Emmanuel Bodin - Lo Que Nos Falta Por Hacer

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Svetlana, una joven rusa, se reencuentra con Franck, su antiguo amor de verano al que conoció en París años atrás. Sin embargo, ¿puede el amor renacer fácilmente tras haber quedado sumido en la indiferencia?

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En Occidente, Navidad se parece más a una operación de marketing, a un proceso de consumo para hacer funcionar al sistema. Los occidentales únicamente piensan en el regalo que recibirán. Tal deseo puede parecer habitual en un niño, pero un adulto debería preguntarse por la naturaleza de este gesto. ¿De verdad necesitamos esa formalidad? En ocasiones, es una competitividad demente para ver quien ofrecerá los presentes más llamativos, costosos y formidables. ¿Nos es preferible considerar este día como una ocasión para reunirse en familia? Todos deberíamos cogernos un par de días de vacaciones durante esta época para pasarlos cerca de nuestros seres queridos. Aquellas familias con una relación más distante, ¿por qué no aprovechan la ocasión para intentar reconciliarse? ¿No se dice que con el tiempo las personas cambian y se arrepienten de su comportamiento? El orgullo ata manos que podrían desenredar problemas. Navidad debería verse como una fiesta de amor, de reunión, de solidaridad y de felicidad… ¡entre todos!

Encendí la tableta y miré las fotos que tenía guardadas. Me recordaban hasta qué punto estaba unida a mis amigos cuando salíamos en Irkutsk. Me detuve en una imagen que me hizo sonreír. Salía en compañía de mis dos mejores amigas, a las que consideraba mis hermanas. Las echaba muchísimo de menos, sobre todo en esta época de fin de año y de soledad. Aquel año, celebrarían Navidad únicamente las dos juntas. La tercera, a siete mil kilómetros de distancia, la celebraría sola, abandonada a sí misma. En la foto parecemos tres princesas. Yo soy la que está a la izquierda. Soy la más baja, con mi metro setenta. En el centro está Irina, que mide aproximadamente un metro setenta y tres y es la más delgada de todas. A la derecha se encuentra mi mejor amiga Lesya, que está cerca del metro setenta y ocho. Estamos colocadas en línea y todas llevamos un vestido corto y provocador y tacones de aguja. Posamos de perfil, con la cara orientada hacia el objetivo y la mano izquierda sobre la cadera. Del brazo derecho cuelgan nuestros bolsos. Somos mujeres solteras, ¡y arrebatadoramente atractivas! Buscamos marido: ¿a cuál prefieres?

Habíamos hecho la foto así para divertirnos. Una de nosotras ya estaba casada. Esta imagen me trae muy buenos recuerdos. Tenía veintiún años, acababa de romper con Dmitry y Franck, de conocer a Sylwia… Mis amigas querían subirme la moral. No importan cuán lejos estemos ni por mucho que pasen los años, nunca podré olvidarlas. Para ellas, yo siempre estaré presente. Un problema en sus vidas y yo acudiría rápidamente a consolarlas. Os quiero, mis fieles amigas. ¡Feliz Navidad!

A primera hora de la tarde salí para descubrir el manto blanco parisino. Me puse mi cálido abrigo y cogí un paraguas para protegerme de los abundantes copos. El micromundo parisino sufría una metamorfosis: la gente refunfuñaba, sorprendida por la repentina aparición de la nieve. También podían escucharse el eco de gritos eufóricos, de las almas de los niños maravillados por lo que les ofrecía la estación una vez al año y que aprovechaban de la rareza de un París nevado.

