Juan Francisco Andrade Bellido - El ciclista

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Cuando una joven es brutalmente asesinada en pleno paseo marítimo de Málaga durante una lluviosa noche de diciembre, el subinspector de Homicidios, Fernando Muriel, no imagina hasta qué punto este caso va a poner en riesgo muchas de las cosas que más ama. Se trata de una nueva víctima de un peligroso depredador al que, más tarde, apodarán El Ciclista.
Luis Bernal, agente de Europol, vuela a la ciudad al conocer la noticia. Muchos años atrás mantuvo una relación con la madre de la víctima. Conmocionado por el terrible crimen, Bernal emprende su propia investigación. Sin testigos, pistas ni pruebas, pronto se convence de que sólo un <<Clarividente>> como su antiguo socio, el médico Ramón Castillo, puede dar con el culpable, pero hace tiempo que Castillo tomó la decisión de no volver a involucrarse en una investigación por asesinato.
También un chico de dieciséis años ha desaparecido. Su familia le cree fugado de casa. Carolina, la esposa de Muriel, se implica en su búsqueda. Sin embargo, un sargento de la guardia civil en la reserva alberga sospechas sobre una razón mucho más aterradora. Pronto la fiera se sentirá acorralada y la violencia se desatará.
A la vez que una radiografía del MAL y de su imposible justificación, El Ciclista es una clásica novela de intriga, que engancha al lector desde la primera página.

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El hombre de aspecto insignificante sonrió al reconocer el miedo. Era miedo de verdad, sin artificios.

—Todavía no te he jodido...

La prostituta se recogió el pelo hecha un manojo de nervios. Parecía a punto de salir corriendo.

—¿Es que no me oyes?... ¡Los perros me dan miedo, joder!

—Sí, estás completamente cagada. Siéntate…

—ordenó el hombre de la barba postiza—. Ya te he dado el dinero y ahora harás lo que te diga.

—No me vuelvas con lo del perro. —Mirella elevó su dedo índice y lo balanceó como advertencia.

—No te habrás afeitado el coño, ¿verdad?

—Mi coño es rubio —dijo ella más tranquila, y volvió a sentarse—. Como lo digas otra vez, me voy.

—Espera.

El hombre salió de la habitación. Al instante volvió con una peluca rubia oro, suavemente rizada, y otra rubia trigo más voluminosa, sólo ondulada.

—Pruébatelas —le ordenó, mientras sacaba de su bolsillo un espejo de mano y se lo alargaba.

Mirella estaba hasta el mismísimo coño rubio natural de degenerados.

—Tú no estás bien del coco. ¿Qué quieres, que me llene de piojos?

—No tienen piojos —dijo el hombre, con calma—. Están sin usar. La culpa es tuya por haberme engañado. Pruébate primero ésta—. Y le indicó la rizada.

La prostituta obedeció de mala gana.

—Está bien —dijo el hombre, cuando ella terminó de colocársela—. Te quedas con esa. Desnúdate y tiéndete en el suelo.

—¿Ahí? Está frío; no me harías entrar en calor ni aunque te corrieras tres veces.

—Desnúdate y tiéndete —repitió impasible él.

—Dame otros cincuenta.

Eso era algo que había previsto.

—Claro, pero harás lo que yo te diga —Y sacó la cartera, extrayendo a continuación un billete de cincuenta. Mirella se lo guardó en el bolso y comenzó a desnudarse.

—Por lo menos pon una manta, cariño —suplicó sin mucha fe la prostituta, en ropa interior.

El hombre fue a buscar una estera de gomaespuma, que empleaba para hacer abdominales. Al regresar, Mirella se había quitado las bragas. Sí, su coño era rubio, sin rasurar.

Se tendió sobre la estera en cuanto se quitó el sujetador rojo. Abrió las piernas y le ofreció un preservativo que guardaba en su mano derecha.

El hombre lo rechazó.

—No voy a follarte.

—¿Qué te gusta?

—Quédate quieta. Cierra los ojos.

La prostituta no obedeció al principio. Insistió en saber lo que quería de ella.

—Cierra los ojos —repitió él.

