Linda Howard - Belleza Mortal

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Blair Mallory está a punto de vivir el mes más frenético de su vida. Recuperada por completo del intento de asesinato que la llevó a los brazos de Wyatt, el detective asignado a su caso, ahora se enfrenta al ultimátum que su prometido ha fijado para el día de su boda. Tiene poco margen de tiempo y se trata de una cuestión de estilo: si no se da prisa, acabará en una de esas horrendas ceremonias en Las Vegas, algo que no está dispuesta a experimentar. Así que se lanza a la búsqueda desesperada de unos bonitos zapatos y un vestido de escándalo que deje a su chico mudo de lujuria en el altar. Sin embargo, todo se complica cuando, al salir del centro comercial, una misteriosa conductora la arrolla, dejándola medio magullada sobre el asfalto. ¿Imaginaciones suyas o alguien desea interponerse una vez más en su camino? Está segura de que está siendo acosada, pero ni siquiera su prometido le cree. Llena de dudas, Blair no tardará en descubrir que el atropello no fue una simple coincidencia y que una desconocida anda de nuevo tras sus pasos.

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– Cómprala -le dije a Jenni. ¡Cincuenta dólares! Vaya ganga, era asombroso que nadie se la hubiera llevado aún-. ¿Tienes suficiente efectivo?

– Me las arreglaré, pero necesitaré una furgoneta para transportar esta cosa. ¿Ha traído Wyatt su furgo?

Yo estaba arriba en el cuarto de invitados usando el ordenador, navegando por algunos grandes almacenes de categoría en busca de un vestido de novia, y él estaba abajo haciendo la colada, de modo que no podía preguntárselo a menos que fuera hasta la escalera y gritara. Acercarme a la ventana y mirar abajo era más fácil. El gran Avalanche negro de Wyatt, un monumento móvil a la masculinidad, estaba pegado al bordillo.

– Sí, la tiene aquí.

– ¿Podrá venir entonces a buscar la pérgola con su vehículo?

– Dame la dirección y le mandaré para allá.

Ahora sí que tenía que bajar, pero me agarré a la baranda, mantuve la cabeza todo lo tiesa que pude, e intenté moverme despacio y sin sacudidas. No llamé a Wyatt, porque entonces habría dejado de hacer lo que estaba haciendo, y yo quería verle haciendo la colada. Era un placer verle hacer tareas domésticas. Con su carga de testosterona, cabría pensar que no se le daría bien una tarea así, pero Wyatt se ocupa de las labores domésticas de la misma forma competente que maneja su pistola automática. Llevaba años viviendo solo, por consiguiente había aprendido a cocinar y hacer la colada, y además siempre se le han dado bien las reparaciones y las chapuzas mecánicas. En conjunto era muy práctico tener cerca, un hombre como él, y a mí me excitaba verle colgar mis ropas en el tendedero. Vale, eso es lo de menos; digamos que me excita verle hacer cualquier cosa.

Finalmente dije:

– Jenni ha encontrado una pérgola en un garaje con cosas de segunda mano. ¿Podrías ir a recogerla, por favor?

– Seguro. ¿Para qué quiere una pérgola?

Era asombroso que, por mucho que me empeñara en comentar con él los planes de boda, yo daba muchas explicaciones y él evidentemente no escuchaba nada.

– Es para nuestra boda -dije con una paciencia extraordinaria, si se me permite decirlo. Wyatt estaba colgando mi ropa y no quería cabrearle antes de que acabara.

– Entiendo. Jenni no quiere la pérgola, la queremos nosotros.

Vale, o sea, que tal vez sí había escuchado un poco. Por otro lado, era más que probable que papá le hubiera aconsejado que aceptara todo lo que yo planeara para la boda. Buen consejo.

– Aquí está la dirección. -Le tendí la hoja de papel y también cincuenta dólares.

– Jenni ha tenido que adelantarse y pagarla para que la señora no la vendiera, y aquí tienes los cincuenta dólares para dárselos.

Cogió los cincuenta pavos y se los metió en el bolsillo al tiempo que me estudiaba con la mirada.

– ¿Estarás bien mientras estoy fuera?

– No voy a pisar la calle, no voy a levantar nada, no pienso hacer nada que represente sacudir la cabeza. Estaré bien. -Me sentía aburrida y frustrada, pero aceptaba mis limitaciones. Por el momento. Tal vez mañana fuera otro día.

Me besó en la frente mientras sostenía con delicadeza mi nuca con su mano dura y áspera.

