León Tolstoi - Anna Karénina

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"Todas las familias felices se parecen entre sí; pero cada familia desgraciada tiene un motivo especial para sentirse así. En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La esposa acababa de enterarse de que su marido mantenía relaciones con la institutriz francesa y se había apresurado a declararle que no podía seguir viviendo con él."
La novela «Anna Karénina» de León Tolstói está considerada una de las obras cumbres del realismo. Para Tolstói, «Anna Karénina» fue su primera verdadera novela.

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Nicolás estaba aún más delgado que cuando Levin le viera la última vez, tres años antes. Llevaba una levita que le estaba corta, con lo que sus brazos y muñecas parecían más largos aún. La cabellera se le había aclarado, sus labios estaban cubiertos por el mismo bigote recto, y la misma mirada extrañada de siempre se posaba en el que había entrado.

–¡Ah, eres tú, Kostia! –dijo, al reconocer a su hermano.

Sus ojos brillaron de alegría. Pero a la vez miró al joven de la poddiovka a hizo un movimiento convulsivo con el cuello y cabeza –como si le apretase la corbata–, que Constantino conocía bien, y una expresión salvaje, dolorida, feroz, se pintó de repente en su rostro.

–Ya he escrito a Sergio diciéndole que no quiero nada con ustedes. ¿Qué deseas… qué desea usted?

Se presentaba bien distinto a como Levin le imaginara. Constantino olvidaba siempre la parte áspera y difícil de su carácter, la que hacía tan ingrato el tratarle. Sólo ahora, al ver su rostro, al distinguir el movimiento convulsivo de su cabeza, lo recordó.

–No deseaba nada concreto, sino verte –––dijo con timidez.

Nicolás, algo suavizado, al parecer, por la timidez de su hermano, movió los labios.

–¿Así que vienes por venir? Pues entra y siéntate. ¿Quieres cenar? Trae tres raciones, Macha. ¡Ah, espera! ¿Sabes quien es este señor –dijo, indicando al joven de la poddiovka–. Se trata de un hombre muy notable: el señor Krizky, amigo mío, de Kiev, a quien persigue la policía porque no es un canalla.

Y, según su costumbre, miró a todos los que estaban en la habitación. Al ver a la mujer, de pie en la puerta y disponiéndose a salir, le gritó: «¡Te he dicho que esperes!». Y con la indecisión y la falta de elocuencia que Constantino conocía de siempre, comenzó, mirando a todos, a contar la historia de Krizky, su expulsión de la universidad por formar una sociedad de ayuda a los estudiantes pobres y a las escuelas dominicales, su ingreso como maestro en un colegio popular y cómo después se le procesó sin saber por qué.

–¿,Conque ha estudiado usted en la universidad de Kiev? –dijo Constantino Levin, para romper el embarazoso silencio que siguió a las palabras de su hermano.

–Sí, en Kiev –murmuró Krizky, frunciendo el entrecejo.

–Esta mujer, María Nicolaevna, es mi compañera –interrumpió Nicolás–. La he sacado de una casa de… –movió convulsivamente el cuello y agregó, alzando la voz y arrugando el entrecejo–: Pero la quiero y la respeto y exijo que la respeten cuantos me tratan. Es como si fuera mi mujer, lo mismo. Ahora ya sabes con quiénes te encuentras. Si te sientes rebajado, «por la puerta se va uno con Dios» .

Y volvió a mirar interrogativamente a todos.

–No veo por qué he de sentirme rebajado.

–En ese caso… ¡Macha: encarga tres raciones, vodka y vino! Espera… No, nada, nada, ve…

Capítulo 25

–Sí, ya ves… –murmuró Nicolás con esfuerzo, arrugando la frente y con movimientos convulsivos.

Se notaba que no sabía qué hacer ni qué decir.

