palabra: tengo la certeza de que no se hace ni se podrá hacer nada de provecho con los zemstvos –profirió como si contestase a una injuria–. Por un lado, se juega al parlamento, y yo no soy ni bastante viejo ni bastante joven para divertirme jugando. Por otra parte –Levin hizo una pausa– … es una manera que ha hallado la coterie rural de sacar el jugo a las provincias. Antes había juicios y tutelas, y ahora zemstvos, no en forma de gratificaciones, sino de sueldos inmerecidos –concluyó con mucho calor, como si alguno de los presentes le hubiese rebatido las opiniones.

–Por lo que veo, atraviesas una fase nueva, y esta vez conservadora –dijo Oblonsky–. Pero ya hablaremos de eso después.

–Sí, después… Pero antes quería hablarte de cierto asunto… –repuso Levin mirando con aversión la mano de Grinevich.

Esteban Arkadievich sonrió levemente.

–¿No me decías que no te pondrías jamás vestidos europeos? –preguntó a Levin, mirando el traje que éste vestía, seguramente cortado por un sastre francés–. ¡Cuando digo que atraviesas una nueva fase!

Levin se sonrojo, pero no como los adultos, que se ponen encarnados casi sin darse cuenta, sino como los niños, que al ruborizarse comprenden lo ridículo de su timidez, lo que excita más aún su rubor, casi hasta las lágrimas.

Hacía un efecto tan extraño ver aquella expresión pueril en el rostro varonil a inteligente de su amigo que Oblonsky desvió la mirada.

–¿Dónde nos podemos ver? –preguntó Levin–. Necesito hablarte.

Oblonsky reflexionó.

–Vamos a almorzar al restaurante Gurin –dijo– y allí hablaremos. Estoy libre hasta las tres.

–No –dijo Levin, después de pensarlo un momento–. Antes tengo que ir a otro sitio.

–Entonces cenaremos juntos por la noche.

–Pero, ¿para qué cenar? Al fin y al cabo no tengo nada especial que decirte. Sólo preguntarte dos palabras, y después podremos hablar.

–Pues dime las dos palabras ahora y hablemos por la noche.

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