Josephine Tey - La señorita Pym dispone

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Tras convertirse de la noche a la mañana en escritora de éxito gracias a su libro de psicología popular, la menuda e insegura señorita Pym es invitada a dar una charla en Leys, un prestigioso colegio de educación física para chicas situado en plena campiña inglesa. A primera vista, todo allí resulta ideal: el aire de los jardines es vivificante, las jóvenes alumnas no pueden ser más inteligentes y amables y el variopinto profesorado resulta sugerente y cabal. Pero, bajo la atenta y analítica mirada de la señorita Pym, esa imagen de apacible rutina irá poco a poco desmontándose a base de pequeños y enigmáticos incidentes que culminarán en la extraña muerte de una de las alumnas del colegio.Un apasionante puzzle de piezas desencajadas que poco a poco va dibujando un sorprendente desenlace.

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—¡Por el amor de Dios! —exclamó la cabeza—. Que alguien le lance algo a Thomas para que Dakers deje de armar semejante escándalo.

—¡Greengage, cariño, eres una bestia sin sentimientos! Se me ha roto un tirante y no sé qué hacer. Tommy me pidió ayer mi último imperdible para comer bígaros en la fiestecita de Tuppence. ¿Qué trabajo le habría costado devolvérmelo después? ¡Tommy! ¡Aaay, Tommy!

—¿Quieres callarte? —dijo otra voz, en tono más contenido.

Después hubo una pausa. Una pausa, imaginó Lucy, repleta de lenguaje no verbal.

—¿A qué vienen todos esos aspavientos? —preguntó la cabeza de cabellos oscuros.

—¡Silencio, te digo! ¡Ella está ahí! —Estas últimas palabras fueron declamadas en un desesperado sotto voce.

—¿Quién está ahí?

—Esa mujer, la Pym.

—¡Qué tontería, querida! —De nuevo era la voz de Dakers, en tono agudo y rebelde; la voz alegre y confiada de una chiquilla consentida—. Está durmiendo en la parte delantera de la casa, con los privilegiados. ¿Crees que tendrá un imperdible de más si se lo pido?

—A mí me parece que ella es más de cremalleras —exclamó una nueva voz.

—¡Queréis callaros! ¡Os digo que está en la habitación de Bentley!

Eso pareció hacerlas guardar silencio un instante. Lucy vio cómo la cabeza se volvía rápidamente hacia la ventana.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó alguien.

—Jolly me lo dijo la otra noche cuando me servía la cena más tarde que a las demás.

La señorita Joliffe 3era la gobernanta, recordó Lucy, y le hizo gracia el mote que habían elegido para una mujer de aire tan siniestro.

—¡Más vale que sea verdad! —dijo la voz que había sacado a colación las cremalleras.

De nuevo el sonido del timbre rompió el silencio. El mismo urgente clamor que las había despertado. La cabeza de cabellos oscuros desapareció de la ventana en cuanto sonó el primer toque y la voz de Dakers se podía escuchar por encima de aquel estruendo como el gemido desesperado de un animal extraviado. Las pequeñas meteduras de pata enseguida se veían relegadas a un segundo plano en cuanto empezaban las exigencias del día. Una gran ola de ruido se fue elevando hasta alcanzar el mismo nivel del timbre. Se escuchaban portazos y el apresurado taconeo de las estudiantes se hacía eco en los pasillos. Las chicas se llamaban unas a otras y una vez más alguien recordó que Thomas seguía durmiendo. De nuevo gritaron al pasar ante la puerta cerrada de su habitación, tratando inútilmente de despertarla. Después se oyeron pisadas por el camino de grava que atravesaba el patio, flanqueado por dos largas franjas de césped. Enseguida se escucharon más pasos sobre la grava y menos en los pasillos y en las escaleras. Mientras tanto, el parloteo de voces llegaba a su clímax y poco a poco fue acallándose hasta desaparecer. Cuando los ruidos ya se desvanecían en la distancia o iban muriendo definitivamente en el silencio de las aulas, Lucy pudo oír de repente cómo un nuevo y solitario par de pies zapateaba a toda prisa por el sendero de grava y una voz que repetía sin cesar: «Maldita sea, maldita sea, maldita sea», a cada paso que daba. Seguramente era Thomas, la perezosa.

