Ignacio Merino - La Ruta de las Estrellas

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Novela breve de fondo histórico sobre la aventura vital de Juan de la Cosa, uno de los grandes descubridores de América cuya figura ha quedado oscurecida por la sombra del ambicioso Cristóbal Colón, con quien hizo el primer viaje como piloto y maestre. Hábil navegante, capaz de cruzar el Océano leyendo el cielo estrellado, trazó en 1500 el primer mapamundi que incluía los contornos de la América conocida. Como tributo de admiración se lo regaló a la reina de Castilla Isabel la Católica, con quien según el autor mantuvo un sentimiento que pudo ser recíproco.

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Los murmullos de los habitantes de La Gomera acallaron los esfuerzos de Eustaquio por hablar. Dos hombres barbados y con el rostro curtido, mucho más jóvenes de lo que parecían, negaban con la cabeza.

—Ya estamos con las sandeces de siempre. Es la misma tierra que ven los de las Azores cada año.

El que se sentaba a su lado, que por su gravedad y mayor edad parecía ser su padre, habló con voz cavernosa como si pronunciase una sentencia.

—No es tierra firme, sino una ilusión de los ojos que aparece por efecto del sol y el vapor. Yo también lo he visto y puedo aseguraros, excelencia, que la isla de San Brandán, que así la llaman los portugueses, no existe. Cuando crees que has llegado a ella, sólo hay mar. Todos los años, cuando llegan los calores de julio, sucede lo mismo.

El Almirante asentía y miraba a unos y otros como si pidiera más información. Juan de la Cosa preguntó a uno de los jóvenes barbudos.

—¿Alguno de vosotros ha oído o visto lo que cuentan sobre náufragos a la deriva en pleno Océano?

Todos miraron a Eutimio, un andaluz bajo y cetrino que llevaba cerca de treinta años viviendo en La Gomera. Tenía mujer guanche y cinco hijos varones que se hacían a la mar con él, para comerciar con los africanos y pescar merluzas. Navegando tras los bancos, habían llegado a internarse en el mar de los Sargazos, que ellos llamaban de las Algas.

No era Eutimio hombre al que le gustara fanfarronear y ni siquiera probaba el vino. Como todos lo miraban, carraspeó y sacó una bolsa de tabaco. Sólo algunos canarios conocían por entonces esa práctica aprendida de los indios. Los españoles venidos de la Península contemplaron atónitos cómo el hombre llenaba una pequeña cazoleta de barro blanco con boquilla de madera y luego encendía las hojas del interior, aspirando el humo.

—Vamos, Eutimio, cuéntanos.

Juan se dio cuenta de que el marinero no quería hablar por miedo a que se burlasen de él. Debía haberlo narrado ya otras veces y probablemente no le creyeron. Decidió apoyarle con datos geográficos y sacó de la talega unos pergaminos con cartas náuticas dibujadas según la información de unos pescadores de ballenas vizcaínos y un pariente cántabro que había cruzado el Océano dos veces en busca de bacalao.

—Si me lo permite, señor Eutimio —desplegó una de las cartas, la más grande, y la sujetó por los bordes con cuatro copas de metal—, nosotros sabemos que navegando hacia el oeste se encuentran islas y hasta la tierra firme de Asia.

Eutimio dio una larga chupada a su pipa. El humo molestó a Juan, que parecía empezar a irritarse. El cántabro continuó sus explicaciones, tratando de que el hombre hablara por sí mismo.

—Tenemos datos geográficos y marítimos que nos indican la ruta del norte, pero queremos navegar hacia el sur, buscando el Ecuador, porque así los vientos oceánicos nos favorecerán y podremos llegar antes. ¿Qué sabe usted?... ¡Por Dios, buen hombre, se lo ruego, hable de una vez!

Eutimio no apartaba la vista de su bolsa de tabaco y parecía sumido en un impenetrable silencio. Sus camaradas le animaban sin resultado. Colón miró a Martín Alonso Pinzón y a Juan de la Cosa. Había desprecio en sus ojos, pero también ansiedad. Juan elevó el tono de su voz.

—¡Se lo ordeno en nombre de nuestra soberana Doña Isabel de Castilla!

Eutimio levantó el rostro y tragó saliva. El nombre de la lejana Castilla, su patria, y el de la mujer que llevaba su corona, fueron como un aldabón que llamara a las puertas cerradas de su conciencia. Había apremio y mucha autoridad en la llamada. Tenía que abrir.

—Está bien, señores, está bien.

Dejó la pipa, bebió un sorbo de agua y cruzó las manos sobre el tablero. Todos le miraron. Colón se echó hacia atrás en su asiento, Juan apoyó sus brazos sobre la mesa mientras miraba a los ojos al hombre que parecía un acusado. Pinzón observaba con cara de pocos amigos, como un fraile de la Inquisición.

