Roberto Villar Blanco - La marea de San Bernardo

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Guillermo y Pablo, amigos desde siempre, a quienes el sentido común les dicta que desistan del empeño irracional en el que se embarcan, emprenden, con veinticinco años, un tardío viaje iniciático. Ambos lo conciben como el comienzo de algo y, también, como el final de muchas cosas. Sin embargo, como siempre les ha ocurrido, no tienen claro qué es lo que se inicia y qué lo que acaba. Guillermo, luego, un lustro después, cuenta este road-book trabajoso, liberador y, necesariamente, irrepetible.
Viajan a la playa de sus vacaciones adolescentes, donde pretenden quemar, en una hoguera sanadora, los cuadernos escolares de la infancia. El ritual puede parecer vacío, pero no lo es para ellos, quienes, desde siempre, treparon a árboles inexistentes. Ninguno sabe conducir, pero la realidad jamás planteó para los amigos un obstáculo inabordable, por lo que roban el coche del padre de Pablo, y se incorporan, muy lentamente, al tráfico de Buenos Aires.
El camino no está libre de pasajes risueños, porque los acompaña, irremisiblemente, el humor -fatalista siempre- que tantas veces los salvara de morir en oscuros recodos infantiles. Esta vez, no bastarán las risas para ampararlos. Ambos saben, cuando emprenden la marcha que los llevará a la playa de San Bernardo, que hay un viaje del que no se sale indemne. Aún así, se encaminan hacia la costa inevitable con la alegre ceguera de los niños.

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Guillermo siguió el sendero fresco de LA MARAVILLA que aún se dibujaba entre la mierda. Pudo comprobar que el ronquido y el gemido eran la misma cosa, que el roce de la mesa contra el suelo era eso, que una cabellera roñosa se agitaba entre las piernas de un tipo que se llevaba a la boca un vaso de líquido oscuro y bebía lo que no le chorreaba por los pelos brillantes de su barba pringosa.

Era consciente de su vomitivo entorno, pero un perfume carnal, blanco y febril, conducía a Guillermo entregado, sin pudor ni temor ni angustia hacia la explosión de la vida y de la muerte. No pensaba en su amigo. Ni siquiera pensaba en sí mismo.

LOS CUADERNOS

En Barajas, cuando Angélica se quedaba llorando en Madrid y yo me iba diciéndole que no llorara, no había aún viaje de los cuadernos. Dos días después, en Buenos Aires, el día que decidí quemarlo todo, llovía con una lentitud desesperante.

La decisión no fue el resultado de sopesar dudas antiguas y urgencias recientes. Fue un decreto repentino, sin más sentido que el de satisfacer el despótico criterio que gobernaba los actos menos sensatos de mi vida por aquél entonces, hace cinco años, cuando tenía veinticinco.

Ese día, como cada vez que llueve, la lluvia alborotó los pensamientos de mucha gente. No los míos. Tenía la cabeza ocupada con otras lluvias, pretéritas y futuras.

Cuando se lo propuse, Pablo no preguntó el porqué. Fue un alivio: no hubiera sabido qué responderle. En algún tiempo compartí con él la notable capacidad para improvisar sólidas y muy estructuradas mentiras en décimas de segundo; no así la habilidad de creerlas, que era sólo suya. Él mantuvo y perfeccionó su destreza hasta límites inconcebibles para otros que no fuera yo. Con el volar de mis años, conforme menguan mis idoneidades más abyectas, he ido puliendo el que, tal vez, sea el más nítido perfil de mi personalidad, aquel consistente en no saber y no molestarme en improvisar coartadas para disimularlo. Cada vez tengo más “no sé” para responder con determinación a los interrogantes de los días que fueron y de los que vienen.

Pablo, quien desde que nos conocimos, cuando los dos teníamos cinco años, estuvo siempre al tanto de mis vaivenes existenciales –y de las largas épocas en las que no existía vaivén alguno– conocía sobradamente mi pertinaz capacidad de no saber y no desestabilizaba mis convicciones preguntándome tonterías.

Daba igual. De haberle contado alguna historia que sostuviera mi afán, él no se hubiese adentrado demasiado en las tripas de mis argumentos. Habría aceptado sin pensar. Incluso su fervor –que tenía tan poco criterio como mi propuesta– habría avivado aún más mi empeño en llevar a cabo ese absurdo o tal vez sólo banal cometido. Ya estaba deslizándome por la pendiente líquida y envolvente de la catarata sin retorno. Pablo no estaba dispuesto a esperarme abajo, aguardando que me estrellara solitario contra las rocas. Eran ineludibles mi impulso sin freno y su adhesión sin dudas.

El día que Pablo se plegó sin condiciones a mi decisión de quemarlo todo también llovía con una lentitud desesperante. Había que darse prisa. No temíamos que brotara dentro de nosotros un débil esqueje de juicio, sino que el desencanto ante cualquier nimio obstáculo que surgiera nos hundiese en la cómoda desesperanza que disipara nuestro estúpido plan.

