Emmanuel Bodin - Lo Que Nos Falta Por Hacer
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En cuanto puse un pie en el parque, me invadió la impresión de hallarme en medio del decorado de una postal. Tenía la sensación de no encontrarme en París. Un fino velo recubría delicadamente los árboles sin enmascarar por completo las cortezas que se habían oscurecido naturalmente. En las fotos que hacía el blanco dominaba, oprimía, contrastaba y cubría cada centímetro cuadrado de hierba y de grava. Esta mezcla de blancura y oscuridad proporcionaba fuerza y equilibrio al conjunto, como para recordar esa dualidad inevitable que dirige nuestras vidas y el mundo. El cliché aportaba una respuesta en sí: para contrarrestar al mal, el bien debía prevalecer. La multitud de copos ofrecía un toque gris que ocultaba las construcciones en un segundo plano y parecía sugerir que nada era blanco o negro, que ambos tonos debían complementarse para existir. Al mismo tiempo se trataba de matices tristes, de un universo muerto, de colores apagados que a la vista parecían la composición de una auténtica obra de arte.
Los niños se divertían bajo la atenta mirada de sus padres. Los mayores hacían muñecos de nieve, mientras que los más pequeños observaban la polvorienta nieve sobre sus manos que caía y se derretía al contacto de la piel. Seguía haciendo fotos de todos esos momentos de lo cotidiano.
Algunos caminos tenían cortado el acceso. Otros habían sido cercados. Los carteles advertían de un peligro potencial si se traspasaba la delimitación. Como no podía aventurarme en los rincones del parque, decidí regresar a casa. Esta salida me permitió introducirme en la fotografía. ¿Puede ser que me aguardara buenas sorpresas? Al menos me había divertido sin desenterrar demasiado el pasado.
En cuanto entré en calor, pasé las imágenes a mi tableta. Las observaba una a una con atención y borraba aquellas que me parecían malas o borrosas. Me di cuenta de que me faltaba mucho por aprender. A todas luces, no era un fenómeno.
Le envié un correo a Franck por Navidad. Le deseé que pasara unas felices fiestas en familia. En estas fechas, normalmente acudía a casa de sus padres acompañado de su hijo. De nuevo, no recibí respuesta alguna. Ni siquiera sintió la necesidad de darme las gracias, mientras que en años anteriores siempre conversábamos brevemente. Desde que Franck sabía que estaba en Francia, se comportaba como si tratara de impermeabilizar todo intento de intrusión en su vida privada. Sin dudarlo, Sylwia jugaba un papel muy importante en este distanciamiento. Dado que no quería escribirme, me tocaba a mí actuar de modo parecido hasta que se dignara a dar señales. Qué triste la esperanza que contempla la reconquista de un ex al que se ha abandonado voluntariamente y se dejó devastado.
Recibí noticias de Franck en el mes de enero. Me deseaba un feliz año y me confesó que su historia con Sylwia acabó unos días antes de Navidad. Mi insistente toma de contacto había precipitado su ruptura y había hecho resurgir sus deseos de verme. No obstante, se cuestionaba, se planteaba múltiples preguntas e incluso temía el reencuentro. ¿Irradiaría todavía la magia de antaño? Compartía su misma preocupación, salvo que las ganas eran más fuertes. Al final del mensaje me preguntaba dónde y cuándo. ¿Qué podía contestarle si él había levantado un muro de indiferencia? Había comenzado a forjarme de modo distinto, pero ahora, él reaparecía...
Antes de fijar cualquier tipo de cita, preferí hablarlo con mis compañeras de trabajo. Compartían opiniones divididas, me recomendaban ignorarle o dejarle sufriendo del mismo modo que él había hecho conmigo. Otra me aconsejó de meter caña, con el pretexto de que esta cita podría ser mi oportunidad. Estaban tan perdidas como yo, y finalmente no resultaron ser de gran ayuda. Desde mi llegada a Francia, no había habido ningún hombre en mi vida. Solamente pensaba en él, por lo que acepté que nos reuniéramos. En el siguiente mensaje me propuso cenar en un restaurante. Me confesó que deseaba «aclarar la situación entre nosotros». No me gustaba para nada lo que insinuaba esa frase. ¿Qué teníamos que aclarar? ¿Nos gustaríamos todavía? ¿Habría todavía atracción? Presentía que nuestro reencuentro no auguraba un buen propósito.
