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Linda Howard: Cercano Y Peligroso

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Linda Howard Cercano Y Peligroso

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Bailey Wingate está cansada de tener que amenazas de sus maquiavélicos hijastros. Seth y Tamzin no toleran que su fallecido padre se casase con su secretaria y que ésta heredase toda su fortuna. Una fortuna que ahora administra a su antojo y que ha provocado una auténtica guerra familiar. Un año después de la muerte de su marido, Bailey vuela a Denver en un avión privado para disfrutar de unas vacaciones, un viaje que termina con un aterrizaje de emergencia en medio de ninguna parte. Aislados del mundo, Bailey y su atractivo piloto, Cam Justice, tendrán que luchar no sólo por sobrevivir en unas condiciones hostiles, sino también por no dar rienda suelta a sus ocultas y nuevas pasiones. En estas circunstancias la soledad les proporciona mucho tiempo para pensar y ninguno de los dos cree que el accidente fuera algo casual… Pero ¿quién podría querer matarlos? Cercano y peligroso es una novela llena de sensualidad y de intriga, con un ritmo vertiginoso. Linda Howard nos obsequia con una narración en la que las aventuras extremas y el aislamiento llevan a nuestros protagonistas al límite de sus sentimientos.

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– A Denver.

– ¿Cuándo vuelve?

– No tengo la fecha exacta delante, pero creo que aproximadamente dentro de dos semanas.

La única respuesta fue el corte de la comunicación, sin un «gracias», «bésame el culo» o algo por el estilo.

– Bastardo -murmuró mientras colgaba el auricular.

– ¿Quién?

La voz de Karen flotó a través de la puerta abierta. ¿Había algo que ella no oyera? Era el demonio, el golpeteo de las teclas del ordenador nunca se detenía, nunca dudaba. Aquella mujer era verdaderamente aterradora.

– Seth Wingate -contestó.

– Estoy de acuerdo contigo en eso, jefe. Está vigilando de cerca a la señora Wingate, ¿eh? Me pregunto por qué. Esos dos no se pueden ver.

No le sorprendía eso; la primera señora Wingate, a la que había conocido fugazmente, pero que le gustaba de verdad, había muerto hacía poco más de un año, antes de que el señor Wingate se casara con su secretaria personal, que era más joven que sus dos hijos.

– Quizá va a celebrar una fiesta en casa mientras ella está fuera.

– Eso es infantil.

– Como él.

– Por eso probablemente el señor Wingate, el viejo, la dejó a cargo del dinero.

Sorprendido, Cam se levantó y se acercó a la puerta de su oficina.

– Estás bromeando -dijo a su espalda.

Ella lo miró por encima del hombro; sus dedos todavía volaban sobre las teclas del ordenador.

– ¿No lo sabías?

– ¿Cómo podría saberlo? -Ninguno de los miembros de la familia ni de los ejecutivos de la compañía hablaba de sus finanzas con él, y tampoco creía que le hicieran confidencias a Karen.

– Yo lo sé -señaló ella.

«Sí, pero tú eres aterradora». Se tragó las palabras para evitar meterse en problemas. Karen tenía su manera particular de averiguar asuntos.

– ¿Cómo lo sabes?

– Oigo cosas.

– Si es verdad, no me extraña que no se puedan ver. -Demonios, si él estuviera en el pellejo de Seth Wingate, probablemente también estaría actuando como un bastardo con su madrastra.

– Es verdad, sí. El viejo señor Wingate era un tipo inteligente. Piénsalo. ¿Tú dejarías a Seth o a Tamzin a cargo de miles de millones de dólares?

Cam tuvo que pensarlo quizá durante una milésima de segundo.

– Ni en sueños.

– Bien, él tampoco. Y ella me gusta. Es inteligente.

– Espero que sea lo suficientemente inteligente como para haber cambiado las cerraduras de las puertas cuando murió el señor Wingate -dijo Cam-. Y para protegerse las espaldas, porque no confiaría en que Seth Wingate no le clavara un cuchillo, si tuviera oportunidad de hacerlo.

Capítulo 3

El teléfono despertó a Cam con un sobresalto la mañana siguiente y éste lo buscó a tientas. Quizá se trataba de una llamada equivocada; si no abría los ojos, podría volver a quedarse dormido hasta que sonara la alarma de su reloj de pulsera. Por experiencia sabía que en cuanto abriera los ojos era mejor levantarse, porque no iba a volver a conciliar el sueño.

– ¿Sí?

– Jefe, ponte los pantalones y ven.

Karen. Mierda. Abrió los ojos de golpe, poniéndose en pie de un salto, y una inyección de adrenalina le limpió el cerebro de telarañas.

– ¿Qué pasa?

