Linda Howard - Belleza Mortal

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Blair Mallory está a punto de vivir el mes más frenético de su vida. Recuperada por completo del intento de asesinato que la llevó a los brazos de Wyatt, el detective asignado a su caso, ahora se enfrenta al ultimátum que su prometido ha fijado para el día de su boda. Tiene poco margen de tiempo y se trata de una cuestión de estilo: si no se da prisa, acabará en una de esas horrendas ceremonias en Las Vegas, algo que no está dispuesta a experimentar. Así que se lanza a la búsqueda desesperada de unos bonitos zapatos y un vestido de escándalo que deje a su chico mudo de lujuria en el altar. Sin embargo, todo se complica cuando, al salir del centro comercial, una misteriosa conductora la arrolla, dejándola medio magullada sobre el asfalto. ¿Imaginaciones suyas o alguien desea interponerse una vez más en su camino? Está segura de que está siendo acosada, pero ni siquiera su prometido le cree. Llena de dudas, Blair no tardará en descubrir que el atropello no fue una simple coincidencia y que una desconocida anda de nuevo tras sus pasos.

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Podía hablar. Para deleite mío, sí, podía hablar. Mi voz sonaba muy áspera pero al menos funcionaba. Estaba claro que yo no podría haber sido una de esas monjas que hacen votos de silencio. Aunque pensándolo bien, nunca podría haber sido una monja, y punto.

Llamé a mamá y charlamos un rato. Ella ya había hablado con Sally y sentía un gran alivio: Sally ya había llamado a Jazz y se había disculpado, y se suponía que iban a quedar esa misma mañana para hablar cara a cara. Me pregunté si no sería más conveniente esperar a mañana para llevarle la tela, y mamá dijo que sí. Podía imaginarme la escena, después de haber tenido una especie de reconciliación con Wyatt.

Luego llamé a Siana y hablé con ella. Tras colgar, me llevé arriba toda mi ropa nueva y la dejé encima de la cama del cuarto de invitados. Me probé otra vez todos los zapatos nuevos, andando con ellos para asegurarme de que no me rozaban. Para entonces Wyatt ya se había levantado; le oí bajar a por una taza de café, luego subió al piso de arriba y se apoyó en el umbral de la puerta mientras se lo bebía, observándome con una especie de media sonrisa adormilada en el rostro.

Mis zapatos le tenían perplejo por algún motivo. Había comprado lo que consideraba básico: zapatillas deportivas para el gimnasio -tres pares-, más unas botas de tacón alto, más unos zuecos, más unas manoletinas negras, un par de zapatos bajos negros y, bien, la lista seguía.

– ¿Y cuántos pares de zapatos negros necesitas? -preguntó al final mientras los observaba alineados en el suelo.

Vale, los zapatos no eran algo de lo que reírse. Le dediqué una mirada fría.

– Un par más de los que tengo.

– Entonces, ¿por qué no te los has comprado ya?

– Porque seguiría necesitando un par más de los que tengo.

Fue lo bastante prudente como para soltar un «Mmm» y dejar el tema.

Durante el desayuno le expliqué que me parecía que la situación Sally/Jazz estaba resuelta. Me miró maravillado.

– ¿Cómo lo has conseguido? Teniendo que esquivar a una acosadora homicida y escapar de tu casa en llamas, ¿cómo has podido encontrar tiempo para eso?

– Encontrándolo. La desesperación es una gran motivación.

Yo también estaba un poco sorprendida. Él no tenía ni idea de lo desesperada que me había sentido.

Después del desayuno volví arriba y me entretuve con la ropa nueva, cortando etiquetas, lavando lo que hacía falta lavar antes de estrenarlo, planchando arrugas tozudas, y reordenando el armario de Wyatt para colgar allí mi ropa. Sólo que ahora ya no era el armario de Wyatt, era nuestro armario, y eso significaba que tres cuartas partes me pertenecían. Por ahora, con eso bastaría, dado mi escaso vestuario, justo para los próximos meses de otoño, pero para cuando comprara la ropa de invierno, y la ropa de primavera, y la ropa de verano… bien, habría que volver a reordenar las cosas.

También hacía falta limpiar y organizar los cajones del tocador. Y del armario del baño. Una vez más, Wyatt se apoyó en el umbral de la puerta mientras me observaba vaciar todos los cajones del tocador, apilando de momento todas las cosas sobre la cama. Siguió sonriendo un rato, como si verme tan ajetreada mientras él se limitaba a mirar le satisfaciera en cierto sentido. No sé por qué no le remordía la conciencia.

– ¿Qué te hace tanta gracia? -le pregunté por fin, con cierta irritación.

