Linda Howard - Belleza Mortal

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Blair Mallory está a punto de vivir el mes más frenético de su vida. Recuperada por completo del intento de asesinato que la llevó a los brazos de Wyatt, el detective asignado a su caso, ahora se enfrenta al ultimátum que su prometido ha fijado para el día de su boda. Tiene poco margen de tiempo y se trata de una cuestión de estilo: si no se da prisa, acabará en una de esas horrendas ceremonias en Las Vegas, algo que no está dispuesta a experimentar. Así que se lanza a la búsqueda desesperada de unos bonitos zapatos y un vestido de escándalo que deje a su chico mudo de lujuria en el altar. Sin embargo, todo se complica cuando, al salir del centro comercial, una misteriosa conductora la arrolla, dejándola medio magullada sobre el asfalto. ¿Imaginaciones suyas o alguien desea interponerse una vez más en su camino? Está segura de que está siendo acosada, pero ni siquiera su prometido le cree. Llena de dudas, Blair no tardará en descubrir que el atropello no fue una simple coincidencia y que una desconocida anda de nuevo tras sus pasos.

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– Vaya, no se te da nada bien toda esta mierda de matar, ¿verdad que no?

– Es mi primera vez, estoy aprendiendo sobre la marcha. Debería haber sido más directa. Acercarme a ti, meterte un tiro, largarme.

Sólo que todavía no había aprendido la lección.

Aún no habían pasado quince minutos, de eso estaba convencida, y no había oído llegar ningún coche. ¿Vendría Wyatt en coche? ¿O lo aparcaría calle abajo y se introduciría sigilosamente en la casa?

En cuanto se me cruzó esa idea por la cabeza, Wyatt medio salió de detrás de la puerta de la cocina a espaldas de Megan, aunque mantenía parte de su cuerpo a cubierto. Tenía la automática en la mano derecha y le apuntaba a la cabeza.

– Megan…

Sorprendida, ésta se giró en redondo. Tal vez fuera una buena tiradora; de hecho, después nos enteramos de que sí lo era, que disparaba con regularidad en un campo de tiro, pero que nunca había practicado en una situación de fuego real. Se volvió apretando ya el gatillo y disparando a lo loco.

Wyatt no falló.

Pero tampoco ella falló su último disparo.

Mi corazón se detuvo, literalmente, durante un par de segundos de angustia. No recuerdo haberme movido, pero de repente me vi en el rellano de las escaleras, saltando por encima de Megan, que yacía gimiendo. Si no hubiera estado tirada en el suelo, yo la habría derribado para llegar al lado de Wyatt.

Hasta el día en que me muera, veré la expresión en su rostro, veré la manera en que la bala le arrojó hacia atrás con una sacudida, veré la rociada roja de sangre saliendo de su pecho, formando un arco casi a cámara lenta. Retrocedió unos pasos y luego cayó sobre una rodilla. Intentó levantarse con gran esfuerzo, ponerse en pie otra vez y luego se desplomó hacia un lado. Y siguió intentando levantarse.

Yo gritaba su nombre, eso sí lo sé, gritaba su nombre una y otra vez. Me resbalé con su sangre, pues ya se había formado un charco en el suelo, y me agaché junto a él.

Su respiración era superficial y convulsa.

– Mierda -masculló con voz cada vez más apagada-. Joder, cómo duele.

– ¡Wyatt, serás capullo! -chillé, deslizando el brazo debajo de su cabeza para acunársela-. Lo de sacrificar tu vida debía ser sólo una metáfora. ¡Nada más que una metáfora! ¡No es algo que tengas que hacer!

– Y ahora me lo dices -contestó y cerró los ojos. Me avergüenzo de lo que hice. O casi. Supongo que debería avergonzarme de ello.

Me fui corriendo hasta esa zorra y me puse a darle patadas.

Capítulo 30

A los veintiún días miré por la ventana de la maravillosa casa victoriana de Roberta y observé a Wyatt delante de la pérgola situada abajo en el soberbio jardín.

– Debería sentarse -dije con cierta ansiedad-. Lleva de pie demasiado rato.

– Toma -dijo mamá obligándome a volverme y tendiéndome los pendientes-. Póntelos.

Me di media vuelta otra vez para mirar por la ventana mientras me metía los pendientes por los agujeros del lóbulo y los cerraba.

– Se le ve pálido.

– Va a casarse contigo -murmuró Siana-, cómo no va a estar pálido.