– Intenta portarte bien, de todos modos -dijo, como si yo no hubiera dicho nada. No sé por qué esperaba que pudiera meterme en algún lío; oh, alto, podría tener algo que ver con tiroteos, con un coche siniestrado, con acabar secuestrada, retenida a punta de pistola, y ahora casi atropellada en un aparcamiento.

Pensándolo bien, desde que salíamos juntos, mi vida había sido un caos casi continuo, y…

– ¡Eh! ¡Nada de lo que me ha sucedido ha sido culpa mía! -dije indignada, reaccionando a lo que él daba a entender en sentido contrario.

– Desde luego que sí. Atraes los problemas como un imán -dijo, mientras salía tranquilamente por la puerta. Continué, por supuesto:

– ¡Mi vida era tranquila antes de que aparecieras! ¡Mi vida era una balsa de aceite! Si hay alguien aquí que atraiga los problemas como un imán, ése eres tú.

– Nicole Goodwin fue asesinada en tu aparcamiento antes de que yo apareciera -comentó.

– Algo que no tuvo nada que ver conmigo. Yo no la maté. -Y cuánto me alegraba de ello, porque había habido momentos en que podría haberla matado, con sumo gusto.

– Te peleaste con ella y por eso rondaba por tu aparcamiento, motivo por el que la asesinaron allí, hecho que le dio la idea de matarte a la loca esposa del capullo de tu ex marido, para que así le echaran la culpa al asesino de Nicole.

A veces detestaba la manera en que funciona su mente. Me dedicó una sonrisa mientras entraba en la furgoneta. No podía ponerme a dar patadas sin que me doliera la cabeza, no podía hacer gran cosa sin que me doliera la cabeza, y él lo sabía, de modo que me contenté con cerrar la puerta de casa para no ver su mueca, y con ir en busca de papel y boli para empezar a hacer una lista de sus últimas transgresiones. Escribí: «Se mete conmigo y me toma el pelo cuando estoy convaleciente», y dejé la lista ahí tirada para que la viera. Luego, teniendo en cuenta que un solo apunte no crea una lista, volví y añadí: «Me acusa de cosas de las que no soy culpable».

En lo que se refiere a listas, ésta era bastante anémica, y no me dejó nada satisfecha. Hice una bola y la tiré; era mejor no tener ninguna lista que dejar que el impacto se diluyera.

Frustrada, volví al piso de arriba y continué navegando por internet, pero volvió a resultar infructuoso. Casi una hora después, me desconecté. No me estaba divirtiendo lo más mínimo.

Sonó el teléfono y lo cogí al primer ring sin molestarme en comprobar la identidad, básicamente porque estaba aburrida y frustrada.

– Qué lástima, no acerté. -Fue un susurro malévolo; luego se oyó un clic y la desconexión de la llamada.

Aparté el teléfono de mi oreja y me lo quedé mirando. ¿Había oído lo que pensaba que había oído? ¿Qué lástima, no acerté?

¿Qué puñetas…? Si había oído bien, y estaba convencida de que así era, lo único que tenía sentido era que la zorra que conducía el Buick supiera quién era yo, y puesto que ningún periódico había informado de mi accidente -probablemente porque era demasiado insignificante, algo que me daba cierta rabia- eso quería decir que la psicópata sabía con exactitud quién era yo. Eso daba una nueva dimensión a todo el asunto, algo que desde luego no me hacía la menor gracia. Pero ésta era la única vez que alguien «no acertaba», al menos desde la última vez que la esposa de mi ex marido, Debra Carson, me había disparado. La primera vez, me alcanzó el disparo; la segunda, dio accidentalmente a su esposo.

Pero no podía ser Debra, ¿verdad que no? Aunque estaba en libertad bajo fianza -los dos estaban fuera-, la última vez que la había visto estaba contentísima de que Jason la quisiera tanto como para intentar matarme, también él; y puesto que su motivo habían sido los celos, eso parecía descartarlo, ¿verdad?

Comprobé el identificador de llamadas, pero había contestado demasiado deprisa como para dar tiempo a que procesara esa información. La última llamada que aparecía era la de Jenni.

Inquieta, llamé a Wyatt.

– ¿Dónde estás?

– Acabo de descargar la pérgola en casa de mamá. ¿Qué sucede?

– He recibido una llamada. Una mujer ha dicho «Qué lástima, no acerté» y ha colgado.

– Espera un minuto -dijo, y oí unos ruidos, como si buscara algo-, repite eso. -Su voz sonó más clara, un poco más alta, y casi le vi metiéndose el teléfono entre la cabeza y el hombro mientras sacaba la libreta y el boli, que llevaba con él a todas partes.

– Dijo, «Qué lástima, no acerté» -repetí obedientemente.

– ¿Reconociste el nombre en la pantalla de llamadas?

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