Fijamos la cita para el viernes siguiente: a las siete de la tarde en la estación de metro George V, en medio de la avenida de los Campos Elíseos… Teniendo en cuenta el lujo que se respiraba en el barrio, me preguntaba a qué tipo de lugar había decidido llevarme.
Llegué diez minutos tarde. Vislumbré a Franck esperando, de pie, en frente de la salida. Observaba con pasividad a los transeúntes. Cuando llegué, una sonrisa le iluminó el rostro. Levantó el brazo para llamar mi atención. ¿Pensaría que no lo había reconocido? Mi mirada se aferró instintivamente a la suya, en medio de la oleada humana. No había cambiado demasiado. Todavía llevaba el pelo corto. Le habían salido unas cuantas canas por la sien, lo que le confería cierto encanto. Su rostro me transmitía una sensación de confianza. Me parecía más serio, más sereno. Iba vestido de modo sencillo y elegante. Llevaba zapatos marrones, un vaquero desteñido y una chaqueta gris antracita en la que sus manos habían encontrado refugio en sus bolsillos laterales. Yo vestía de manera algo más sofisticada para la estación. Llevaba un abrigo negro que llegaba hasta mitad del muslo, debajo se ocultaba un vestido muy ajustado de invierno de manga larga. Unas cálidas medias oscuras cubrían mis piernas y en los pies calzaba unos tacones.
Me acerqué, con una sonrisa de oreja a oreja. Me contempló de la cabeza a los pies. Tras el saludo de cortesía, pronunció su primera frase: «Siempre tan elegante». A continuación, intercambiamos unos besos en la mejilla. Me encontraba cambiada, con rasgos más femeninos. Le di las gracias; sabía que llevaba razón, yo pensaba lo mismo. Le agarré del brazo derecho y me aferré a él con fuerza y ternura. Observé a Franck. Físicamente él también me gustaba más. Ya no llevaba la perilla. Ese aspecto más sencillo le daba un encanto adicional e innegable.
Sus brazos me estrechaban al fin. La noche prometía ser magnífica.
Le pregunté si el restaurante estaba cerca.
—Está por aquí, pero nos sobra tiempo —me respondió.
Había calculado algo más de tiempo a la vista de que llegara tarde. Tenía la costumbre de hacerle esperar más de diez minutos. La reserva estaba prevista para las ocho. Tendríamos que esperar tres cuartos de hora antes de ir a cenar; así podría disfrutar de él. Estaba acurrucada en sus brazos. Le estrujaba con fervor, como con miedo a perderle. A pesar del frío invernal, me sentía bien, privilegiada. La sensación que iba a revivir me desbordaba.
Hacía años que no sentía esa agradable sensación de euforia. El placer de estar con este hombre y no con otro es lo que marca la diferencia. Durante esos últimos años había tenido múltiples acompañantes. Sin embargo, me faltaba esa chispa en los ojos, ese destello mágico que te hace feliz y que te bendice con una nueva mirada con la que redescubrir el mundo.
Saltábamos por encima de los charcos congelados, rodeábamos los restos de las acumulaciones de nieve fundida. Reíamos a carcajadas. La sombra de la duda ya no tenía cabida, él encarnaba la perfección que necesitaba en mi vida. Acababa de reencontrarme con él hacía cinco minutos y acababa de renacer. A su lado, me convertía de nuevo en una niña pequeña que sonreía bobamente y que se divertía con todo y con nada a la vez. Podía permitirme dejar temporalmente de lado a ese mundo de adultos que me empezaba a no gustar demasiado. ¿Crecería como una niña pequeña o como una adulta frustrada? Aquella noche era favorable para decisiones importantes, de esas que pueden redibujar el futuro. ¿Qué quería aclarar él?
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