Novala Takemoto - Kamikaze girls

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Novela de culto de la cultura lolita japonesa. Libro escrito por Novala Takemoto. Momoko vive en Shimotsuma, un pueblo rural de Japón, y está obsesionada con la estética «lolita», un movimiento que adora el rococó francés del siglo XVIII y su forma de vestir. Su manera de ver la vida no encaja con la del lugar, que considera demasiado pueblerina para ella, por lo que decide vivir al margen de todo y pasar su tiempo dedicada a bordar, leer, escuchar música clásica y viajar a Tokio a comprar ropa lolita. Su vida cambia el día que conoce a Ichigo, una motera integrante de una banda juvenil de chicas y aspirante a sukeban que la embarca en la búsqueda de un mítico bordador de chaquetas de yakuza, al que nadie ha visto jamás, y del que necesita un trabajo muy especial. Durante esta empresa las dos vivirán lo que es la amistad, la lealtad, la bondad o el desamor. Un torbellino de emociones que anuncia un paso a la madurez al que intentan resistirse con pesar.

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Y ese fue el motivo por el que el inútil de mi padre y yo dejamos atrás Amagasaki y nos mudamos precipitadamente a Shimotsuma.

En Shimotsuma vivía la madre del inútil de mi padre, vamos, mi abuela. Mi abuela había pasado su vida de casada en Amagasaki, donde había dado a luz y criado al inútil de mi padre. Siguió viviendo ahí hasta poco después de que muriera su marido tras la boda del inútil de mi padre, y decidió volver sola a la casa familiar de su pueblo, Shimotsuma, porque sus padres estaban muy mayores y había oído que no podían encargarse ellos solos de trabajar el campo. Para el inútil de mi padre, su madre era la única persona con la que podía contar incondicionalmente en esa situación desesperada; para mí, simplemente era mi abuela. Mi abuela ya se había despedido de sus padres hacía años, y ahora subsistía con la pensión: llevaba una vida tranquila cultivando boniatos, cebolletas o nabos daikon en una huertecita de su jardín, y arrendando un arrozal de su propiedad a un conocido. Tenía una casa antigua de estilo japonés, amplia, con muchas habitaciones, una nevera gigante, una televisión con pantalla LCD… No sé por qué mi abuela tenía tantas cosas caras. La diferencia respecto al estilo de vida que llevábamos en nuestro viejo miniapartamento de Amagasaki, dejando de lado el precio del suelo y de las cosas, era abrumadora.

Hice un examen de admisión y me transfirieron a un instituto cerca de la estación de Shimotsuma. Pero como ya comenté anteriormente, desde la casa de mi abuela, que ahora era mi casa, hasta la estación había media hora andando (o veinte minutos corriendo, ¿eh?). A pesar de eso, era un trayecto normal para los compañeros que iban a ese instituto, lo que no quita que fuera terrible. Por eso se estableció un sistema en el que el autobús escolar pasa por el centro de Shimotsuma para ajustarse al inicio y al final de la jornada escolar, aunque si lo pierdes no te queda otra que hacer el recorrido al instituto andando. Y por eso los estudiantes del instituto de Shimotsuma tienen necesariamente bicicleta. Si pierdes el autobús escolar porque te has retrasado, no te queda otra que ir en bicicleta; y si no hay clase o es festivo y quieres llegar a la estación, tampoco te queda otra que utilizar una bicicleta. Además había un montón de indeseables, delincuentes juveniles y yankis que iban en moto, pero por lo general no las llevaban al recinto escolar porque la normativa del centro prohibía a los alumnos sacarse el carné de moto. Cerca del instituto había un pequeño templo sintoísta abandonado que nadie limpiaba y que no tenía ni sacerdote, y que los delincuentes juveniles utilizaban como aparcamiento. Mi abuela me hizo saber el día que me mudé que mi vida aquí sería muy incómoda si no compraba una bicicleta, pero no podía hacerme a la idea de montar en una. Es que soy una lolita. No hay nada raro en ir al instituto montada en bicicleta con el uniforme escolar, pero creo que va en contra de la disciplina de la lolita usar la bicicleta cuando no hay clase, o sea, cuando voy vestida como una.

