Los bestiarios del siglo XX
Cambio de paradigmas en relación con los animales
¿Qué so(m)bra de un hombre?
La urgencia de lo fantástico y lo fantástico urgente
3. De la instrumentación
El psicoanálisis como ojo para lo fantástico
La semiótica psicoanalítica
Breve psicoanálisis del miedo
Lo extraño familiar
PARTE II. LO FANTÁSTICO EN EL CINE
1. Un cuerpo tentacular
De las dificultades clasificatorias
La avant-garde de los estudios sobre el fantástico en Francia
Las dos vías de los mitos fantásticos
Fantástico, género evanescente
2. Un palimpsesto monstruoso
La narrativa cinematográfica
Origen y recorrido del cine fantástico
De la caverna platónica a las soirées parisinas
La precinematografía
El primer cine (1895-1907)
Del tren de los Lumière al Viaje a la Luna
Los vampiros de Louis Feuillade
El fantástico americano antes y durante los años veinte
Animaciones: un semillero para lo fantástico
Las animaciones en Brasil
La revolución Disney
El fantástico conquista Alemania
Los años treinta: la galería de los monstruos
Eclipse de los monstruos clásicos: los años cuarenta
La década de 1950: la llegada de los alienígenas
Monstruos gigantes y fantasmas resentidos: el cine japonés
Años sesenta: la Hammer y el nacimiento del gore
El reconocimiento de Hitchcock
El fantástico en los años setenta
Los inolvidables años ochenta
Años noventa: presagios de una tragedia anunciada
El cine fantástico en el siglo XXI
Remakes
Falsos documentales
Películas de violencia gratuita
El monstruo real: el 11 de septiembre
PARTE III. LO FANTÁSTICO EN EL CINE POS-2001
El mundo de hoy: la fantasfera
El bestiario de la fantasfera
Bienvenidos a Zombilandia
Alien, pasajero de primera clase
Las variadas criaturas biotecnológicas
Un avatar es un «cuerpo» segundo
Un avatar necesita mediación
El cuerpo de un avatar es animado por una mente a partir de un cuerpo matriz
Un avatar es, antes que nada, forma y no una función o representación
Quimeras contemporáneas
La actualización de las damas melusianas
Ogros, cocos y troles: todo lo que un niño quiere ser
Monstruos de talla grande
Seres crepusculares
Los fantasmas todavía nos divierten
El inferno está aquí: diablos en su salsa
Epílogo. Cuando la luz se apaga, ¿dónde nos escondemos?
Agradecimientos
Bibliografía
Filmografía
A mis padres.
A Fred.
Monstruos y bestias juntos... por el bien de la humanidad
Adriano Messias es un integrado. En la década de sesenta, Umberto Eco definió ese término en oposición al que denominó «apocalíptico». Mientras que este último solo consigue ver la decadencia de la alta cultura, el integrado está al tanto de los movimientos de masa, de la «industria cultural», y la analiza con el mismo empeño, sin prejuicios. Adriano, siguiendo esa senda, en este libro, muestra cómo, tras el 11 de septiembre de 2001, el cine transformó las imágenes de horror, haciéndolas más realistas o hiperrealistas.
Como espectadores, muchos estudios del campo psicológico muestran que podemos hacernos más fuertes viendo imágenes de violencia. Si las soportamos, claro está. El privilegio del cine de terror viene siendo la degradación de los cuerpos, como las que vimos (o deducimos) en las espantosas imágenes de Nueva York. Y el cine regresa a lo grotesco de la Edad Media, a lo satírico, cuando el retrato del horror y del declive de lo humano también servían para recordar lo divino.
El monstruo le da voz al mal. No reconoce al humano; de ese modo, se reserva el derecho de destruirlo. El psicoanálisis aventura que el terror aniquila la figura narcisista idealizada. ¿Quién no vibra con el asesinato del típico chulito, creído y vacilón de las películas de miedo baratas? ¡Qué gozada presenciar cómo acaba literalmente despedazada la figura mítica que nos acosa en el colegio o en el trabajo!
