Ginés Sánchez - El mar detrás
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Nosotras nos acercamos y yo ya vi que todo iba a ir mal. Porque Dibra es como es. Y el tipo era como era. E hizo justo eso de mirarnos como si fuéramos un par de niñas que hubieran perdido su bolsa de caramelos.
Justo lo que más cabreaba a Dibra.
–¿Qué tal, niñas? ¿Qué queréis?
Y dijo «niñas» con aquel tono. Dibra procedió a levantar la nariz. A tomar aire. Luego le fue contando: Wole desaparecido desde hacía tantos días y nosotras preocupadas. Él nos miraba. No llevaba gafas, pero me dije que debería llevar unas. Luego suspiró.
–OK, ¿sabéis los apellidos de vuestro amigo? ¿Su número de identificación?
–No.
–Ah.
Luego hubo un silencio en nuestra mesa. Alguien hablaba en una de las otras; un tipo muy alto. Nuestro funcionario tamborileaba con los dedos en la mesa y nos observaba como si aquello fuera muy divertido, como si estuviera deseando que saliéramos por la puerta para acercarse a los otros funcionarios y contarles: «Si vierais esas niñas que acaban de salir…».
–Niñas, si no me decís más cosas, hay poco que pueda hacer… Ha desaparecido un niño, pero no sabemos cuál. Venís vosotras a reclamarlo, pero no sabéis quién es.
–Se llama Wole –dijo Dibra–. Tal vez podría teclear eso en el ordenador.
–Wole, bien. ¿Conocéis su nacionalidad? ¿Cómo se escribe ese nombre? ¿Es con uve doble, con be o con uve? ¿Estáis seguras de que no es Woleh o Wolah, con hache al final?
–Podría teclear Wole: uve doble, o, ele, e. A ver qué sale. Y luego las otras opciones –dijo Dibra.
El tipo la miró como si fuera la típica niña lista. Sonrió otra vez.
–Cariño, necesito más datos –dijo.
–Ya veo. ¿Puedo, entonces, presentar una denuncia?
–Claro.
Él se puso a teclear; luego le dio a un botón para que una impresora empezara a echar papel. Se lo tendió a Dibra, y también un boli, para que lo firmara. Luego le dio una copia y volvió a sonreír de aquella manera.
–No te preocupes, le daremos el curso que corresponda. Y seguro que tu amigo está bien.
Sonrió otro poco y puso las manos sobre la mesa, lo que quería decir que teníamos que levantarnos e irnos. Y eso hicimos. Fuera, al acabarse el aire acondicionado, nos golpeó nuestra vida. El sol, el polvo, el brillo de las piedras. Dibra y yo nos fuimos caminando un trecho hasta llegar a la sombra que proyectaba una tapia sobre el arcén. Ahí nos sentamos. El asfalto humeaba. Dibra miró hacia los montes. Luego me miró a mí.
–A ver, Isata, si fueras un número, ¿qué número serías?
Yo la miré. Ella sonrió. Yo levanté una mano. El tres. Ella sonrió otra vez.
–Yo el siete, pero ¿sabes qué? Que no somos números, por más que ese nos trate como si fuéramos. Tú no eres un número, Isata. Yo tampoco. Y Wole tampoco.
Luego se levantó y se sacudió el polvo del trasero.
DIECINUEVE
–Hay muchos niños en los campos. Demasiados –dijo Dibra.
Y tenía razón. Niños de todos los colores. Más blancos, más rubios. Más negros. Muchos de ellos solos. Porque sus familias desaparecieron por el camino, o se ahogaron en el mar, o los dejaron atrás.
A veces los niños encuentran amigos en el campo. A veces no.
A veces ves que caminan solos entre los barracones. Niños que se sientan y lloran, o que se sientan y solo miran a través de la alambrada. Niños que van solos por la carretera, que deambulan entre las espinas.
A veces hay niños que no hablan, como yo. Niños con pozos en la mirada.
Y cada niño es de piel y huesos y sangre. Y cada uno es una historia.
A veces, en el campo, un niño muere. A veces, en el campo, un niño deja de estar. De repente, una mañana, ya no se le ve por donde se le solía ver. Si ese niño iba solo entre los barracones o por la carretera o deambulando entre las espinas, no hay nadie que se pregunte por él y luego es olvidado.
