Juan Pedro Cavero Coll - El pueblo judío en la historia

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El pueblo judío en la historia: política, sociedad, religión y cultura aborda ―centrándose en los judíos― algunos de los principales aspectos que suelen caracterizar la vida de las personas y que, por tanto, contribuyen a identificar a las civilizaciones y a ciertos grupos sociales.
Combinando la exposición objetiva de los hechos con citas de otros autores y a veces opiniones propias, a lo largo del libro Cavero Coll va desgranando y explicando con sencillez cuestiones en ocasiones complejas pero de gran importancia histórica y con frecuencia tratadas ―a veces con superficialidad e incluso equivocadamente― en numerosos medios de comunicación nacionales e internacionales.
Desde el punto de vista político, el lector conocerá con claridad el origen y el desarrollo del conflicto de Oriente Próximo, así como los hitos principales que van llevando a su solución. Asimismo, el libro explica la situación actual ―demográfica y sociológica― de los judíos en Israel y en la diáspora, cómo estos últimos son percibidos por sus compatriotas no judíos y cuáles son los retos fundamentales del pueblo judío en el presente y en el próximo futuro.
Cavero Coll aborda la religión desde varias perspectivas. En un capítulo explica el judaísmo y sus principales corrientes actuales; después expone los fundamentos teológicos del cristianismo y relaciones teológicas y políticas entre la Iglesia y el pueblo judío; y a continuación, el autor muestra cómo los musulmanes consideran el judaísmo y a qué retos se enfrenta la religión de Mahoma.
El último capítulo ofrece una amplia perspectiva sobre la contribución de los judíos ―como pueblo e individualmente― a la cultura universal, dando a conocer numerosos nombres de judíos que han realizado significativas aportaciones en los más variados campos de las ciencias, las técnicas, las artes y el deporte.

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Pero grande es también el interés de los cristianos por ese territorio, escogido por Dios ―según la doctrina cristiana― como escenario de los hechos narrados en el Antiguo Testamento y elegido por Jesucristo para vivir en el mundo, como repetidas veces han recordado romanos pontífices y otros miembros de la jerarquía eclesiástica. Los musulmanes, por su parte, afirman que el Corán identifica a los primitivos israelitas por sus creencias y no por la posesión de una tierra y reconocen la santidad ejemplar de los patriarcas bíblicos ―especialmente de Abrahán, al que consideran padre espiritual― y de Jesucristo, a quien honran como profeta. Los musulmanes sienten además especial veneración por Jerusalén, escenario de importantes acontecimientos para judíos y cristianos y ciudad querida por Mahoma; esa urbe también guarda, para los seguidores del profeta, lugares santos.

Aunque las diferentes doctrinas y tradiciones religiosas han establecido pautas generales de comportamiento, hay tantas formas de relacionarse con Dios como creyentes. Y es innegable que, a lo largo de su historia, las religiones monoteístas y otros credos han tenido adeptos fanáticos. Igual ha ocurrido entre agnósticos, ateos y nacionalistas radicales cuando sus opiniones o acciones han conllevado el atropello de las libertades de los demás. En la actualidad, como sabemos, grupos fundamentalistas islámicos y ultranacionalistas judíos ―algunos con mezcolanzas religiosas― niegan el diálogo como medio de solución del conflicto palestino-israelí.

Respecto a estos últimos, hace décadas el pensador marxista Roman Rosdolsky sostuvo en su libro Engels y el problema de los pueblos “sin historia” que el nacionalismo judío

«se revela como un antisemitismo al revés; mientras este considera a los judíos como enemigos del mundo entero, aquel declara al mundo entero enemigo de los judíos. Y así como el antisemitismo, gracias a su vehemente exageración del papel y del poder de la “subhumanidad judía”, hace que los judíos, muy contra su intención, aparezcan como una raza especialmente valiosa y capaz, también el nacionalismo judío, gracias a su absurda generalización, debe conducir a una conclusión totalmente indeseable para él.»

Uno de los movimientos político-religiosos judíos más intransigentes es Gush Emunim («Bloque de los Fieles»), fundado en 1974, recién concluida una de las guerras árabe-israelíes. Desde su aparición, el Gush ha intentado acabar con el laicismo del sionismo. Otro de sus objetivos es fomentar en la sociedad israelí el deseo de extender las fronteras al Israel bíblico (Eretz Israel), mucho mayor que el estado actual, con la esperanza de que así lo encuentre el Mesías en su venida a este mundo. Con tácticas violentas, miembros del Gush han presionado para sustituir las fronteras legales reconocidas internacionalmente por otras religiosas imposibles de alcanzar.

Desde los años setenta del siglo XX ha crecido la influencia de varios movimientos religiosos judíos en la política israelí. El hecho forma parte de un proceso de retorno al judaísmo suscitado por miembros de comunidades judías de la diáspora y por israelíes de diversos ámbitos sociales y profesionales. A diferencia de los laicistas, los protagonistas de este proceso no piensan que la religión estorbe a la política, ni a la economía, ni a la ciencia, ni al progreso social, sino todo lo contrario. Por eso se está abriendo en la sociedad judía israelí una brecha entre unos y otros.

