2.1.
E1 hombre necesita un ritmo, y es el año el que se lo da: y ello ya desde la creación, y, posteriormente, por medio de la historia que la fe presenta en el transcurso del año. «Todo tiene su momento y todo cuanto se hace debajo del sol tiene su tiempo. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado... tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de lamentarse y tiempo de danzar» (Eclesiastés 3,l y ss.). Según eso, ahora estamos interesados en el año eclesiástico, que permite al hombre medir la historia entera de la salvación con el ritmo de la creación, ordenando y limpiando de ese modo la multiplicidad caótica de nuestro ser. En el año eclesiástico importa ante todo pasar revista de nuevo a la magna historia de los recuerdos, despertar la memoria del corazón y aprender así a ver la estrella de la esperanza. Todas las fiestas del año eclesiástico son acontecimientos del recuerdo y, por lo mismo, sucesos de la esperanza. Los grandes recuerdos de la humanidad, que custodia y abre el año de la fe, deben convertirse merced a la configuración de los tiempos sagrados por la liturgia y los usos de los pueblos en recuerdos personales de la propia historia de la vida. Los recuerdos personales se alimentan de los magnos recuerdos de la humanidad; los grandes recuerdos se conservan exclusivamente merced a su traducción en el ámbito de lo personal. El que los hombres puedan creer es algo que, sin excepción alguna, depende también de que la fe se torne una realidad amada en el curso de sus vidas, de que la humanidad de Dios se manifieste a través de la humanidad del hombre. No hay duda de que cada uno de nosotros podría contar su propia historia de lo que para su vida significan los recuerdos de las fiestas navideñas, pascuales o cualquiera otra.
3.1.
«Cuando eras joven te ceñías tú mismo y te ibas a donde querías. Cuando seas viejo extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieres.» Apacentar significa amar, y amar significa, como se verá, disposición para sufrir, pues sin la purificación del dolor, sin la resignación y la humildad que otorga no puede haber amor. Por eso, quien busca un puesto en la Iglesia debe saber que se declara dispuesto para más cruz, pues la verdadera función pastoral de Jesucristo, por cuya virtud ha fundado la Iglesia y la mantiene sin cesar, es su cruz, de la que provienen la sangre y el agua, los Santos Sacramentos y la gracia de la vida para todos nosotros. Querer eliminar el sufrimiento significa negar el amor, y negar el amor significa renegar de Cristo. La lucha contra el dragón no puede acabar sin heridas. Lo que el Señor dice en las bienaventuranzas es válido para cualquier época: «bienaventurado el que es insultado, bienaventurados los humildes, bienaventurados los que trabajan por la paz». Y también esto otro vale para siempre: donde está el Señor, allí debe estar también su siervo. Pero el lugar del maestro fue, al final, la cruz, y un pastor que sólo quisiera recoger aplauso, que sólo obrara a medida del querer general, no estaría a buen seguro donde está el Maestro. «De buen grado quiero ser útil para vuestras almas y dejarme consumir por ellas», con esta sentencia ha glosado el Apóstol Pablo su propio ethos e ilustrado auténticamente el ethos del pastor de cualquier tiempo. Apacentar significa, pues, ir delante. Por eso, significa también separar uno de otro camino y rodeo. Significa ofrecer resistencia a aquella forma falsa de libertad que la entiende como salirse del camino para caer en lo intransitable, huir de la verdad para caer en lo vano, de la vida para caer en lo particular y hecho por uno mismo, siendo así que eso no es más que servicio de la muerte. Marchar al frente de semejante modo significa también mantenerse unidos, mantenerse en la unidad que es vida, en la unidad con Pedro, de la que sabemos que es la unidad querida por Cristo.
4.1.