La señorita Pym sintió simpatía por Thomas. La cama es un lugar encantador a cualquier hora del día, pero cuando alguien tiene tanto sueño como para no despertarse ni con el infernal estruendo de la campana de la escuela ni con los chillidos e increpaciones de sus compañeras, levantarse debe ser una verdadera tortura. Probablemente también sea de origen galés. Todos los Thomas eran procedentes de Gales. Los celtas siempre han aborrecido levantarse. Pobre Thomas. Pobrecita, pobrecita Thomas. Le encantaría poder conseguirle un trabajo a la muchacha en el que nunca tuviera que levantarse antes de la hora de comer.

El sueño fue apoderándose de ella nuevamente en oleadas que la arrastraban lentamente a las profundidades. Se preguntó si eso de ser más de cremalleras sería un cumplido. Ser una persona de imperdibles no parecía ser algo precisamente admirable, aunque quizá...

Se quedó dormida.

________

1 En el original la autora se refiere al «Fourth Form», el equivalente en el sistema educativo británico al tercer curso de la ESO actual.

2 Actual Botsuana.

3 Juego entre las palabras Jolly, alegre y Joliffe, el apellido de la, al parecer, siniestra gobernanta de la escuela.

2

Estaba siendo azotada con un látigo de siete colas por dos enormes cosacos como escarmiento por su capricho de utilizar anticuados imperdibles cuando el progreso y las buenas costumbres habían decretado el uso exclusivo de cremalleras. La sangre comenzaba a manar, deslizándose por su espalda, cuando se despertó con la sensación de que lo que verdaderamente estaba siendo ultrajado eran sus oídos. El timbre volvía a sonar. Soltó en voz alta un exabrupto que estaba lejos de ser culto y civilizado y se incorporó en la cama. No, definitivamente no se quedaría ni un minuto más en aquel lugar después de la comida. Había un tren que salía a las 2.41 de Larborough y ese era el que iba a coger ella, con las despedidas liquidadas, los deberes de amiga satisfechos y el alma henchida de gozo por la hermosa sensación de volver a ser libre. Se compraría una caja de bombones en el andén de la estación como recompensa por el madrugón. Aunque la báscula se lo hiciera notar al llegar a casa, ¿a quién le importaba?

Pensar en la báscula le hizo recordar la muy cívica necesidad de tomar un baño. Henrietta se había mostrado desolada por tener que alojarla en un cuarto tan alejado de los baños del profesorado —y sentía infinitamente que se viera obligada a utilizar el del ala de estudiantes— pero la madre de froken 4Gustavson había viajado desde Suecia y ocupaba la única habitación de invitados del ala de personal. Además se quedaría durante varias semanas hasta que hubiera visto con sus propios ojos —y criticado— la Exhibición anual que tendría lugar a principios de mes. Lucy dudaba en esos momentos de poder recordar cómo llegar hasta los aseos. No le apetecía tener que merodear por aquellos luminosos y solitarios pasillos y aparecer por error en un aula atestada de estudiantes. Pero peor sería tener que enfrentarse a aquel grupo de excitadas madrugadoras y preguntarles dónde podía una darse a esas horas un baño tardío.

La mente de Lucy siempre trabajaba de ese modo. No era suficiente visualizar un horror en cada situación, también había que asegurarse de prever su contrario. Permaneció un rato sentada sopesando todas las ignominias a las que muy posiblemente habría de enfrentarse y disfrutando a pesar de todo de la agradable sensación de no tener que hacer nada en absoluto. Hasta que, una vez más, el horrible timbre volvió a atronar y una nueva oleada de pies atravesando los pasillos y un caótico concierto de voces rompió la paz de la mañana. Lucy miró su reloj. Eran las siete y media.

Ya se había decidido a pecar de tosca e incivilizada —después de todo, ¿qué era el baño diario sino una moda moderna? Si el mismísimo Carlos II podía permitirse oler un poco a humanidad, ¿quién era ella, una pobre plebeya, para poner el grito en el cielo por saltarse por una vez el baño matutino?— cuando llamaron a la puerta. Alguien había acudido en su ayuda. ¡Gloria! ¡Aleluya! Su aislamiento y su abandono tocaban a su fin.

—Pase —respondió en el amable tono de una Robinson Crusoe dando la bienvenida a unos recién llegados a su isla. Sin duda era Henrietta, que había decidido acercarse para darle los buenos días. Cómo había podido pensar que su amiga se olvidaría de ella. Debía esforzarse más en comportarse como la celebridad en que se había convertido. Quizá debería arreglarse el pelo de otra manera o practicar, repitiendo veinte veces al día, al estilo de Coué, 5el mejor modo de decir : «¡Adelante!».

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