Tate se quedó anonadada. ¿Adam disculpándose? Nunca había pensado que vería ese día.
– ¿Significa esto que estas rescindiendo el acuerdo al que llegamos?
Adam tragó con esfuerzo.
– No.
De manera que aún la deseaba, a pesar de que estaba convencido de que el bebé era de Buck. Y estaba dispuesto a mantener la boca cerrada sobre la supuesta «indiscreción» de Tate y a darle su apellido al bebé a cambio de favores en la cama.
Una mujer tenía que estar loca para aceptar un acuerdo como aquél.
– De acuerdo -dijo Tate-. Acepto tu disculpa. Y sigue pareciéndome bien el acuerdo al que llegamos ayer.
Adam notó que no lo había perdonado. Pero el tampoco le había pedido perdón.
Tate pensó que debía ser una eterna optimista, porque interpretó la presencia de Adam en la puerta del despacho como un buen presagio. Aún rió había renunciado a convencerlo de la verdad sobre el bebé, ni a la posibilidad de llevar una vida feliz junto a él. Tal vez nunca llegara a suceder, pero al menos ahora vivirían amistosamente mientras trataban de resolver lo demás.
– Hace un día precioso -dijo Adam-. ¿Te gustaría tomarte un descanso y venir a ayudarme? Aún tengo que mover ese ganado de un pasto a otro -aquel trabajo había quedado pospuesto el día anterior debido a la repentina boda.
Una amplia sonrisa apareció en el rostro de Tate.
– Me encantaría. Déjame guardar lo último que he hecho en el ordenador.
Se volvió hacia la pantalla para pulsar unas teclas, pero se interrumpió al oír que Adam se aclaraba la garganta.
– Uh… No se me había ocurrido preguntar. ¿Te dijo la doctora Kowalski si todo iba bien con el bebé? ¿Hay algún motivo por el que no debas hacer ejercicio físico?
Tate se volvió y le dedicó una beatífica sonrisa.
– Estoy perfectamente. Al bebé le encantará montar a caballo.
A pesar de todo, Adam no le quitó ojo todo el día. Cuando vio que los párpados de Tate empezaban a cerrarse a última hora de la tarde, sugirió que echaran una siesta. La llevó hasta un roble gigante que se hallaba junto al riachuelo que cruzaba el rancho. Allí extendió una manta que tomó de su silla de montar y sacó la comida que llevaba en las alforjas.
Tate se quitó las botas y se tumbó en la manta con las manos tras la cabeza, contemplando el balanceo de las ramas del árbol, suavemente mecidas por la brisa.
– ¡Esto es maravilloso! ¡Un picnic! No sabía que tenías planeado algo así cuando me has sugerido venir.
De hecho, la responsable del picnic era María. Adam había pensado en la manta. Poco después de terminar los sándwiches y el té que María había preparado en un termo, Tate bostezó.
– No puedo creer lo cansada que me siento últimamente.
– Tu cuerpo está experimentando muchos cambios.
– ¿Es esa una opinión médica, doctor? -preguntó Tate, mirándolo a través de los párpados semi cerrados. Pero no escuchó su respuesta. En el instante en que cerró del todo los ojos, se quedó completamente dormida.
Adam recogió las cosas del picnic y se tumbó junto a ella para verla dormir. Nunca se había fijado en lo largas y oscuras que eran sus pestañas. Tenía un pequeño lunar junto a la oreja que no había detectado hasta entonces. Y unas oscuras ojeras en las que tampoco se había fijado.
Como médico, sabía la carga que suponía un embarazo para el cuerpo y las emociones de una mujer. Se prometió a sí mismo cuidar de Tate, asegurarse de que aquellas ojeras desaparecieran y de que la sonrisa permaneciera en su rostro.
Aunque estaba seguro de que ella se enfadaría si pensaba que había adoptado el papel de protector. Después de todo, había huido de sus hermanos porque estos la habían protegido excesivamente. Tendría que ser muy sutil para lograr hacerle descansar todo lo necesario. Como ese mismo día con el picnic. Estaba seguro de que Tate no sabía que estaba siendo manipulada por su propio bien.
