Carlos de Ayala Martínez - Las Cruzadas
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Pero la vinculación del movimiento cruzado con el juridicismo centralizador de Roma no solo no acaba aquí, sino que se potencia de manera extraordinaria tras la primera cruzada, y ahí está para demostrarlo el Decretum, la mayor compilación canónica hasta la fecha, obra realizada por un monje camaldulense llamado Graciano que probablemente la confeccionó hacia 1140 en el monasterio de San Félix de Bolonia. Un buen especialista, como James A. Brundage, ha estudiado de manera particular las desviaciones justificadoras que para el encauzamiento de la violencia cristiana tuvo la labor de Graciano y los llamados decretistas. Para empezar, a ellos debemos una elaborada clasificación terminológico-conceptual que perfila con claridad algunas de las categorías que hemos tenido ocasión de ir analizando en páginas anteriores. Distinguían, en primer lugar, entre violencia privada y pública. Esta última, a su vez, podía ser profana o sagrada. La violencia pública sagrada se correspondía con la guerra justa, que podía practicarse tanto en defensa del reino, de la familia y de la legítima propiedad, como en defensa de la Iglesia y de la religión cristiana. En este último caso, nos encontramos con la guerra santa, de la que la cruzada no es más que una manifestación.
En efecto, eran posibles diversas modalidades de guerra santa. Para que una cruzada fuera canónicamente reconocida como tal, pasaba por presentar las siguientes características:
– A diferencia de otras guerras santas que podían ser predicadas por los obispos en virtud del ius gladii que poseían, la cruzada solo podía ser proclamada por el papa.
– Solo a él correspondía, además, autorizar la concesión de indulgencia plenaria.
– Los cruzados, y no otros participantes en guerras santas, se juramentaban mediante la emisión de votos.
– Gozaban, además, mientras duraba la cruzada, de determinados privilegios temporales: protección sobre sus personas, familia y propiedades, inmunidades semejantes a las de los clérigos y ciertas exenciones fiscales.
– Solo los cruzados podían combatir bajo la enseña de la cruz, como símbolo y manifestación de su específico status.
La cruzada entraba así en la vía de la formalización jurídica derivando hacia la cristalización canónica de algunas de sus más características instituciones. Los restos de espontaneidad que aún podían quedarle al movimiento desaparecían por completo.
Redefinición de Planteamientos. Las cruzadas y su diversidad tipológica
Al tiempo que, a raíz de la conquista de Jerusalén, el marco geográfico del movimiento cruzado se amplía y se va perfilando su definitiva caracterización jurídico-formal, también la definición de sus planteamientos experimenta importantes transformaciones que afectan a su propia naturaleza originaria. La defensa de la cristiandad sigue siendo el valor supremo, pero esa cristiandad, por obra de la teocracia pontificia, cada vez se identifica más con la Iglesia. La defensa de la Iglesia respecto a la agresión de los infieles, la provocación de los paganos y la desestabilización de los herejes se convierten ahora en el objetivo múltiple de la cruzada. A esos mismos enemigos de la Iglesia –los infieles musulmanes de Tierra Santa y de España, los paganos eslavos de Prusia y el Báltico, los cismáticos griegos y los herejes diseminados por toda la cristiandad– se refiere en el siglo XIII un hombre que sabía mucho de cruzadas, Jacobo de Vitry, obispo franco de San Juan de Acre, participante activo en la quinta cruzada y cardenal de la curia romana, donde murió en 1240.
A partir del siglo XII, en efecto, las cruzadas, con independencia del destino liberador de Tierra Santa y, por tanto, del marco geográfico en donde se produjeran, se relacionan con uno de estos tres grandes grupos que responden, a su vez, a la naturaleza del enemigo a abatir. Lógicamente los musulmanes seguirán manteniendo la primacía en la contraimagen del cruzadismo, pero como veremos en próximos capítulos, su protagonismo será compartido ocasionalmente por paganos centroeuropeos o cristianos heterodoxos.
