Vicente Blasco Ibáñez - La horda
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De este período embrionario de su memoria, lo que mejor recordaba Isidro eran las gracias de Capitán , un perrillo feo y sucio, camarada de miseria de la familia. Les acompañaba en las meriendas en el campo y las comidas en las aceras. Rondaba en torno del albañil, esperando las migas de su pan, seguidas de patatas, y una vez satisfecha su hambre tendíase junto al chiquitín, acariciándolo con sus traviesas patas, frotándole la cara con el hocico húmedo. Las más de las noches dormíase Isidro abrazado a él.
Un día, el pequeño vio salir a su madre desmelenada y vociferando, seguida de otras mujeres no menos trastornadas. Luego, una vecina le cogió en sus brazos, sin contestar a las preguntas que la hacía él con infantil balbuceo. «¡Hijo mío! ¡pobrecito!» era lo único que sabía decir aquella mujer: se acordaba bien. Y se encontró de pronto en una sala grande, que a él le pareció inmensa, blanca y con azulejos, y vio muchas camas, ¡muchas! con cabezas inmóviles hundidas en las almohadas, y en una de ellas un rostro entrapajado, casi oculto bajo el cruzamiento de los vendajes, unos bigotes con negros coágulos de sangre y unos ojos vidriosos por el espasmo del dolor, que le miraron tal vez sin reconocerle. Ya no vio más. Se sintió cogido de nuevo. Pero ahora era su madre la que sollozaba lo mismo que la vecina. «¡Hijo mío! ¡pobrecito!»
La dolorosa visión borrábase instantáneamente en su memoria. Un período de obscuridad venía luego, y pasado éste, se veía con cierta blusa negra que le daba gran prestigio entre la chiquillería de la vecindad. Tratábanle mejor que antes, como si la desgracia le colocase por encima de todos. Su padre había muerto tras una agonía horrible, magullado y deshecho por la caída desde un alero. Su madre pasaba los días fuera de casa. Visitaba a sus parientes en solicitud de socorros. La familia estaba esparcida en los puntos más extremos de Madrid. Unos vivían en Tetuán, dedicados a la busca; los de la otra rama, más acomodada y feliz, hacía años que se habían trasladado al Rastro, y tenían tiendas en las Américas . Pero los socorros disminuyeron así como se fue borrando el recuerdo de la desgracia, y la madre tuvo que buscar trabajo en casas extrañas, servir como asistenta, y volver de noche a su tugurio con sobras de comida en la cesta, que servían para alimentar al pequeño.
Entonces fue cuando Maltrana entró en el Hospicio. Una señora en cuya casa trabajaba la madre se apiadó del huérfano del albañil. La tal señora tenía la manía de la limpieza, y cada dos días, al frente de sus criadas y con el esfuerzo de la asistenta, ponía en revolución sus habitaciones, apreciando con honda simpatía a la Isidra por el brío con que apaleaba las alfombras, frotaba las maderas y sacudía un polvo imaginario que parecía haber huido para siempre, asustado de esta rabiosa pulcritud. Ella gestionó la admisión del pequeño en el Hospicio, pensando que con esto su madre podría dedicarse con más desembarazo a las faenas. El muchacho, aunque feo, por su charla precoz gustaba mucho a aquella señora sin hijos. Más adelante ya vería de hacer algo por él.
Y comenzó para Maltrana la vida de asilado: una existencia de sumisión, de disciplina, endulzada por el estudio y por los goces que le proporcionaba su superioridad sobre los compañeros. Los maestros mostraron por él gran predilección. El director, con toda su grandeza, que le hacía ser considerado en la casa como un ser casi divino, le conocía y se dignaba recordar su nombre. Las monjas le apreciaban por «modosito y discreto», obsequiándole con golosinas. Cuando algún personaje visitaba el establecimiento, Maltrana salía de filas para ser presentado como el mejor producto de la institución.
Así transcurrieron los años, amoldándose Isidro de tal modo a su nueva existencia, que sólo en los días de paseo se acordaba de que tenía una familia fuera del Hospicio.
