El árbol del mundo
Viaje por los caminos de la violencia
y el progreso que han desembocado en Ucrania
Xavier Mas de Xaxàs
El árbol del mundo
Viaje por los caminos de la violencia y
el progreso que han desembocado en Ucrania
Índice
Prefacio Prefacio
Capítulo 1 En el principio Capítulo 1 En el principio
Capítulo 2 El proyecto de morir Capítulo 2 El proyecto de morir
Capítulo 3 Europa se invade a sí misma
Capítulo 4 Banderas sobre el polvo
Capítulo 5 El sueño de Xi
Capítulo 6 Un planeta sin hombres
Capítulo 7 El ideal infinito
Anexo Mapas
Sobre el autor
Sobre el libro
Créditos
Prefacio
Empecé a escribir este libro hace más de un año, mucho antes de la caótica retirada estadounidense de Kabul y de la invasión rusa de Ucrania, antes incluso de que la pandemia empezara a disolverse y el mundo reconociera que el cambio climático es irreversible.
Ana Godó, directora de Libros de Vanguardia, me pidió que explicara lo que había visto a lo largo de mi carrera, las fuerzas que dan vida y tensionan el mundo. De hecho, el libro se titulaba El arco del mundo hasta que le propuse al artista Santi Moix que dibujara la portada. Pero él, en lugar de un arco, prefirió ver un árbol, un gran tronco siniestro y acogedor al mismo tiempo.
El árbol del mundo es también el de la vida, un símbolo propio de todas las culturas, fuente afianzada en la tierra y que aspira a lo más alto.
Vivimos un tiempo en el que no podemos estar seguros de casi nada, ni siquiera del progreso, el árbol que nos cobija. Cuesta tanto entender el presente que solo un charlatán se atrevería a anticipar el mañana. Así que en estas páginas encontrarán un relato que puede parecer contradictorio, con más preguntas que respuestas, historias y argumentos que espero los llenen de dudas porque la duda alimenta nuestra curiosidad y es la que, en definitiva, mueve el mundo.
Barcelona, marzo del 2022
Capítulo 1
En el principio
Tenía 26 años en abril de 1991 cuando subí al circo de Isikveren, un lugar remoto donde los dioses reinaban sobre los hombres y les negaban la vida.
Estados Unidos acababa de derrotar a Sadam Husein en Kuwait. Perdida la guerra, el dictador iraquí se había replegado en Bagdad, protegido por un ejército que todavía era temible. El presidente de Estados Unidos pidió, entonces, al pueblo iraquí que se levantara. Los chiíes en el sur y los kurdos en el norte, tal vez los menos iraquíes de los pueblos iraquíes, atendieron la llamada. Kurdos y chiíes pensaban que los norteamericanos irían en su ayuda tan pronto como los rebeldes se hicieran con el control de las comisarías y los ayuntamientos.
Isikveren se encuentra en un extremo de Anatolia, a casi 2.000 metros de altitud, en la cordillera de Hakkari, a donde se llegaba por una carretera bacheada y salpicada de controles militares turcos que luego se convertía en un camino forestal de alta montaña.
Los kurdos, casi todos sunitas, alguno cristiano, habían alcanzado aquel santuario de la miseria humana primero en automóvil y luego a pie, desde Erbil, Mosul, Dahuk y Zakho, atravesando las llanuras orientales del Tigris y subiendo las laderas meridionales de la cordillera de Hakkari que hace frontera con Turquía.
El primer día que subí allí me encontré con un cabo del ejército turco que tenía 18 años, un fusil de asalto cruzado sobre la espalda y un palo con el que golpeaba a los niños, las mujeres y los hombres que se arrodillaban sobre sacos rotos de grano, aguantando el castigo mientras recogían con las manos todo lo que podían.
Los más afortunados se habían hecho con fardos de mantas y comida que pesaban más de veinte kilos. Caían y lloraban bajo los golpes de los soldados, pero seguían adelante, subiendo hacia sus campamentos cientos de metros más arriba.