También veremos más adelante cómo desde mediados del siglo XII los reyes empiezan a pensar en una instrumentación de la cruzada referida al ámbito de sus respectivos reinos. No se trata de una revitalización de la antigua guerra santa secular, aún no clericalizada, sino una adaptación de la cruzada a los intereses de la monarquía: ya que cruzada es defensa de la Iglesia, y ésta, debidamente parcelada, se integra poco a poco en la estructura política de los reinos, es a sus titulares y no al papa a quien corresponde responsabilizarse de su defensa. De este modo, la cruzada se convierte en instrumento de sujeción de la propia estructura eclesiástica, y por ello en mecanismo de reforzamiento del poder real. Esta tendencia se verá muy claramente ejemplificada en la Península Ibérica, pero no solo en ella. De todo ello tendremos ocasión de hablar en próximos capítulos. Ahora nos interesa detenernos con detalle en la primera y arquetipo, pese a su especificidad, de todas las demás, la predicada por Urbano II en Clermont en 1095.
NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
Para lo referente a la primitiva institución del herem en Israel y a todo el cambio de mentalidad bélico-religiosa en la cultura hebrea a raíz del año 100 a.C., vid. la clásica obra de R. de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento, Barcelona, 1992, en especial pp. 346-357. Sobre la Regla de la guerra puede consultarse F. García Martínez y J. Trebolle Barrera, Los hombres de Qumrán. Literatura, estructura social y concepciones religiosas, Madrid, 1993, en especial pp. 84-85; el texto de Qumrán ha sido editado por el primero de estos dos investigadores: Textos de Qumrán, Madrid, 1992, p. 145 y ss.
Una magnífica y actualizada síntesis que aborda la postura del cristianismo antiguo acerca del ejército y de la violencia en J. Fernández Ubiña, Cristianos y militares. La iglesia antigua ante el ejército y la guerra, Universidad de Granada, 2000. Para una correcta contextualización del tema y un seguimiento del llamado “giro constantiniano” pueden verse algunas de las recientes publicaciones sobre el Bajo Imperio Romano como las de A. Cameron, El Bajo Imperio romano (284-430 d. C.), Madrid, 2001, o L.A. García Moreno, El Bajo Imperio romano, Madrid, 1998.
Las primeras justificaciones doctrinales de la violencia elaboradas por el cristianismo, y de modo especial por san Agustín, han sido recientemente sintetizadas en un artículo general sobre el tema de L. Sowle Cahill, “La tradición cristiana de la guerra justa: tensiones y evolución”, Concilium, 290 (2001), pp. 257-267. Los ejemplos aducidos sobre la guerra santa bizantina pueden consultarse en las obras clásicas de los grandes bizantinistas; a modo de guía, es útil la actualizada síntesis de J.J. Norwich, Breve Historia de Bizancio, Madrid, 2000. Para las “campañas misioneras” de Carlomagno en Sajonia, vid. A. Barbero, Carlomagno, Barcelona, 2001, pp. 48-51; L. Halphen, Carlomagno y el Imperio Carolingio, Madrid, 1992, pp. 59-60; Eginhardo, Vida de Carlomagno (A. de Riquer, ed., Barcelona, 1986), p. 62.
La obra de Jean Flori, La guerre sainte. La formation de l’idée de croisade dans l’Occident chrétien, Aubier, Paris, 2001 [ed. esp. La guerra santa. La formación de la idea de cruzada en el Occidente cristiano, Trotta-Universidad de Granada, 2003], resulta de extraordinario interés para todo lo que supone la antesala ideológica del concepto de cruzada y el nacimiento de la espiritualidad militar. Puede completarse con el clásico libro de Maurice Keen, Chivalry, Londres, 1984 [ed. esp. La caballería, Barcelona, 1986], y del propio Jean Flori, Chevaliers et chevalerie au Moyen Âge, París, 1998 [ed. esp. Caballeros y caballería en la Edad Media, Barcelona, 2001]. Como obra general de referencia, puede consultarse R.W. Kaeuper, Chivalry and violence in Medieval Europe, Oxford, 1999.
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