Publicado por:
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© 2013, Juan Francisco Andrade Bellido
© 2014, De esta edición: Nova Casa Editorial
Editor
Joan Adell i Lavé
Cubierta:
Pablo Basagoiti
Composición de portada
Francisco Rivas
http://www.franciscorivas.com/
Maquetación
Alpha e Omega
www.alphaeomegaeditora.pt
Fotografia solapa:
Pablo Basagoiti
Impresión
QP Print
Primera edición en Nova Casa Editorial: Noviembre del 2014
Depósito Legal: DL B 1395-2015
ISBN: 978-84-16281-17-6
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Juan Francisco Andrade Bellido
El Ciclista
Nova Casa Editorial
Querido lector:
Desde siempre el hombre ha sentido la necesidad de contar historias y de escuchar o leer las que otros cuentan. Pero hay quien convierte esa necesidad en vocación literaria, por eso los autores convierten la literatura, en este caso la narrativa, en el vehículo que les permite sacar fuera todo un mundo que bulle en su interior y que es fruto de la imaginación, la observación, el análisis y la documentación.
Y ahora te encuentras en el momento mágico en el que el trabajo del escritor cobra sentido, ya que vas a empezar a leer la novela. Así que es mejor no entretenerse mucho en preámbulos, solo se trata de presentar la historia que Juan Francisco Andrade ha creado para ti y que ha revisado para esta nueva edición, me consta que con ilusión y minuciosidad.
“El Ciclista” es la segunda novela de una trilogía de género policíaco, aunque esto no impide que se pueda leer de manera independiente; se inicia con “Señales de Humo”, en la que ya aparecen dos de los personajes principales, Ramón Castillo y Luis Bernal, y que culminará con otra titulada ”Sobre el Abismo” que se publicará próximamente.
Los hechos transcurren en Málaga, ciudad natal del autor, esto hace que los personajes de ficción se desenvuelvan por lugares reales de esta ciudad que son descritos con detalle, casi con visión cinematográfica y que puedes reconocer perfectamente si paseas por ellos.
El personaje que da nombre a la novela representa la encarnación del Mal, es un asesino metódico, calculador, sin ninguna capacidad de empatizar y siempre vigilante, omnipresente.
La lectura de la novela hará que se produzca, como en la tragedia griega, un efecto de catarsis, de purificación, al comprobar hasta qué grado puede llegar la maldad en el ser humano y cómo algunas personas, en este caso El Ciclista, para dar rienda suelta a sus instintos más perversos, son capaces de justificar lo injustificable.
A descubrir quién es la persona que se esconde detrás de ese apodo y que ha sido capaz de cometer crímenes atroces se van a dedicar Fernando Muriel, subinspector de policía, Luis Bernal, agente de Europol y Lorenzo Clotet, guardia civil retirado. Pero lo más sorprendente es que entre a formar parte de la investigación, aunque él se resista a implicarse, Ramón Castillo, médico de profesión y dotado de una extraordinaria y preclara intuición que poco a poco va convirtiéndose, casi sin querer, en protagonista y que va a ser determinante en el desenlace de la historia.
Aunque la trama gira en torno a la muerte de Natalia y de otras chicas que pueden estar relacionadas, Carolina, la mujer de Muriel, junto con Castillo van a participar de una acción que transcurre de forma paralela: averiguar qué ha pasado con la desaparición de algunos adolescentes. Si al principio parece no haber conexión, al final todo converge y encaja perfectamente como las piezas de un puzle.
Ahora te toca a ti, lector, conocer los hechos y participar de la investigación junto con Castillo, Muriel, Bernal, Clotet y Carolina para llegar poco a poco a descubrir la verdad. Así se cerrará el círculo de la creación literaria, el escritor sentirá que su esfuerzo ha merecido la pena cuando alguien como tú haya entendido e interpretado su mensaje.
María Dolores Rossi
La felicidad debería siempre estar condicionada por
el conocimiento de la desgracia.
Graham Greene
A Jovita, por el cielo que ha tejido sobre mí,
y por hacerme soñar despierto.
A Juan Francisco, Mario y Diego, que
saben cuánto me importan e influyen.
—Mirella…
La prostituta franqueó la primera entrada de la casa, que tenía una doble puerta con un recibidor pequeño, entremedias. Un perro ladró. No lo tenía a la vista. Mirella tenía mucho miedo a los perros. Auténtico pánico. Se detuvo un instante.
—¿No me dijiste que eras rubia?
—¿Tu perro muerde?... Me dan miedo los perros.
—No muerde.
—Enciérralo si quieres que me quede.
El hombre de aspecto insignificante y mirada vacía se acarició la barba postiza, mientras meditaba qué hacer. La puta estaba dándole órdenes y ni siquiera había entrado en la casa… ni siquiera se había dignado a contestarle por qué lo había engañado con respecto al color de su pelo. Tendría que idear algo sobre la marcha. Sí, improvisaría.
—Pasa. Está en el patio de atrás. No puede entrar en la casa.
La prostituta dejó entreabiertos de pura alerta sus gruesos labios modelados con silicona, mientras sus ojos miraban rápidamente en una dirección y la contraria. No se fiaba. Todavía podía sentir el dolor que los colmillos de aquel foxterrier le habían causado en la pantorrilla.
—¿Seguro?
La puta olía a tabaco. No se le ocurriría encender un cigarrillo. Allí, no.
—Sí, joder. No eres rubia —insistió el hombre insignificante. Era difícil calcular su edad, y no porque llevase barba postiza precisamente. No era ni muy joven ni muy viejo, pero ningún rasgo de su cara proporcionaba pistas. Era una cara insulsa, de las que se ven a cientos entre las multitudes que se aglomeran en los estadios deportivos. Un rostro en el que nadie se fijaría.
La prostituta se adentró en la casa. Había un pasillo detrás de la segunda puerta de entrada. El hombre le indicó a la derecha. Pasaron a un salón de regular tamaño cuyo mobiliario tenía una curiosa disposición: no había nada en el centro, ni una pequeña mesa, ni una silla; nada. Las tres sillas de la habitación, de estilo inglés, estaban pegadas a la pared, intercaladas con otros muebles.
—Dame los sesenta euros —la prostituta que se hacía llamar Mirella alargó la mano.
El hombre se hurgó en el bolsillo del pantalón, sacó tres billetes de veinte euros y se los puso sobre la palma extendida. Ella los estrujó en el acto. El perro ladró otra vez con fuerza. La prostituta, de unos treinta años, los introdujo en su barato bolso de mano, alargado y brillante.
—¡Bruno, cállate!—ordenó con voz impersonal el sujeto. Los ladridos cesaron inmediatamente—... Dije que tenías que ser rubia.
—Soy rubia —la prostituta se quitó la chaqueta y se dejó caer en el sofá—. ¿Cómo te llamas?
—Me estás cabreando.
—Si quieres tirarte la hora hablando, allá tú —dijo con descaro la prostituta—. Me he dado mechas, pero soy rubia natural, tío.
—Voy a soltar el perro —dijo el hombre, muy serio. La prostituta dio un respingo. Se incorporó de un salto y cogió la chaqueta.
—No me jodas, ¿eh?... Deja de joderme ya o me voy ahora mismo.
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