–¿Ves? –siguió, señalando unas vigas de hierro atadas con cordeles que había en un rincón–. Éste es el principio de una nueva empresa que vamos a realizar, una cooperativa obrera de producción…

Constantino, contemplando el rostro tuberculoso de Nicolás, no conseguía prestar atención a sus palabras. Comprendía que su hermano buscaba en aquella empresa un áncora de salvación contra el desprecio que sentía hacia sí mismo.

Nicolás Levin continuaba hablando:

–Ya sabes que el capital oprime al trabajador. Los obreros y campesinos llevan todo el peso del trabajo y no logran salir, por mucho que se esfuercen, de su situación de bestias de carga. Todas las ganancias, todo aquello con que pudieran mejorar su estado, descansar a instruirse, lo devoran los dividendos de los capitalistas. La sociedad está organizada de tal modo que, cuanto más trabaja el obrero, más ganan los comerciantes y los propietarios, y el proletario sigue siendo siempre una bestia de carga. Es preciso cambiar este orden de cosas –terminó, mirando inquisitivamente a su hermano.

–Claro, claro –dijo Constantino, contemplando con atención las hundidas mejillas de Nicolás.

–Así vamos a formar una cooperativa de cerrajeros en la que la producción y las ganancias, y, sobre todo, las herramientas, que es lo esencial, sean comunes.

–¿Dónde la instalaréis?

–En Vosdrema, provincia de Kazán.

–¿Por qué en un pueblo? No parece que el trabajo falte en los pueblos. No sé para qué puede necesitar un pueblo una cooperativa de cerrajeros.

–Es preciso hacerlo porque los aldeanos son ahora tan esclavos como antes, y lo que os desagrada a ti y a Sergio es que quiera sacárseles de esa esclavitud –gruñó Nicolás, irritado por la réplica.

Constantino Levin suspiró mientras miraba la sucia y destartalada habitación. Aquel suspiro irritó más aún a Nicolás.

–Conozco las ideas aristocráticas de usted y de Sergio. Sé que él emplea toda la capacidad de su cerebro en justificar la organización existente.

–No es cierto… ¿Por qué me hablas de Sergio? –preguntó, sonriendo, Levin.

–¿Por qué? Ahora lo verás –exclamó Nicolás al oír el nombre de su hermano–. Pero ¿para qué perder tiempo? Dime: ¿a qué has venido? Tú desprecias todo esto. Pues bien: ¡vete con Dios! ¡Vete, vete! –gritó, levantándose de la silla.

–No lo desprecio en lo más mínimo ––dijo Constantino tímidamente–. Preferiría no tratar de esas cosas.

María Nicolaevna entró en aquel momento. Nicolás la miró con irritación. Ella se le acercó y le dijo unas palabras.

–Me encuentro mal y me he vuelto muy excitable –pronunció Nicolás, calmándose y respirando con dificultad–. ¡Y vienes hablándome de Sergio y de sus artículos! Todo en ellos son falsedades, deseos de engañarse a sí mismo. ¿Qué puede decir de la justicia un hombre que no la conoce? ¿Ha leído usted su último artículo? –preguntó a Krizky, sentándose otra vez a la mesa y separando los cigarrillos esparcidos sobre ella para dejar un espacio libre.

–No lo he leído –repuso sombríamente Krizky, que, al parecer, no deseaba intervenir en la conversación.

–¿Por qué? –preguntó Nicolás, irritado ahora contra Krizky.

–Porque me parece perder el tiempo.

–Perdón, ¿por qué cree usted que es perder el tiempo?

–Para mucha gente ese artículo está por encima de su comprensión.

–Pero yo no estoy en ese caso. Yo sé leer entre líneas y descubrir sus puntos flacos.

Todos callaron. Krizky se levantó lentamente y cogió la gorra.

–¿No quiere cenar? Bien. Venga mañana con el cerrajero,

Cuando Krizky hubo salido, Nicolás sonrió, guiñando el ojo.

–Tampoco él es muy fuerte; lo veo bien.

En aquel momento, Krizky le llamó desde la puerta.

–¿Qué quiere? –dijo Nicolás saliendo al corredor. Constantino, al quedarse solo con María Nicolaevna, le preguntó:

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