El cabo dejó de gritar para hablarme en inglés y ser amable.
–Jodidos kurdos –me dijo–. No quieren lo que les damos. Intentamos ayudarlos y se quejan. No puede uno fiarse de ellos ni tratarlos bien. Son peligrosos, mala gente, y yo de usted no volvería. Aquí no hay nada agradable que ver y, además, podría pasarle algo.
Los militares turcos empujaban a los kurdos montaña arriba. No querían que bajaran al valle. No querían que tuvieran acceso directo a la ayuda humanitaria que había llegado por carretera. Cuando las varas no eran suficientes, lanzaban piedras. Los militares más envalentonados disparaban al aire. No todos calculaban bien la altura.
El día anterior habían matado a una niña de 4 años mientras dispersaban a la multitud. Los aviones estadounidenses, como hacían a diario, habían lanzado ayuda en paracaídas, cajas que se reventaban al tocar el suelo. Contenían raciones militares, botes de leche en polvo, pan, galletas, chocolate y ropa.
Yo estaba con ellos. Tomaba notas y hacía alguna pregunta estúpida. Buscaba alguien que hablara inglés.
Me fijé en un joven que estaba en el suelo, de rodillas, protegiendo con los brazos lo que había conseguido, metiéndoselo en los bolsillos, por dentro del jersey. Me devolvió la mirada y se puso en pie, me sonrió y justo en ese momento una bala le perforó el pecho. Se desplomó al instante, con los ojos muy abiertos y las manos sujetando las galletas, el chocolate y la leche en polvo.
Un silencio muy espeso cayó entonces sobre nosotros, los refugiados y los soldados. Nadie se movió ni habló durante unos segundos que me parecieron horas. Un oficial turco dio finalmente la orden de replegarse y sus hombres obedecieron.
El joven yaciente aún sonreía, o eso al menos me parecía a mí. Era la primera vez que veía a una persona abatida. No me atrevía a moverme y no podía dejar de mirarlo. La herida tenía el tamaño de una moneda, pero no sangraba. Era un agujero oscuro en un suéter también oscuro. Le brillaban los ojos, tenía las manos muy sucias, el pelo enmarañado y el pie derecho mal torcido. Tres hombres lo levantaron y se lo llevaron a un dispensario de Médicos Sin Fronteras.
Entonces llegaron las mujeres con ululeos agudos, largos y sostenidos.
Al día siguiente regresé al campo con una mochila llena de aspirinas, mantas, calcetines y jerséis de lana gruesa que había comprado en el mercado de Cizre. Los periodistas acreditados ante el ejército turco y que disponíamos, además, de un salvoconducto de Naciones Unidas podíamos cruzar cualquier puesto de control. Yo había alquilado un Fiat 131 en el aeropuerto de Diyarbakir y conducido 250 kilómetros hasta Cizre, base entonces de la prensa y el personal humanitario. La carretera cruzaba la meseta hasta Mardin, una de las ciudades más bonitas de Anatolia, y bajaba después hacía las tierras bajas del Éufrates para girar hacia el este siguiendo la línea fronteriza con Siria.
Paré en Cizre porque allí estaba el último teléfono, una línea fija gestionada desde la centralita del hotel. Transmitir era lento y caro. Las colas para llamar eran largas y la fiabilidad del servicio muy baja. El sentido y la utilidad de mi trabajo la decidía, en gran parte, la calidad técnica de aquel teléfono. Escribía lo que veía sin tener una idea muy clara ni del contexto ni de mi papel. Pensaba que en aquellas circunstancias regalar una manta era más importante que redactar una crónica.
Desde Cizre había que conducir un par de horas hacia el este. La carretera pronto se convertía en una pista. Los camiones que llevaban alimentos y otros productos básicos aguardaban en la cuneta a que los militares les permitieran seguir.
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