Más que nunca, las bestias cinematográficas están al servicio de la catarsis. El monstruo nos recuerda nuestra finitud, pero también señala la continuidad. Siempre acaba regresando en secuencias interminables.
Así, Adriano Messias no se propone dar respuestas definitivas, ni examinar por completo este género fascinante del cine: el del terror. A fin de cuentas, prescindiendo de la solemnidad del cine, las películas forman parte continua de nuestra existencia: desde los enormes televisores domésticos hasta las pantallas de los móviles.
Algo está claro tras esta hercúlea investigación: necesitamos a los monstruos.
Cada vez más.
Para volvernos humanos.
JOSÉ PAULO FIKS
Psiquiatra y psicoanalista
Doctor en Comunicación, tiene un posdoctorado en Ciencias de la Salud, Investigador del Programa de Atención e Investigación en Violencia (PROVE) del Departamento de Psiquiatría de la Universidad Federal de Sao Paulo
El mostrador de los miedos de la Tierra
En Halloween, típica festividad de los países nórdicos que el neocolonialismo globalizado implantó en el resto del mundo, muchas personas de las grandes ciudades, aprovechando la ocasión, salen a la calle a divertirse con disfraces de lo más variopinto. ¿Sería una orgía del mal —sin ángeles ni hadas, en versiones de la propia imaginación o del vestuario hollywoodiense de los famous monsters del cine— nuestro telón de fondo mental colectivizado? En cualquier caso, a los niños les encanta, en la domesticación de la angustia, percibir que nuestra especie es mortal, que moriremos natural o violentamente. Y, lo que es peor: también sus padres, tan poderosos como frágiles, podrían ser exterminados por… ¡un monstruo! En la actualidad, las sociedades de consumo y del espectáculo han cambiado completamente la significación de un término que antes solía denominar a algo horrible, pero que hoy se presenta de formas bastante diferentes a las anteriores: lo que era terrible se ha convertido en algo conocido, familiar, íntimo y éxtimo1 al unísono; así que, dialécticamente, hasta nuestra propia prole podría ser siniestra (¡todavía más si su apellido es Addams o Munster!). Freud ya había hablado de ello —mucho antes que la industria cultural—, destacando el hecho de que las palabras pueden tener dobles sentidos e, incluso, sentidos opuestos2.
«Mostrar» quiere decir «dar a ver», pero no todo debería ser visto: el límite es lo «obsceno», lo que nunca debería ser puesto en escena, ya sea por motivos morales, estéticos o ideológicos. Con todo, y desde tiempos inmemoriales, primero en la transmisión oral de historias y leyendas y, luego, potenciado hasta el infinito gracias a las mañas de las artes visuales y de los efectos especiales, los exotismos se apoderaron del escenario, de la programación y de la imaginación. En otras palabras e imágenes: a Michael Jackson no le hizo falta morir para ser un walking dead; junto con su música y estilo únicos, merecedores de aplausos póstumos, el secreto de su éxito fue «parecer un zombi». De poco sirvió, más tarde, lavar su imagen, intentar ser padre y blanquearse el semblante: ¡quien quiere ser visto como un monstruo, sin duda, lo consigue!
Lo que era para asustar y desagradar, ahora es campeón de audiencia y modelo de identificación: Frankenstein, el proletario mecánico; Drácula, el paradigma del elitismo y del parasitismo social; la Momia, la realización de deseos pendientes a lo largo de milenios; el Hombre Lobo, un ciudadano animal y pulsional, contrario a la civilización en las lunas llenas. Todos ellos son marginales y nocivos; fascinantes y, sin embargo, peligrosos y, nítida y especialmente, antisociales. Entretanto, todos estos, emblemáticos, aliados a una legión de réplicas y versiones, son cosas de un pasado remotamente reciente, porque ya estamos en el mañana; como decía Manoel de Barros, «Antes era peor; después, fue empeorando».
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