Roberta y Jenni se echaron a reír a la vez. Lancé una mirada de indignación a Siana y ella estalló en carcajadas también. Durante las tres últimas semanas, lo único que había oído eran chistes sobre cómo me ensañaba a patadas con alguien que ya yacía en el suelo, sobre lo sanguinaria que era, y cosas por el estilo. Incluso Wyatt se había apuntado a las bromas, diciendo que nunca en su vida se había sentido tan seguro como cuando yo le protegí. En un momento dado, papá me dijo, aparentemente serio, que la Liga Nacional de Fútbol había oído hablar de mis cualidades y que había llamado porque quería saber si estaría dispuesta a hacer una prueba como lanzadora en parado. La única que no había hecho bromas era mamá, pero, en mi opinión, eso tenía que ver seguramente con que ella misma habría molido a patadas a cualquiera que hubiera disparado a papá delante de sus narices.

Wyatt había pasado tres días en el hospital. Creo que deberían haberle retenido ahí más tiempo, pero las compañías de seguros dictan los plazos que un paciente puede estar hospitalizado, y al cabo de tres días se fue para casa. El cirujano que le había remendado me dijo que se estaba curando más deprisa de lo que era habitual en el resto de la gente, pero, de cualquier modo, ya me entendéis, cuando a alguien le han hecho un agujero en el pecho, la verdad es que esperas que esté hospitalizado al menos cuatro días, por decir algo. Tres era ridículo. Tres era casi criminal.

Apenas podía arrastrarse por sus propios medios cuando le llevé a casa. Tenía que hacer ejercicios respiratorios, jadeando y resoplando con esa especie de tubo que medía su capacidad pulmonar. Lo estaba pasando mal, y yo lo sabía porque ni siquiera protestaba cuando tenía que darle los analgésicos.

Una semana después del tiroteo, empezó a negarse a tomar la medicación, excepto por la noche, para poder dormir. Al cabo de diez días se negó incluso a eso. El día decimocuarto empezó con la preparación física. Exactamente a las tres semanas de que le dispararan íbamos a casarnos.

No cumplimos con la fecha límite marcada para la boda; no llegamos por dos días, pero fue culpa suya por recibir un disparo, o sea, que tuvo que aceptarlo.

Megan tuvo que permanecer en el hospital más tiempo que Wyatt. ¿A quién le importaba? Todavía no había conseguido que le impusieran una fianza, por lo que había ido a parar del hospital a la cárcel, y ahí estaba. Y por lo que a mí respectaba, podía pudrirse ahí. No me importaba su desdicha o su ruina de vida o su trastorno de personalidad o cualquier otra cosa que su abogado pudiera alegar cuando empezara el juicio. Había disparado a Wyatt y yo todavía soñaba, con satisfacción, que la despedazaba miembro a miembro y luego arrojaba los trozos a una manada de hienas.

Pero, hoy, nada de eso importaba. Hacía un precioso día de octubre, con una temperatura perfecta que se mantenía en torno a los veintiún grados, e íbamos a casarnos. Nuestra tarta nupcial, que nos esperaba en el comedor de Roberta, era una obra de arte. La comida, bien, la comida no era lo que habíamos planeado, porque el servicio de catering nos falló del todo, pero todos los hombres parecían aliviados. Era evidente que el grupo de la testosterona prefería los bocaditos de pollo a los rollitos de espinacas con delicado aderezo. Las flores cortaban la respiración: Roberta se había superado.

Y mi vestido… ah, mi vestido. Era justo lo que había imaginado. La gruesa seda fluía a mi alrededor como el agua, pero sin pegárseme. El blanco cremoso incluía tan sólo un toque de suntuosidad champán en el color, de modo que no acababas de decidir si era color hueso o el más pálido de los dorados. Sin caer de modo alguno en lo vulgar, creo que era el vestido más sexy que había visto en mi vida. Lo único que no tenía claro era si Wyatt estaría en condiciones de apreciarlo de forma adecuada. No habíamos hecho el amor desde el tiroteo, para gran malestar suyo, porque yo no quería someter su cuerpo a tal tensión, pues aún estaba en proceso de recuperación y aquello podía provocar una recaída. Eso hizo que se enfadara mucho; bien, para ser más exactos, le cogió un cabreo de tomo y lomo.

Confiaba en que este vestido le llevara directamente a la locura producto de la lujuria. Y confiaba en que no se viniera abajo con tanta tensión.

Mis preciosos zapatos me dolían sólo un poco. Mientras mantuviera inmovilizado el pie roto, podía andar prácticamente sin dolor alguno. Aun así, estaba decidida a no cojear. El vendaje era transparente y daba la casualidad de que las tiras coincidían casi con total exactitud con sus bordes, así que a menos que alguien se pusiera de rodillas y se quedara mirando mi pie, ni siquiera se veía el vendaje.

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