—¡No te creas que vas a hacerme daño!—. La prostituta se incorporó alterada, apoyándose en los codos.

—¡Ciérralos de una puta vez y quédate quieta, coño!—bramó el hombre.

Mirella deseaba salir de allí cuanto antes, así que su única salida era seguirle la corriente. ¿Qué daño podía hacerle aquel degenerado? No era peor que otros; sólo que tenía la mirada helada y no olía a alcohol como la mayoría. Además…, no se atrevería… Jesús conocía la dirección del «servicio».

La prostituta contrajo los párpados y se quedó completamente quieta, con las piernas abiertas. El hombre se quitó los pantalones y los calzoncillos. Luego se puso a horcajadas sobre el cuerpo de ella.

—Hazte la muerta —ordenó él, y se arrodilló. Tenía el tronco de la puta entre sus piernas. Aposentó las nalgas en el vientre de ella, aunque sin dejar caer el peso del cuerpo.

—¿Qué vas a hacerme, cariño?—Mirella intentó parecer sumisa. Pero estaba un poco asustada.

—Estás muerta —dijo él—. No respires—Y dejó caer su peso.

—¿Qué haces? No me… dejas… respirar, tío —jadeó, entrecortadamente Mirella, intentando apartarlo con los brazos. La peluca se le movió.

—¡Calla! ¡Vuelve a cerrar los ojos!—aflojó un poco el hombre, sosteniendo la mitad de su peso con las rodillas— Estate quieta, y te daré otros cincuenta.

Ella obedeció. No podía ver lo que hacía, pero sabía que estaba masturbándose. Intentó mantenerse todo lo quieta que pudo. El peso no era tan grande ahora en su estómago. Ladeó la cabeza, y en ese momento sintió la mano del tío en su cuello. Aunque los dedos no hacían presión, un escalofrío la sacudió de pies a cabeza. Unos segundos después, el ruido de fricción de la otra mano sobre el pene se aceleró, y empezó a recibir la descarga viscosa en pechos, barbilla y cara. «¡No se te ocurra abrir los ojos! ¡Tu carne empieza a corromperse, puta! ¡Estás muerta, muerta, muerta!», volvió a escuchar, ahora como si le susurrase. Un corto silencio vino a continuación. El tío había retirado la mano de su cuello, pero Mirella no se atrevía a abrir aún los ojos... Luego hubo un ruido como de carraspear. La prostituta percibió el contacto de… ¿podía ser verdad? El cerdo le había escupido en toda la cara. Le entraron ganas de vomitar. Quiso quitárselo de encima y mandarlo a la mierda al muy cabrón, pero no le dio tiempo porque él se levantó antes, liberándola. Ella entreabrió entonces los ojos y comenzó a limpiarse instintivamente, con el dorso de ambos antebrazos, la mezcla de semen y saliva. El tío todavía tenía restos en la barba. Mirella tuvo un arrebato de rabia al verlo reír, al comprobar, asqueada y humillada, que sonreía con desprecio, pero se contuvo cuando descubrió que había otro billete de cincuenta euros sobre su vientre. Cogió la toallita que él había arrojado cerca de su hombro derecho, se limpió y se vistió deprisa, sin decir nada. Él hizo lo mismo. No pronunció una sola palabra. Era repugnante, pero disponía de otros cien euros extra, de los que Jesús no sabía nada. Abrió el bolso, comprobó que estuviese el dinero y sacó un cigarrillo.

—Aquí no fumes —dijo él, en tono imperativo.

Mirella se guardó el cigarrillo, mascullando entre dientes un inaudible: «cerdo, hijo de puta». Le dio la espalda y fue hacia la salida.

No volvería allí ni aunque le ofreciese trescientos.

El hombre de aspecto insignificante vio cómo doblaba la esquina a paso ligero. Iba escupiendo, a media voz, una catarata de palabras soeces. No las oía bien, pero podía imaginárselas. Pensaba en lo sucia que la había dejado, en lo sucia que se sentiría. Se daba asco a sí misma.

¿No era eso lo que merecía la puta?

Primera Parte

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