Ignacio Merino - La Ruta de las Estrellas

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Novela breve de fondo histórico sobre la aventura vital de Juan de la Cosa, uno de los grandes descubridores de América cuya figura ha quedado oscurecida por la sombra del ambicioso Cristóbal Colón, con quien hizo el primer viaje como piloto y maestre. Hábil navegante, capaz de cruzar el Océano leyendo el cielo estrellado, trazó en 1500 el primer mapamundi que incluía los contornos de la América conocida. Como tributo de admiración se lo regaló a la reina de Castilla Isabel la Católica, con quien según el autor mantuvo un sentimiento que pudo ser recíproco.

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Eutimio hizo una pausa, pero no necesitó que le animasen para retomar el hilo de su narración.

—Me di cuenta de que en la canoa del jefe había dos mujeres y un niño. La mayor, aunque todavía era joven, miraba ansiosa y no aplaudía. Guaracaibo la señaló y me miró con ojos suplicantes. Hice una señal con la cabeza y permití que subieran a bordo las mujeres con el niño. La verdad, no sabía bien qué se proponían, pero ante sus ruegos no pude hacer otra cosa. Un capitán no debe abandonar a su suerte a los huérfanos del mar.

—Hicisteis bien.

Juan había dejado de tomar notas y escuchaba atento el relato del marinero. Como volvía a dudar y hasta parecía que se le nublaban los ojos, Juan le puso una mano sobre el brazo y asintió. El gaditano sacó un pañuelo sobado de las calzas y se sorbió la nariz. Con los ojos enrojecidos continuó su historia.

—En cuanto subieron al barco las mujeres, los hombres que acompañaban al jefe descendieron por la escala. En las canoas todos empezaron a despedirse con la mano y a llorar. Guaracaibo seguía sonriendo y saludando a los suyos desde la barandilla, abrazando a mis hijos y tomándolos por la cintura. Como se había levantado viento de poniente, ordené virar a babor y seguir la estela del alisio. A las pocas horas ya no veíamos las canoas, ni siquiera las islas. Estábamos volviendo a casa.

—¿Cuánto duró la travesía? —La voz del Almirante volvió a interrumpir con autoridad.

—Veinte jornadas.

Colón miró al maestre De la Cosa y por primera vez sonrió. Esos datos confirmaban sus teorías. A buen seguro, aquellas gentes de oriente serían habitantes del archipiélago de Cipango.

Pero Juan seguía con el ceño fruncido. Tenía la impresión de que aquellos guerreros no eran súbditos del Khan de Mongolia ni del emperador de China. Eutimio no hablaba de piel amarilla ni barcos con velas de papel, que era lo que Marco Polo y otros navegantes portugueses habían conocido por los parajes y mares asiáticos. Esas gentes de las que hablaba el piloto gaditano debían ser distintas, de un país desconocido, aún más primitivo.

Fue en ese instante cuando Juan presintió que aquellas tierras extrañas y alejadas no eran Cipango, ni siquiera Asia. Durante unos pocos minutos, breves pero de intensidad reveladora, un pensamiento avasallador se fue abriendo paso en los territorios de su mente, inundándolo todo. Aquellas islas bien podían ser las esquirlas del inmenso continente que se interponía entre Europa y Asia, un mundo por conocer y explorar. La terra incognita de la que tanto se hablaba. La Atlántida de Platón.

Juan oía rumores, a sus oídos llegaban preguntas cargadas de tensión disimulada, respuestas lacónicas o amedrentadas. Escuchaba suspiros de alivio, toses contenidas y voces que asentían con interjecciones y palabras gruesas. Pero no prestaba atención. La luz abría oquedades sin explorar en su cerebro y un cosquilleo le recorrió la espalda. Tuvo que hacer esfuerzos para no dejar que la ensoñación se apoderase de él y lo arrastrara, por volver a la realidad de ese banquete de marineros que apenas bebían y guardaban silencio entre densas parrafadas. Debía estar atento a cuanto se dijera en aquella mesa.

Bien es verdad que tenía conciencia de que a veces lo más importante, el origen de las cosas trascendentales, no sucede a través de la inteligencia o la voluntad sino que es la intuición la que a menudo muestra la senda de lo verdadero y la emoción de lo hermoso, con sabiduría automática. Con frecuencia la auténtica vida tiene poco que ver con la realidad del mundo o el soplo engañoso del presente.