Los jueves y los domingos, a la caída de la tarde, se estacionaban en la acera del Tribunal de Cuentas, frente a la portada churrigueresca del Hospicio, grupos de mujeres pobres con niños de pecho, viejos obreros, y una nube de muchachos, que entretenían la espera plantándose en medio del arroyo para «torear» a los tranvías, esperándolos hasta el último momento: el preciso para huir y no ser aplastados.
Eran las familias de los chicos del Hospicio. Las madres venían de los barrios más extremos de Madrid: lavanderas, traperas, viudas de trabajadores, mendigas, todo el mujerío abandonado y mísero, que procrea por distraer el hambre. Se trataban como amigas al verse allí todas las semanas. Este encuentro regular unía con estrecha solidaridad a las que vivían en los puntos más apartados de la población.
Esperaban la vuelta de los asilados, que al principio de la tarde habían salido a pasear por las afueras.
– ¡Por allí vienen! – gritaba una mujer, señalando lo alto de la calle de Fuencarral.
Los grupos corrían hacia arriba, atropellando a los transeúntes, barriendo las aceras con su impulso, deseando envolver cuanto antes las filas de niños vestidos de gris, que avanzaban lentamente, cansados de la expedición.
Muchas mujeres deteníanse, titubeando. Aquel grupo no era el de su hijo.
– ¡Vienen por abajo! – gritaba otra.
Y toda la avalancha retrocedía, empujando de nuevo a los transeúntes, ganosa de salir al encuentro de los que llegaban por la parte opuesta. Era un deseo vehemente de encontrarles lo más lejos posible del Hospicio, de ganar algunos segundos, de prolongar la rápida entrevista, en la que habían pensado días enteros.
La maternidad apasionada y ruidosa de la hembra popular estallaba con fieros arrebatos a la vista de los pequeños. Los besos parecían mordiscos; las caras de los asilados se enrojecían con los violentos restregones; muchos se echaban atrás, como temerosos de la primera efusión. Era el anhelo de resarcirse en un momento de la dolorosa abstinencia maternal, de aquella amputación del más noble de los instintos impuesta por la miseria.
La formación de los asilados desbaratábase instantáneamente. Los grises uniformes desaparecían ahogados en el remolino de los grupos. Las mujeres agarrábanse al cuello de los pequeños y lloraban, sin cesar de hablarles con la incoherencia de la emoción.
– ¡Hijo de tu madre… chiquito mío!.. ¡Rico!..
Los hermanos rozaban sus harapos de golfos libres con el uniforme, que les admiraba, y no sabiendo qué decir al asilado, enseñábanle en silencio sus juguetes groseros, sus tesoros, los relucientes botones de soldado, los naipes rotos, los trompos, las «estampas» de un periódico ilustrado, guardadas, en sudorosos pliegues, entre la camisa y la carne.
Algún obrero viejo marchaba solo al lado de un hospiciano. ¡Pobrecito! No tenía madre; estaba, en su desgracia, peor que los otros. Su mano callosa, cubierta de escamas del trabajo, acariciaba las mejillas infantiles, mientras la cara barbuda miraba a lo alto, pensando en que los hombres no deben llorar.
– Toma un perro gordo: lo guardaba para «un quince»… Que te apliques… que seas bueno. Pórtate bien con esos señores.
Los asilados avanzaban lentamente, entre los besos, las lágrimas y las recomendaciones, llorando también muchos de ellos, pero sin dejar de andar, con una pasividad automática de soldado, como si les atrajese la obscura boca de la portada monumental.
Allí eran los últimos arrebatos de cariño; y las pobres mujeres, después de desaparecer sus hijos, aún permanecían inmóviles, mirando con estúpida fijeza, al través de sus lágrimas, al rey que, espada en mano, corona la obra arquitectónica de Churriguera.
Isidro también encontraba a su madre al volver al Hospicio en los días de paseo. Abalanzábase con las otras mujeres, rompiendo las filas de asilados, y le abrazaba llorando. La Isidra conocía los progresos de su hijo.
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