– El idiota de tu socio acaba de aparecer con los ojos hinchados y semicerrados, casi sin respiración y asegurando que es capaz de volar a Denver hoy.

De fondo, Cam oyó una voz espesa y áspera que no se parecía a la de Bret y que decía algo ininteligible.

– ¿Ese es Bret?

– Sí. Quiere saber por qué te llamo a ti «jefe» y a él «idiota». Porque algunas cosas simplemente son evidentes. Por eso -dijo ella con aspereza, claramente contestando a Bret. Dirigiendo su atención a Cam, continuó-: He llamado a Mike, pero no puede llegar a tiempo para encargarse del vuelo a Denver, así que le voy a asignar el viaje a Sacramento y tú tienes que mover el culo.

– Voy de camino -afirmó él, cortando la comunicación y saliendo a toda velocidad hacia el baño. Se duchó y se afeitó en cuatro minutos y veintitrés segundos, se puso uno de sus trajes negros, cogió su gorra y el maletín que siempre tenía preparado, porque a menudo surgían imprevistos como éste, y en seis minutos se encontraba en la puerta. Retrocedió para apagar la cafetera, que estaba programada para empezar a funcionar en una hora aproximadamente, y entonces, como no sabía si tendría tiempo para pararse a desayunar, cogió unas barritas energéticas de cereales de la alacena y se las guardó en el bolsillo.

Mierda, mierda, mierda. Maldecía en voz baja mientras zigzagueaba entre el tráfico de la mañana. Su pasajera sería la gélida viuda Wingate. Bret se llevaba bien con ella, pero Bret se llevaba bien con casi todo el mundo; las pocas veces que Cam había tenido la mala suerte de estar cerca de ella, había actuado como si se hubiera tragado el palo de una escoba y él fuera un mosquito en el parabrisas de su vida. El había tratado con personas de esa clase, en la vida militar; esa actitud no le iba entonces y ahora con toda seguridad tampoco. Mantendría los labios cerrados a toda costa, pero si ella le decía alguna impertinencia, le daría el vuelo más afilado de toda su vida, haciéndole vomitar las tripas antes de llegar a Denver.

Recorrió el trayecto en un tiempo récord. Vivía en las afueras de Seattle, e iba alejándose de la ciudad en vez de acercarse, así que la carretera estaba relativamente despejada mientras que en el otro sentido había una cinta compacta de vehículos. Aparcó en su plaza sólo veinte minutos después de colgar el teléfono.

– Eso es velocidad -observó Karen cuando entró en la oficina con el maletín en la mano-. Tengo más malas noticias.

– Suéltalas. -Dejó el maletín para servirse una taza de café.

– El Mirage está en el taller y Dennis dice que no estará listo a tiempo para el vuelo.

Cam tomó un sorbo de café en silencio mientras pensaba en la logística. El Mirage podría haber llegado a Denver sin repostar. El Lear también, obviamente, pero lo usaban para grupos, no para una única persona, y aunque podía pilotar el Lear él solo, prefería llevar un copiloto. Ninguno de los Cessnas poseía suficiente autonomía, pero el Skylane podía llegar a una altura máxima de seis mil metros aproximadamente, mientras que el tope del Skyhawk era de cuatro mil quinientos. Algunas cumbres de las montañas de Colorado alcanzaban los cinco mil, así que la elección del avión no era como para matarse a pensar.

– El Skylane -dijo-. Repostaré combustible en Salt Lake City.

– Eso pensaba -dijo Bret, saliendo de su oficina. Su voz era tan áspera que sonaba como una rana concongestión nasal-. He dicho a la tripulación que lo preparara.

Cam levantó la vista. Karen no había exagerado nada el estado de Bret; más bien se había quedado corta. Sus ojos estaban ribeteados de rojo y tan hinchados que sólo se veía una estrecha rendija de iris azul. Tenía la cara cubierta de manchas y respiraba por la boca. En resumen, tenía un aspecto lamentable y su expresión de abatimiento era también indicadora de cómo se sentía. Fuese lo que fuese que tuviera, Cam no quería pillarlo.

– No te acerques -le advirtió Cam, extendiendo la mano como un guardia de tráfico.

– Ya lo he rociado con Lysol -dijo Karen, mirando ferozmente a Bret desde el otro lado de la oficina-. Una persona que tuviera un mínimo de sentido común se habría quedado en casa y habría llamado, en vez de venir al trabajo a propagar sus virus.

– Puedo volar -dijo él con voz ronca-. Tú eres la que insistes en que no puedo.

– Estoy segura de que la señora Wingate estará encantada de pasar cinco horas encerrada en un avioncito contigo… -dijo ella con sarcasmo-. Yo no quiero pasar cinco minutos contigo en la misma oficina. Vete. A casa.

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