Los vestigios de mi idea tienen una fecha incierta. Datan, con toda seguridad, de un día que no recuerdo. Probablemente por la noche. Alguna de esas terribles noches adolescentes en las que lloraba oscuro y callado, atenazado por lo que había y por lo que no había hecho. Impotente ante un miedo proveniente del futuro y de la habitación de mis padres, según creo haber desvelado años más tarde.

Las gotas tardaban una eternidad en atravesar el aire. Parecían un póster estático, una fotografía tamaño ventana. Pablo y yo hablábamos. Nos quedábamos en silencio. Hablábamos. Y el agua no acababa aún de recorrer el rectángulo de aire enmarcado por la ventana de la habitación de Pablo. Lo curioso es que no se trataba de una lluvia diferente. Era la misma multitud de gotitas que cinco minutos antes, cuando había llegado a su casa, comenzara su recorrido kilométrico a través del hueco de la pared de su cuarto.

No tengo pruebas que sostengan las coartadas que expreso en estas páginas. Pero espero que confíes en mis palabras. Todo lo que te cuento ha ocurrido con la fidelidad con que mi memoria me lo dicta. Ella es infiel con lo que recuerda (son todas iguales), pero sin embargo, es memoria de un solo hombre cuando me susurra y me grita esa parte del pasado del tipo que yo era y del pasado del tipo que fue Pablo.

Si vas a pedirle pruebas irrefutables a la memoria estás perdido: ella te convencerá de lo que quiera. No pidas peras al olmo ni verosimilitud a la nostalgia. La memoria necesita que el tiempo –el tiempo que discurre y el tiempo que nubla y solea– la distorsione para poder conjeturar, aproximadamente, algún recuerdo. Si fuera posible recordar prescindiendo de los engaños de la memoria tendríamos la peor clase de pasado.

El aroma que respirábamos en la habitación de Pablo era el mismo aroma de Pablo. Lo que me resulta imposible es aventurar qué fue primero, si el olor de Pablo o el olor de su habitación. Tanto si había nacido con él, si le había sido conferido por su habitación, o si lo había obtenido por otros medios, el perfume que llevaba Pablo encima o dentro, era él mismo. Él en sí mismo. No olía mal, a ver si me explico: olía a él. Carente de otra fragancia externa. Pablo era su perfume. Eso, en un sentido entrañable no lo puedo decir de nadie más. Mi amigo nunca tuvo gotitas de esencia ajena. Su autenticidad descarnada se mostraba desnuda a cada momento. Impúdico con su propia forma de ser, enrostraba a quien fuera su diplomacia inverosímil carente de todo tacto.

Tal vez por ser un tipo con el caracú bien visible, Pablo te podía resultar ligeramente desagradable en un primer contacto, pero eso era sólo hasta que estabas un buen rato con él. Entonces lo más probable es que lo encontraras definitivamente por siempre jamás absolutamente repulsivo. En algún caso, sobre todo con algunas chicas, ocurría el efecto contrario, y ellas quedaban entregadas sin condiciones a su arrobador tufillo, momento que él −temiéndolo fugaz− aprovechaba para besar y manosear todo lo que pudiera, antes de que el arrobamiento femenino, que, como la eternidad, tiene un límite, se disipara con cualquier excusa del aire.

Si hay alguien que nunca, ni siquiera en el acercamiento inicial, encontró desagradable el olor a Pablo, ese tipo soy yo, Guillermo, su amigo de la infancia. Pablo y Guillermo: los únicos amigos desde siempre, los que se sobrevivieron mutuamente.

Desde un primer y lejano momento quise quedarme a entender el mensaje que desprendía su fragancia. Eso ocurre algunas veces en las vidas de dos chicos de cinco años. Pero si ocurre, lo hace a esas edades, y ya nunca más. No conozco casos de amistades inmunes a los atentados del futuro iniciadas después de los nueve o diez años. Pongamos los once como fecha límite. El olor propiciatorio de la amistad tiene fecha de vencimiento, como el de las flores que caducan para meterse, después, en los libros o en los tachos de basura.

Pablo y yo no seríamos amigos del alma si nos hubiéramos olido por primera vez a los treinta años, edad que tengo ahora. A estas alturas, mi actitud sería similar a la de casi todos cuantos lo conocieron después de los cinco años de edad, y no tuvieron la fortuna de ser sus amiguitos desde el jardín de infantes, ni pervivir a todos estos años de amistad.

Cada uno tiene el olor que se merece mucho antes de tener la cara que se merece. No sé cuál es el mío, pero si logro describir a que olía Pablo, sabrás qué clase de tipo era −tal vez acabes comprendiéndolo aunque no te importe en absoluto−. Probablemente puedas también deducir, comprender y explicarme qué clase de tipo soy. Conocer, quizá, si merezco la cara que tengo y las arrugas del espejo que vendrá, el de los cincuenta o los sesenta que ya están presagiándose. Pablo, en cambio, nunca envejecerá y acabará de morir cuando yo desaparezca con estas páginas bajo el brazo. O cuando el fuego quiera saber de mí, y haga cenizas de ellas. O viceversa.

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