Los indicios geográficos, los cálculos de las distancias y aquellas experiencias que contaban quienes se atrevían a navegar más allá de las Azores, apuntaban la posibilidad de que existiera tierra aún por explorar. Pero más lo presentía la intuición afilada de aquel hombre que ensimismado dibujaba un barco en su resma de papel. Había que saber más. Dejar de mirar la costa y alzar la vista a las estrellas.

Juan interrogó con la mirada a Eutimio. El andaluz no necesitaba ya de ruegos, veladas amenazas, ni siquiera palabras de ánimo. Estaba lanzado y quería contarlo todo.

—Navegamos cómodamente a favor del viento hasta que encontramos la primera tormenta siete días después de dar la vuelta. Guaracaibo y su mujer, Ninié, se mareaban continuamente y pasaban las horas tumbados en cubierta, acostados juntos en una loneta que habían sujetado con cuatro palos a la que llamaban hamaca. La otra chica cuidaba del niño. Diego supo un día que era hermana del jefe y que sabía cocinar. A partir de entonces nos preparaba tortas de harina, retiraba nuestros platos y los lavaba. Diego sonreía y se le veía más alegre. Yo también he sido joven y sé que cuando a un mozo de dieciocho años se le cruza una hembra hermosa en un barco, empieza a pensar en algo más que sujetar jarcias y tensar velas. La rapaza era guapa como una gitanilla y andaba medio desnuda, con los pechos al aire. Caminaba despacio, esquivando enseres y maromas con una gracia que parecía estar bailando. En alguna de las guardias Diego debió acercarse a su hamaca y ella no lo rechazó. El crío dormía con sus padres, y la joven, a quien mi hijo le puso de nombre Araná porque ella repetía esta palabra continuamente, le dejó hacer. Yacieron juntos y pasó lo que pasa entre un doncel y una hembra cuando el mar está en calma, las estrellas brillan en el cielo y la brisa refresca el cuerpo. Yo... no pude hacer nada... Hubiera sido como ir en contra de la Naturaleza.

Nueva pausa. Eutimio se concentró en los recuerdos mientras su mente luchaba por recuperar la noción de aquellas jornadas que se le aparecían envueltas en una bruma espesa, como de pesadilla.

—Lo malo es que, entre tanta tranquilidad, Guaracaibo enfermó y su mujer también. El día catorce tuvimos que arrojar sus cuerpos al mar porque él había muerto por la noche y ella estaba agonizando. Como apenas quedaba comida para los demás, decidí que no alimentaran más al niño con papilla de harina. La criatura dejó de existir en silencio, totalmente consumida. Araná se retiró a un rincón. No quiso hablar con nadie ni tampoco que Diego la consolara.

Cuando volvimos a La Gomera, nada dijimos de lo que nos había sucedido. Escondimos a la chica y dejamos pasar el tiempo. Yo era viudo y fueron mis otros hijos quienes se ocuparon de ella. Araná parió un varón a los nueve meses y luego murió. Nos quedamos con el niño y lo criamos como uno más de la familia. Le llamamos Caibo. La verdad es que no me disgustaba ser abuelo, aunque el mozalbete, que es listo como un conejo, siempre me ha llamado padre.

Nadie dijo una palabra cuando Eutimio puso punto final. Nadie excepto el Almirante, quien al comprobar que el marinero no decía más, continuó el interrogatorio.

—¿Hicisteis más viajes como ése?

—Sí.

—¿Recogisteis a más gente?

—No.

—¿Qué visteis?

—Muchos indígenas que vivían pacíficamente en sus islas pescando y cazando. Casi todos sanos y amables. Dejamos señales nuestras y mojones. También algún hijo más, me temo. Pero la tercera vez que nos adentramos por aquellas aguas, hará cosa de cinco años, nos topamos con una tribu de guerreros que iban pintados y armados. Cuando quisimos conversar con ellos, nos atacaron y dieron muerte a mi hijo Antón. Desde entonces no he vuelto.

Colón se enderezó en su asiento y se frotó despacio las manos. Tenía un brillo en la mirada que todos pudieron observar. A Martín Alonso Pinzón se le había ido la cara de sargento y hasta el color. Los demás marineros estaban impresionados, alguno emocionado. Juan puso su mano sobre el brazo del viejo marino.

—Descuidad, maese Hinojosa. Nosotros buscaremos esas señales.

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