Lo cierto es que tuve una bicicleta y también montaba en ella vestida de lolita, aunque era muy peligroso. Los encajes del miriñaque y la falda se enganchaban en la cadena y se ponían perdidos de grasa, y como no me hacía para nada con la distancia entre la planta del pie y el pedal al pisar con la plataforma de las Rocking Horse, me caía de bruces si frenaba de golpe o intentaba tomar una curva. Pero esos son solo los motivos superficiales que me hacían desconfiar de montar en bicicleta. La razón por la que no lo hago es que no hay ninguna a la venta que estimule mi alma femenina. Aunque sea tan práctica y necesaria para la vida cotidiana, no puedo comprar y poseer algo que no case con mi estética. Sí haría mía una bicicleta que fuera bonita y pegara completamente con el estilo lolita, como una de esas que estaban de moda en la época victoriana, con dos ruedas enormes a ambos lados del sillín y una pequeña colocada delante del volante; e incluso una de dos ruedas como esas que llaman biciclos, con la rueda delantera grotescamente grande y la trasera grotescamente pequeña, que sin duda no aprendería a montar porque sería superdifícil y me caería de lado, dándome de bruces contra un poste y sangrando a chorros por la nariz. Sin embargo, en el mundo actual ese tipo de bicicletas no se vende en ningún sitio. En todas las tiendas especializadas a las que he llamado preguntando si las tenían a la venta me contestaron que no, y que no hay fabricantes que las hagan. Probé a buscar en una página de internet y encontré unos cuantos vendedores. Tenían unos precios considerablemente elevados para ser bicicletas, pero aun así escribí preguntando por su condición. Todas las respuestas decían invariablemente que «la bicicleta es una antigüedad, en perfecto estado para ser usada como objeto de exposición, pero imposible de montar en la vida real». En una ocasión descubrí un sitio que fabricaba y vendía biciclos, pero estaba en Inglaterra, y naturalmente las explicaciones, el procedimiento de compra y demás estaban escritos en inglés, y con mi nivel del idioma me fue imposible completar la compra.

Por lo tanto, renuncié a montar en bicicleta. Todavía hoy voy caminando pasito a pasito hasta la estación de Shimotsuma por la triste carretera provincial atrapada entre campos, ¿qué digo campos?, arrozales, y, cuando piensas que se han acabado los arrozales, aparece de pronto un karaoke que se parece bastante a un contenedor y que tendría que estar abierto veinticuatro horas, pero cierra a las dos de la mañana, y un billar mal llamado Pool Bar que parece un centro comunitario, y cuando ya piensas que tal vez a partir de entonces empezarán a aparecer tiendas poco a poco, vuelve el paisaje lleno de arrozales de la triste carretera provincial 131. Camino paso a paso aferrándome a las siguientes palabras: «La belleza no puede ser práctica, el lujo es incómodo».

IV

Lo que más me sorprendió cuando empecé a vivir en Shimotsuma fue que, a la hora de la comida, todos llevaban bolas de arroz envueltas en vainas de bambú y langosta cocida en salsa de soja dulce como acompañamiento. Es mentira; por mucho que sea un pueblo, la gente de Shimotsuma no vive tan atrasada en el tiempo. Empiezo de nuevo; lo que más me sorprendió fue que si estabas enferma e ibas al médico, si se trataba de algo interno, como un dolor de tripa o un catarro, te recetaban siempre daranisuke, y si tenía relación con algo externo, como cortes o contusiones, una pomada de aloe vera. Esto también es mentira cochina, lo siento. Lo que me sorprendió de verdad de la buena es la enorme cantidad de yankis que había. Puede sonar raro eso de que me sorprendí de la cantidad, habiendo nacido y crecido en el área de Amagasaki con mayor población de yankis, pero las vestimentas y las formas de actuar de los de Amagasaki y de los de Shimotsuma —o mejor dicho, de los yankis de Ibaraki— eran no un poco, sino enormemente distintas.

Un yanki es fundamentalmente un yanki y su esencia debería ser la misma, pero los de Shimotsuma parecían no poder dejar atrás la cultura yanki de la generación anterior. Aunque desconozco del todo esta cultura, parece que entre los yanquis de Amagasaki estaba de moda teñirse el pelo de tono naranja, o de morado, o hacerse mechas. Pero los de Shimotsuma seguían llevando a estas alturas peinados sorikomi y permanentes exageradas. También había algunos parecidos con los gangsta, pero la original moda hip-hop desarreglada y holgada de esa tribu urbana se convertía en simple dejadez al pasarla a la moda de Shimotsuma, y los que la seguían tenían pinta de estar copiando a sus viejos con ropa de fin de semana. Así que, aunque se les llamara gangsta, esas pintas no podían entenderse más que como una adaptación del estilo yanki. Todas las chicas del instituto todavía seguían llevando calentadores. La fama de Alba Rosa y Egoist (pero solo productos con logo) gozaba de buena salud entre la tribu de las chicas kogal, que eran sensibles a la moda y viajaban con frecuencia a Tokio, pero parecía que a Ibaraki no habían llegado noticias de la revolución que Cecil McBee causaba en esos momentos.

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