Olvidado, el niño de piel y huesos y sangre.
Yo me aprieto el brazo, me pongo los dedos sobre la frente. Noto mi calor. Noto mis pensamientos. Si yo desapareciera, ¿quién preguntaría por mí?
¿Los voluntarios, los de Acnur?
No, ellos harían una marca en sus libretas de estadísticas.
Y es que sobre los niños y sobre las mujeres hay una palabra que sobrevuela como un buitre. La palabra es mafia.
Mafia es lo que tenemos todos los refus en común. Porque todos llegamos aquí a través de la mafia. Mafia para contratar camiones, para viajar escondido, para cruzar el mar, para dejarlo atrás.
–Mafia significa dólares –decía Dibra.
Pero la mafia no desaparece al llegar aquí. Hay otra mafia, una que espera a los niños solos, a las mujeres.
Esa otra mafia es el mayor temor de los niños aquí. Desaparecer así.
Porque morir es morir. Uno se muere y ya está. Cuando uno muere, ha muerto el universo entero. Pero desaparecer en manos de esa otra mafia significa muchas cosas antes de poder morir. Cosas que implican hombres sudorosos, y gritos, y golpes, y sangre, y lágrimas.
¿A quién llaman, en mitad de la noche ardiente, los niños que desaparecen? ¿Cuándo dejan de llamar? ¿A qué hora dejan de llorar?
En todas esas cosas pensaba Dibra cuando pensaba en Wole. Y yo sabía que, para ella, pensar en Wole era pensar en su mamá desaparecida, en su hermano desaparecido.
Por eso era importante. Por eso aquella mañana hicimos otra vez cola en el locutorio y pasamos bajo la mirada azul de Fabio hasta la cabina y escuchamos la voz del señor Tahiri.
–No, tu padre y tu hermano no han llamado, Dibra –decía la voz, que estaba cansada, que estaba preocupada.
–Ya, ¿y de los demás se sabe algo? ¿Del tío Pavli o del tío Gjon?
–No, Dibra.
Luego, el señor Tahiri volvió a preguntar si necesitaban dinero y Dibra volvió a decir que estaban bien. Luego salimos y yo miré la hora y Dibra se encogió de hombros y nos fuimos, muy despacito, a nuestra cola.
VEINTE
Quedamos en un punto muerto, entonces. En una especie de silencio. Uno que nos englobaba a Dibra y a mí, pero también a todo lo demás. Al campo, al mar de tiendas de campaña, y más allá: el saladar, los olivos, las dunas, las palomas torcaces.
Dibra, Nadia y yo nos convertimos en vagabundas.
Nos levantábamos muy temprano para ponernos pronto en las colas y así tener tiempo. Después caminábamos por el campo. Poco a poco fuimos saliendo de nuestro sector, entrando en zonas donde la gente tenía otros colores y otra forma de vestir y otros lenguajes. Mirábamos en todos los rincones. Si alguien hablaba nuestra lengua, le preguntábamos por Wole. En las paredes en las que se escribían mensajes, dejábamos notas para él. La gente nos miraba desde la puerta de las carpas y de las tiendas de campaña. Los niños pequeños, si nos veían pasar, detenían sus juegos, como si fuéramos arrastrando la tristeza detrás de nosotras. Algunas tardes atravesábamos la garita, bordeábamos la alambrada y nos perdíamos en el mar de tiendas de campaña. El corazón se nos paraba si veíamos una camiseta amarilla.
Otro día cruzamos la carretera y bajamos por las dunas y nos detuvimos a contemplar la playa. Luego, Dibra miró hacia el otro lado y las dos fuimos bajando, dejando el mar a nuestra izquierda. Allí había un puesto que la Cruz Roja había instalado años atrás, cuando llegaron los primeros refus y antes de que se montara el campo. Ahora estaba abandonado. Por ahí paseamos Dibra y yo. No había nada, solo jirones y sal y más tristeza. Luego nos sentamos un poco más allá, al pie de unas pitas.
–¿Qué es la amistad, Isata? –me dijo–. ¿La amistad es «me gusta jugar a las cartas contigo y que nos peinemos»? ¿O es «tengo una piedra en el corazón porque no sé dónde estás o si estás bien»?
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