Ante el nuevo año sentimos la misma discrepancia de sentimientos que ante el viejo. Hay en él la preciosidad de un comienzo nuevo, su esperanza, sus posibilidades inexploradas. «A todo comienzo le es inherente un encanto que nos protege y nos ayuda a vivir», hace decir Hermann Hesse al campeón de su juego de las perlas falsas en el momento en que, a edad avanzada, se escapa del mundo del juego intelectual al que está acostumbrado para sentir de nuevo lo prometedor, excitante y grandioso del nuevo camino. Mas, al propio tiempo, hay también en el año nuevo un elemento intranquilizador propio del futuro, cuyos caminos desconocemos, así como una continua disminución de nuestra parte de futuro. ¿Qué se debe decir como cristiano en el momento del tránsito? Ante todo, hacer lo genuinamente humano a que ese momento nos insta: aprovechar el momento de reflexión para ganar distancia, visión panorámica, libertad interior y disposición paciente para seguir adelante. Un viejo filósofo pensó hace ya tiempo que el hombre se distingue esencialmente del animal porque con su cabeza emerge, por así decir, del agua del tiempo. Los animales serían como peces flotando en el agua, arrastrados únicamente por el tiempo. Sólo el hombre podría mirar fuera de ella y así dominar el tiempo. Ahora bien, ¿lo hacemos verdaderamente así? ¿No somos también nosotros simples peces en el mar del tiempo, arrastrados por las corrientes, sin abarcar con la mirada ni el lugar de donde viene ni al que va? ¿No quedamos completamente absorbidos en los pormenores de la vida cotidiana, en sus continuos apuros y necesidades, de cita en cita, de deber en deber, de suerte que somos incapaces de percibirnos a nosotros mismos? De ser así, éste debería ser el momento de emerger, de intentar mirar un instante por encima del mar al cielo y sus estrellas, que se hallan sobre nosotros, a fin de entendernos también a nosotros mismos, deberíamos intentar meditar sobre el camino recorrido y hacer valoraciones, esforzarnos en reconocer en qué hemos errado, qué es lo que ha obstruido el camino hacia nosotros y los demás. Deberíamos hacerlo así para apartarnos íntimamente de ello, a fin de que de ese modo el camino hacia el nuevo año sea para nosotros realmente un progreso, un seguir adelante.
5.1.
En la liturgia de la Iglesia el año nuevo es sencillamente el octavo día después de la Navidad, después del nacimiento del Señor. El octavo día después del nacimiento tiene un profundo significado en la liturgia y en el derecho de Israel: es el día de la circuncisión e imposición de nombre, es decir, el día del ingreso legal en la comunidad de Israel, de compartir su promesa y el peso de su ley. El hombre no nace ya acabado con el nacimiento biológico, pues no consta sólo de biología, sino de espíritu, lenguaje, historia, comunidad. Pero para todo ello precisa de los demás, de los contemporáneos, que le proporcionan lenguaje, comunidad, historia, derecho. El octavo día en la vida de Jesús significa que el Señor consiente en adquirir jurídicamente carta de naturaleza en su pueblo. Dios ha adquirido carta de naturaleza en este mundo y ha adoptado un nombre que lo acredita como ciudadano de nuestra historia y permite llamarlo como hombre. Mas, también a la inversa, sólo por su introducción en la historia se consuma el oscuro secreto de nuestro nacimiento. El comienzo humano, que se halla indeterminado en sí mismo entre bendición y maldición, ha asumido el signo de la bendición. Desde entonces nuestro signo astral es él, el Niño nacido y naturalizado que lleva nuestra historia humana hasta Dios. Del octavo día forma parte, por último, lo siguiente: es el día de la resurrección y, a la vez, el día de la creación. La creación no perece, inmigra a la resurrección. De ese modo, el octavo día se torna símbolo del bautismo, de la esperanza en general: la resurrección, la vida del Niño es más fuerte que la muerte. Nuestro camino es esperanza. En medio del tiempo que pasa hay un comienzo nuevo que ha surgido con la entrada de la vida eterna.
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