El caso de los islamistas radicales violentos es distinto y especialmente grave. Tergiversando la doctrina musulmana tradicional, los fundamentalistas islámicos partidarios de la lucha armada justifican su posición aludiendo a su particular concepción de la yihad contra Israel y las naciones occidentales, consideradas cuna del laicismo. Para generar un caos social que solo a ellos beneficia, sus cabecillas procuran ganar adeptos exacerbando a las masas y bendiciendo a quienes participan en la contienda que predican. Según el sociólogo francés Bruno Étienne, «en el caso del islamismo se trata más de un sueño político que se efectúa más a través de una lectura política del islam que de una renovación religiosa».

Interpretando a su manera el Corán, los radicales violentos incitan a conculcar la legalidad e inducen al terrorismo suicida, convenciendo a sus seguidores de alcanzar la salvación eterna tras morir con violencia y arrastrar a muchas víctimas consigo. Esa transformación del islam en ideología ―dicho de otra manera, esa instrumentalización del fervor religioso en función de los intereses políticos―, propia del fundamentalismo islámico, conlleva el rechazo a valores considerados occidentales como la igualdad de derechos entre mujeres y hombres, la democracia, el estado aconfesional, la libertad religiosa sin discriminaciones y el respeto de los derechos humanos.

Como ocurriera hace décadas con la aceptación de la teología marxista de la liberación por algunas comunidades cristianas, la subordinación de la religión a la política que implica el fundamentalismo islámico constituye una muestra más del rechazo a costumbres ajenas y a nuevos modos de vida que implican respetar la libertad de los demás. Desde esa perspectiva, Israel no es solo el origen del problema palestino sino una activa avanzadilla de los valores occidentales en Oriente Próximo. También por diferenciarse tanto de un estado en el que se aplicara literalmente la sharia o derecho islámico, piensan los fundamentalistas musulmanes violentos, Israel debe desaparecer.

En general, las prédicas incendiarias de los imanes radicales ―en los últimos años especialmente vigilados por numerosos servicios de inteligencia y seguridad― no se limitan a avivar el fuego antiisraelí. Sus soflamas subversivas político-pseudorreligiosas han logrado persuadir a mentes demasiado influenciables y, junto a otros factores, han contribuido a la extensión del terrorismo islámico por doquier. Ciudades de estados occidentales que han padecido grandes matanzas son Nueva York (11 de septiembre de 2001), Madrid (11 de marzo de 2004) y Londres (7 de julio de 2005); asesinatos indiscriminados consumados han sufrido también núcleos urbanos como Ámsterdam (2 de noviembre de 2004), Fráncfort (2 de marzo de 2011), Toulouse (19 de marzo de 2012) y Boston (15 de abril de 1913); afortunadamente en otros casos, como ocurrió en Estocolmo (12 de diciembre de 2010), el atentado acabó en una acción fallida.

Además de Israel ―la nación más sacudida por el terrorismo islamista― y de los países occidentales, otros muchos estados han sufrido o sufren atentados terroristas islamistas cuyas víctimas ―no solo judías y cristianas―, en total, se cuentan por decenas de millares. Entre esos países se encuentran Afganistán, India, Pakistán, Líbano, Indonesia, Egipto, Yemen, Arabia Saudí, Sri Lanka, Irak, Siria, Jordania, Libia, Turquía, Argelia, Rusia, Nigeria, China, Tanzania, Kenia, Túnez, Marruecos, Somalia, Tailandia, Filipinas, Bangladesh, Argentina, Tailandia y Malí.

La preocupación de Israel por su seguridad no solo guarda relación con la multitud de ataques terroristas padecidos, sino también con su situación geopolítica. El país está rodeado por otros que albergan importantes grupos de población que desean su desaparición y debe permanecer alerta frente a las posibles acciones violentas de gobernantes extranjeros que, en ocasiones, no han ocultado sus deseos de atentar contra los israelíes. Entre los ejemplos más conocidos de antisionismo radical pueden citarse a los difuntos presidentes de Siria (Hafez al-Hasad) e Irak (Sadam Husein).

Especial atención merece el caso de la República Islámica de Irán que, desde su creación en 1979, tanto apoyo ha prestado a los palestinos más violentos. Días después de triunfar la revolución islámica iraní, su dirigente supremo el ayatolá Ruholá Jomeini (1979-1989) declaró en público que el «régimen corrompido de Israel debe ser aniquilado». La animadversión a Israel de los prebostes religiosos y políticos iraníes ha continuado: el ayatolá Alí Jamenei, sucesor de Jomeini en la jefatura del estado, considera que Israel es un «tumor canceroso en el corazón del mundo musulmán»; quien fuera presidente del gobierno Mahmud Ahmadineyad (2005-2013) afirmó, entre otras frases, que «Israel debe ser borrado del mapa»; y su sucesor Hassan Rouhani ha reiterado la hostilidad de Irán contra el «régimen sionista» israelí.

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