—Ya lo he contado antes. Han sido varias veces, las que me he encontrado con seres humanos de la otra parte del mar.

Hasta el posadero dejó de limpiar la vajilla. Un silencio cargado de presagios ocupó la mesa en la que dos hombres sentados frente a frente no se quitaban ojo. Mientras, uno de ellos empezaba su confesión y el otro sacaba pluma, tintero y papel para tomar notas.

—Hará cosa de diez años que los encontramos por vez primera. Yo iba con mis dos chicos mayores, que por entonces no habían echado la barba, cuando nos vimos rodeados por islotes en medio de un mar caliente lleno de algas. Era al amanecer y nos despertaron los graznidos de gaviotas y grandes pájaros marinos. Sabíamos que habría tierra y nos dispusimos a bojear alguna de aquellas islas. Cuando habíamos pasado ya varias, encontramos una flotilla a la deriva con unas cuarenta personas distribuidas en siete embarcaciones. Remaron hasta nuestro costado, hasta que mi Diego les apuntó con un arcabuz y les dio el alto. Llevaban arcos y flechas y hablaban una lengua extraña que no comprendíamos... Estaban casi desnudos, pero no parecían desnutridos ni enfermos... Había algunas mujeres y varios niños.

Eutimio Hinojosa, hijo de Vejer y nieto de un villorrio zamorano, no quiso continuar. Estaba claro que había algo oculto en la narración, algo que parecía torturarle.

—Proseguid, os lo ruego.

—No parecía que quisieran hacernos ningún mal, así que le dije a Diego que dejara de apuntar con su arcabuz. Entonces se acercó una de aquellas barquichuelas, a las que llaman canoas, y un hombre joven de buen cuerpo que iba a proa y parecía el jefe comenzó a dar voces apuntando con la mano hacia una isla que se veía en el horizonte. Nosotros no le comprendíamos bien pero Antón, el pequeño, empezó a hacer gestos afirmativos con la cabeza. Sonreía y hacía como si estuviera entendiendo. Antes de que yo pudiera reaccionar ya los teníamos encima, a menos de diez yardas. La verdad, señor Juan, eran aquellas gentes criaturas dignas de ver con sus plumajes y los cabellos embadurnados de aceite. Tenían ojos muy vivos y la sonrisa franca...

—¿Qué hicisteis entonces? —Colón preguntó a bocajarro.

—Tiramos una escala y el hombre subió por ella con una agilidad asombrosa. Mis hijos le ayudaron a saltar a cubierta y le sujetaron con cuidado por los brazos, pero él los miró muy serio y ellos le soltaron. Luego vino hacia mí y se arrodilló llorando. Yo no sabía qué hacer, os lo juro por la Virgen del Puerto, pero puedo asegurar que ver a aquel guerrero, que debía ser un príncipe o algo parecido, postrado ante mí y llorando, me movió a la compasión. Ordené al cocinero que le trajera un vaso de ponche y el muchacho lo bebió de un sorbo. Pude ver sus dientes blanquísimos y completos cuando me sonrió dando las gracias. Por entonces, dos compañeros suyos habían escalado por la cuerda y saltado a cubierta. Mis hijos y ellos se hacían señas y se observaban con curiosidad. Por fin Diego sacó un papel y un carboncillo y se lo dio al jefe. No lo dudó mucho el indígena y comenzó a dibujar con frenesí. Primero una isla grande, luego otras más pequeñas y finalmente un grupo de islotes que resultaron ser pequeñas embarcaciones, como las que estaban a nuestro costado. Parecía que las barcas eran la flota en la que habían abandonado una de las islas porque otra tribu los había echado. El nativo se señaló en el pecho y pronunció un nombre, una palabra sonora y fácil de repetir que aprendimos enseguida: Guaracaibo, dijo, señalándose a sí mismo. Luego extendió las palmas de sus manos hacia arriba y volvió a sonreír. Antón le contestó pronunciando su nombre y el de su hermano. Luego me señaló a mí y dijo una sola palabra: padre. El salvaje se concentró en esta palabra y me miró a los ojos. Luego la repitió. Los otros dos también la dijeron, aunque apenas se les entendía, y los tres se arrodillaron poniendo sus manos en mis pies. Yo estaba realmente conmovido y dispuesto a ayudarles, así que les hice levantarse y juntos, con Diego, Antón y los otros cinco tripulantes, nos acercamos a la barandilla y saludamos. Todas las personas que estaban en las canoas se pusieron a dar gritos de alegría y a batir palmas. Éramos amigos y parecían muy felices por ello.

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