– Nada.

– Estas sonriendo.

– Sí.

Puse las manos en jarras y le miré con el ceño fruncido.

– Entonces, ¿por qué estás sonriendo?

– Estoy observando como te estableces… en mi casa. -Me miró con los párpados caídos mientras sorbía el café-. Dios sabe cuánto tiempo he intentado que vinieras a vivir aquí.

– Dos meses -dije burlándome-. Fíjate cuánto tiempo.

– Setenta y cuatro días, para ser exactos; desde que dispararon a Nicole Goodwin y yo pensé que se trataba de ti. Setenta y cuatro largos y frustrantes días.

Entonces sí que me burlé.

– Es imposible que un hombre que ha disfrutado de tantas relaciones sexuales como tú pueda sentirse frustrado.

– No era cuestión de sexo. De acuerdo, en parte era sexo. Pero seguía siendo frustrante que vivieras en otro lugar.

– Bueno, pues ya estoy aquí. Disfrútalo. La vida, tal y como la conoces, se ha acabado.

Riéndose, se fue por más café. El teléfono sonó mientras estaba abajo y contestó, pero subió a los pocos minutos para coger su placa y su arma.

– Me tengo que ir -dijo. No era inusual, y no tenía nada que ver conmigo o me lo habría dicho. Tenía más que ver con la falta de personal en el distrito policial que con cualquier otra cosa, algo que se había convertido más bien en un problema crónico-. Ya sabes qué hacer. No dejes entrar a nadie.

– ¿Y si alguien con una lata de gasolina se cuela en la propiedad?

– ¿Sabes disparar una pistola? -me preguntó, y no hablaba en broma.

– No. -Era algo que lamentaba, pero imaginé que era mejor no dar rodeos al respecto.

– Para cuando acabe contigo la próxima semana, sabrás hacerlo -prometió.

Genial. Algo más de lo que ocuparme en mi tiempo libre. Suponiendo que me quedara tiempo libre. Debería haber mantenido la boca cerrada. Por otro lado, saber usar una pistola tenía que molar.

Me dio un beso y salió por la puerta. Escuché distraída el ruido sordo de la puerta del garaje al abrirse y cerrarse de nuevo un momento después, luego volví a continuar ordenando cosas.

Estaba claro que algunas de las cosas que estaban guardadas en el tocador podían meterse en cualquier otro sitio, como el guante de béisbol (¡¿?!), el estuche de limpiar los zapatos, una pila de libros de la academia de policía y una caja de zapatos llena de fotos. En cuanto la abrí y vi el contenido, me olvidé de las otras cosas y me quedé sentada con las piernas cruzadas en el suelo junto a la cama, mirando lo que había ahí dentro.

A los hombres no les preocupan demasiado las fotografías, y por eso éstas estaban metidas de cualquier manera en una caja olvidada en un cajón. Era obvio que algunas de ellas se las había dado su madre: fotos del colegio de él y su hermana Lisa, a distintas edades. El Wyatt de seis años consiguió derretirme el corazón. Parecía tan inocente y natural, para nada el hombre duro del que me había enamorado, a excepción de esos ojos centelleantes. Sin embargo, cuando cumplió los dieciséis ya estaba adoptando esa expresión fría y penetrante. Había imágenes de él vestido con el equipo de fútbol, tanto del instituto como de la universidad, y luego otras fotos de jugador profesional, y la diferencia era obvia. Para entonces, el fútbol ya había dejado de ser un juego, para pasar a ser un trabajo, un trabajo, de hecho, bastante duro.

Había una foto de Wyatt con su padre, fallecido hacía ya un tiempo. Él debía tener entonces unos diez años pues aún mostraba una mirada inocente. Su padre debió de morir poco después de que sacaran la foto, porque Roberta me había contado que Wyatt tenía diez años cuando sucedió. Entonces fue cuando su inocencia se esfumó, ya que todas las fotos sacadas después mostraban a alguien consciente de que la vida no siempre es segura y feliz.

Luego encontré la foto con su esposa.

Primero leí lo que había escrito en el reverso, porque la foto estaba boca abajo. La cogí. Con bonita caligrafía femenina, aparecía la inscripción: Wyatt y yo, Liam y Kellian Greeson, Sandy Patrick y su última monada.

Le di la vuelta y miré la cara de Wyatt. Reía a la cámara, cogiendo distraídamente por el hombro a una pelirroja muy guapa.

Noté una punzada de celos naturales. No quería verle con ninguna otra mujer, sobre todo con la que había estado casado. ¿Por qué no podía haber sido fea o desagradable, alguien que obviamente no encajara con él, en vez de ser tan guapa y…

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