Cuando Tate despertó, se estiró lánguidamente, sin recordar que tenía una apreciativa audiencia. Cuando abrió los ojos, comprobó que estaba a punto de anochecer. Se sentó abruptamente, marcándose un poco al hacerlo.
Adam se acercó a ella al instante, rodeándola con el brazo por los hombros.
– ¿Te encuentras bien?
– Sólo un poco mareada. Supongo que me he sentado demasiado deprisa. ¿Por qué me has dejado dormir tanto rato?
– Estabas cansada.
Tate apoyó la cabeza en su hombro.
– Supongo que sí. ¿No será mejor que volvamos?
Adam le acarició el cuello, buscando el lunar junto a su oreja.
– No tenía nada planeado para esta tarde, ¿y tú?
Tate rió son suavidad.
– No, yo tampoco.
Adam volvió a tumbarla lentamente sobre la manta y la besó. Mientras el sol se ponía, Adam hizo dulcemente el amor con su esposa. Volvieron cabalgando a casa bajo la luz de la luna y en cuanto llegaron al rancho, Adam se aseguró de que Tate se fuera directamente a la cama. A la suya.
– Haré que María traslade tus cosas aquí mañana -susurró junto a su oído-. Será lo más conveniente, ya que vas a dormir aquí.
Tate abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla. Después de todo, quería que aquel matrimonio funcionara. Y cuanto más tiempo pasara en la cama con Adam, más posibilidades tendría de lograr que sucediera. Tenía intención de llegar a ser totalmente irreemplazable en su vida.
Pero mientras los días se convertían en semanas, y las semanas en meses, la invisible pared de desconfianza que se alzaba entre ellos no terminaba de caer. Aunque hacían el amor cada noche, las palabras «te amo» se atragantaban en la garganta de Tate cada vez que trataba de decirlas. Era demasiado doloroso exponer su necesidad ante él. Sobre todo porque no quería que él se sintiera obligado a decírselo también a ella. Cosa que temía que no haría.
Adam era igualmente consciente de cuánto había ganado con el traslado de Tate a su habitación, y de lo poco que habían cambiado las cosas entre ellos. Trató de sentirse tan encantado como ella con cada avance del embarazo. Casi lo consiguió.
Pero a veces, mientras la observaba, no podía evitar preguntarse si pensaría en Buck de vez en cuando. Últimamente, el vaquero no había parado en el rancho ni un momento durante su tiempo libre. Pero Adam había estado vigilante. Lo que significaba que aún no se fiaba del todo de Tate.
Entretanto, había esperado que Tate volviera a decirle que lo amaba. Pero no lo hizo. Y él sentía que necesitaba oír aquellas palabras.
Tate estaba en la cama con Adam cuando sintió que el bebé se movió por primera vez. Tomó su mano y la colocó sobre su vientre.
– ¿Puedes sentirlo? Ha sido como una especie de revoloteo.
– No -Adam trató de apartar la mano.
– Espera. Puede que vuelva a suceder.
– Apoya la tuya aquí -dijo Adam, colocando la mano de Tate sobre su excitación-. Creo que yo también tengo un revoloteo.
Tate no pudo evitar reír al sentir el cuerpo de Adam palpitando bajo su mano.
– Tienes una mente de ideas fijas, doctor.
– Sí, pero es una idea encantadora -murmuró él, deslizándose hacia abajo por el cuerpo de Tate. Tenía la cabeza apoyada en su vientre cuando sintió un ligero movimiento contra su mejilla. Se irguió como un gato escaldado.
– ¡Lo he sentido! ¡Lo he sentido! He sentido cómo se movía el bebé!
Tate sonrió triunfalmente.
– ¡Te lo había dicho!
Adam se sintió repentinamente incómodo. Como médico, había descrito el proceso del embarazo a sus pacientes cientos de veces. Sin embargo, se sentía apabullado ante la realidad misma. Aquel leve toque contra su mejilla había sido de un ser humano. Creciendo en el interior de Tate. Un bebé que llevaría su nombre. Un bebé que Tate pensaba llevarse cuando se divorciara de él.
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