La vida diaria se había visto tan afectada que entendía perfectamente por qué maldecían al tiempo. Justo en la esquina donde vivía, un autobús urbano había chocado con la parte delantera de un coche. Sin lugar a duda, la conductora había perdido el control y se había resbalado tras un frenado muy tardío. Alrededor del accidente se formaba una aglomeración. Al ver la carrocería de vehículo totalmente destrozada, un frío glacial adicional recorrió mi cuerpo. Pude ver que nadie estaba herido, y, aun así, esta imagen tan real venía acompañada de una sensación de malestar, una que no sentía cuando veía un choque en una película en la que sabía que todo era ficción. Ya se había formado un atasco. Detrás del autobús, los coches estaban bloqueados. Estaba teniendo lugar un intento colectivo de dar marcha atrás, mientras que los conductores redactaban un parte. Sonaban cláxones, patinaban y había insultos en el aire. Para los niños, la nieve se convierte en un paraíso. Para los adultos, el día a día se vuelve un infierno. Afortunadamente, todavía llevo dentro el alma de una niña, a pesar de verme obligada a aceptar mi condición de mujer independiente. Es imposible ser un niño para siempre. La vida te golpea y te llama al orden. Hay que trabajar para vivir, lo que no necesariamente implica la posibilidad de encontrar un empleo o una actividad en armonía con tu desarrollo personal. Aunque algunos logren conciliar ambos, para la sociedad capitalista esto no representa una prioridad. El dinero debe circular, entrar por un lado y salir por otro… acumulando de paso préstamos para consumir en exceso. Nadie se limita a ahorrar, enseguida compran aquello que les gusta. Sin embargo, este modo de actuar proporciona una gran satisfacción, un auténtico disfrute. Por el contrario, cuando los créditos te asfixian, de tanto comprar «trastos» y «chismes», la vida puede ocasionar dificultades imposibles de superar si un cambio brusco se sucede de la noche a la mañana. Las puertas de la desgracia te tienden la mano y pueden dar pie a un colapso todavía más austero… No será la multitud de indigentes en París, que ha perdido todo, que está en constante aumento y a la que abandonan los poderes públicos quien me contradiga.

Más allá, en la avenida principal, el tráfico parecía restablecido. Habían esparcido sal en calles y aceras. Únicamente las pequeñas calles sufrían todavía el ambiente variable de la estación.

Cuando me dirigía al metro de Montparnasse, me crucé con un grupo de jóvenes que invitaba a los viandantes a unirse a su diversión. Tenían un altavoz con música a un volumen muy alto. Se divertían deslizándose por la nieve y realizando acrobacias. Hice unas cuantas fotos para tener un recuerdo de ese instante, tras rechazar, sin embargo, unirme a ellos.

Llegué hasta Montmartre. Me encanta este romántico barrio para paseos de enamorados. Para mí, este lugar está plagado de recuerdos. Aquí es donde Franck fijó nuestra primera cita. Es aquí donde me sedujo y después me conquistó. Un poco más adelante se encontraba el Parque des Buttes-Chaumont, que había sido escenario de nuestros apasionados momentos.

A falta de la compañía de un hombre galante, decidí emprender la visita en solitario, sobre los caminos nevados. Al lado del funicular, las escaleras que conducían al Sagrado Corazón se habían transformado en una rampa para trineos. Grandes y pequeños lo pasaban bomba. A pesar de las caídas que sufrían frecuentemente, las recorrían con valentía para intentar un nuevo descenso. Inmortalicé esos momentos felices. Empezaba a cogerle gusto a la magia de la fotografía. Al contemplar las imágenes que acumulaba, comprendía lo que a Franck tanto le gustaba de este arte: el lado observador, testigo, ladrón de intimidad. Es importante activar el disparador en el momento exacto y no al segundo de después que daría pie a la foto equivocada.

Cuanto más personal es el arte, más recela sus riquezas. Se aleja así de los aparatos que se limitan a capturar y de los objetos que vivirán una duración limitada antes de verse sumidos en el olvido.

Inmortalicé el Sagrado Corazón recubierto de su velo inmaculado, y después me dirigí al parque. A partir de allí, me quedaba cerca de una hora para llegar. Había que estar un poco trastornada para contemplar recorrer esa distancia en tan poco tiempo. Al menos, habría más cosas que ver y todo tipo de comportamientos humanos distintos que observar, pensé.

Había vendedores de castañas que se calentaban las manos con el calor emitido por una sartén que se alzaba sobre un carrito de supermercado claramente robado. Los negociantes, cuales fugitivos, debían esconderse ante el menor indicio de la policía. La culpa resultaba ser del trabajo en negro del que el estado, esa costosa vaca a la que hay que engordar, no saca ningún beneficio.

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