27.2.
Hagámonos, pero planteada de otro modo, la pregunta de Pilato: ¿qué es la verdad? Hermann Dietzfelbinger ha llamado la atención acerca de que lo más vejatorio de la interrogación de Pilato reside en que no es propiamente una pregunta, sino una respuesta. A quien se presenta como la verdad le dice: ¡basta de palabrería! ¿qué es la verdad? De esa forma se plantea la mayoría de las veces la pregunta de Pilato en la actualidad. Preferimos volvernos hacia lo concreto. Mas ahora podemos enfocarla seriamente: ¿cuál es la razón de que ser la verdad coincida con ser la bondad? ¿A qué se debe que la verdad sea buena, que sea el bien sin más? ¿Por qué vale la verdad por sí misma, sin necesidad de acreditarse por los fines que realiza? Todo ello vale si la verdad tiene en sí misma su dignidad propia, si subsiste en sí y tiene más que ser todo lo demás: si es el fundamento sobre el que descansa mi vida. Si se reflexiona detenidamente sobre la esencia de la verdad, no se puede por menos de arribar al concepto de Dios. A la larga, ni el ser propio ni la dignidad de la verdad —de la cual depende a su vez la del hombre y la del mundo— se pueden asegurar si no se aprende a ver en ella el ser propio y la dignidad del Dios vivo. Por eso, a la postre, el respeto hacia la verdad no se puede separar del sentimiento de veneración que llamamos adoración. Verdad y culto se hallan en inseparable relación mutua. A pesar de la frecuencia con que a lo largo de la historia han sido apartados el uno del otro, siempre ha resultado imposible que crezcan por separado. A fin de cuentas, la libertad para la verdad y la libertad de la verdad no pueden existir sin el reconocimiento y la veneración de lo divino. Liberarse del deber de la utilidad es algo que sólo se puede fundamentar —es decir, sólo permanece como tal—, si se anulan las pretensiones exclusivistas del provecho y la propiedad del hombre, por tanto, si está en vigor el derecho de propiedad y la exigencia intangible de la divinidad. El proceso por el que el hombre se convierte en un ser verdadero es en buena parte el proceso por el que el mundo se torna un cosmos verdadero. Cuando el hombre llegue al final de ese proceso, será bueno, y el mundo lo será también.
28.2.
El amor comporta una tendencia universal. El mundo, del que forma parte el otro a quien se ama, aparece de manera distinta cuando amo. En el amado y con el amado, el amante quisiera abrazar de algún modo el mundo entero. El encuentro con el ser amado —ser único— me presenta el universo de forma nueva. El amor es ciertamente una elección: no apunta a millones, sino a este hombre precisamente. Mas, en esta elección, en esa persona singular, la realidad en su conjunto se me revela con una luz nueva. El puro universalismo, la filantropía universal («estad abrazados, millones») permanece vacía. En cambio, la específica y singular elección que recae en esta persona concreta me brinda el mundo y los demás hombres —y yo también a ellos— de un modo nuevo. Esta observación es importante, pues a partir de ella podemos comenzar a comprender por qué el universalismo de Dios (Dios quiere la salvación de todos los hombres) se sirve del particularismo de la historia de la salvación (de Abrahán a la Iglesia). La preocupación por la salvación de los demás no debe llevarnos a tachar este particularismo de Dios. La historia de la salvación y la historia universal no deben considerarse idénticas sin más, pues la solicitud de Dios se dirige a todos. Un «universalismo» directo como el referido destruiría, empero, la verdadera totalidad de la acción de Dios, que llega al todo mediante selección y elección (escogiendo).
29.2.
Los años de los hombres no se pueden contar como los números de un balance. El ser humano comienza siempre de nuevo. Por eso, no es posible sumar el progreso. Quien quiera hacerlo así deberá degradar de antemano al hombre a la condición de número y privarlo de su genuina irrepetibilidad, de su alma. El ser humano empieza de nuevo en cada hombre. Por eso, en él no es posible fijar la felicidad de una vez por todas y luego acrecentarla como un catálogo de acciones. Por mucho que nos hayamos acostumbrado a ellas, todas esas promesas significan a fin de cuentas hacer escarnio del hombre. El éxito de la generación anterior no puede ser automáticamente el de la venidera. Cada generación puede y debe nutrirse de lo que ha crecido antes de ella. Ahora bien, a todas les incumbe sostener al ser humano, sufrirlo y esforzarse por que se realice. Ésa es la razón por la que el sentido de la fe cristiana no puede ser —ni lo fue nunca— transformar el mundo en una gráfica calculable orientada a un paraíso cada vez más abundante y más seguro. Lo consolador del cristianismo reside, más bien, en que propone a cada generación las fuerzas de las que puede vivir y aquellas con las que puede morir. Así ha de ser necesariamente, por la sencilla razón de que este mundo no puede bastarle jamás al hombre. Nunca llegará un momento en que deje de ser un ser de esperanza que anhela la grandeza infinita que excede todo lo mundano: nunca dejará de anhelar al mismo Dios. En este sentido, debemos ser a la vez moderados e inmoderados. Moderados, porque hemos de renunciar a la errónea pretensión de querer instalar en este mundo de modo definitivo algo con lo que el hombre se sienta completamente satisfecho. Mas también debemos ser inmoderados, en el sentido de que hemos de desear más de lo que cualquier planificación del futuro nos pueda dar: la eternidad, Dios mismo.
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