Linda Howard - Al Amparo De La Noche

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El comienzo de una tragedia… Cate Nightingale vive con sus gemelos de 4 años en el pueblo de Trail Stop. A pesar de que ha enviudado siendo muy joven, saca adelante a sus niños gracias a su trabajo en un hostal en el que recibe pocos visitantes. La ayuda de Calvin Harris, muy hábil para la carpintería o la fontanería, es fundamental para que su negocio subsista. Pero Cate ni siquiera se imagina qué tan importante será este hombre en su vida, hasta que la desaparición de uno de sus huéspedes desencadena la tragedia. Y cuando Calvin la rescata de una situación muy peligrosa, Cate comienza a mirar con otros ojos a este ex marine que sólo desea entrar en su corazón
…Los llevará a una arriesgada aventura. Calvin Harris es un hombre solitario que realiza tareas de mantenimiento en el hostal de Cate Nightingale. Secretamente enamorado de la protagonista, la ayuda en todo lo que puede para que ella y sus hijos puedan vivir sin apuros económicos. Sin embargo, el destino lo obligará a demostrar su callada valentía para salvar a sus vecinos de un horrible fin. Escapa con Cate bajo el amparo de la noche, para obtener la ayuda que necesitan y así deshacerse de los invasores. Y quizá a través de esta verdadera odisea para contactar con el pueblo más cercano, la mujer a la que ama descubra el verdadero héroe que hay en él.

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– Ni una palabra -le dijo, muy seria.

El señor Harris se sonrojó, murmuró: «No, señora» y volvió a esconder la cabeza en el armario. Cuando todas las herramientas estuvieron en la caja, aunque seguramente no en su sitio, Cate le dijo a Tucker:

– ¿Qué tienes que decirle al señor Harris?

– Lo ziento -dijo, sorbiéndose la nariz a media frase.

El fontanero no asomó la cabeza.

– Tran… -empezó a decir, pero luego se interrumpió. Por un momento, parecía que se había quedado mudo, pero luego añadió-. Chicos, deberíais hacerle caso a vuestra madre.

Cate cortó una toallita de papel y la colocó frente a la nariz de Tucker.

– Suénate -le dijo, sujetando el papel mientras él obedecía y lo hacía con la excesiva energía que utilizaba para todo-. Ahora, subid a vuestra habitación. Tucker, a la silla de castigo. Tanner, juega en silencio mientras Tucker está castigado, pero no hables con él. Yo subiré después, cuando, tengáis que intercambiar los puestos.

Con la cabeza gacha, los dos niños se arrastraron escaleras arriba como si estuvieran a punto de enfrentarse a un destino terrible. Cate miró el reloj para calcular a qué hora tenía que levantarle el castigo a Tucker.

Sherry había entrado en la cocina y estaba observando a Cate con una mezcla de compasión y diversión.

– ¿De verdad se quedará sentado en la silla hasta que subas?

– Ahora ya sí. Las últimas veces que lo he castigado en la silla ha visto cómo, por no hacerme caso, le he ampliado el castigo varias veces, así que ahora ya lo ha entendido. Tanner ha sido incluso más terco -y, mientras recordaba lo mucho que le había costado conseguir que le hiciera caso, pensó que aquello era el mayor eufemismo de la historia. Tanner no hablaba demasiado pero era la terquedad personificada. Los dos eran muy activos, decididos y absolutamente brillantes a la hora de descubrir nuevas y diferentes formas de meterse en líos, o peor… en peligro. Antes de ser madre, la idea de darle un cachete en el culo a un niño le horrorizaba pero, antes de que sus hijos tuvieran dos años, ya había cambiado la mayor parte de sus opiniones sobre cómo criar a los hijos. Sin embargo, jamás les había pegado fuerte, pero ya no se cerraba ante la posibilidad de que llegaran a la pubertad sin hacerlo. La idea le retorcía el estómago, pero tenía que criarlos sola y mantenerlos a salvo al mismo tiempo que intentaba que se convirtieran en seres humanos responsables. Si se permitía el lujo de pensar demasiado en los largos años que le esperaban, casi le daba un ataque de pánico. Derek no estaba. Tenía que hacerlo sola.

El señor Harris se levantó con mucho cuidado y la miró mientras mentalmente evaluaba si ya era seguro hablar. Decidió que sí y se aclaró la garganta:

– La fuga ya está solucionada; era una tuerca que se había aflojado -mientras hablaba, se fue sonrojando y, al final, agachó la cabeza y se quedó mirando la llave inglesa que tenía en las manos.

Ella suspiró aliviada y empezó a caminar hacia la puerta.

– Gracias a Dios. Voy a buscar el monedero para pagarle.

– No ha sido nada -murmuró él-. Sólo la he apretado.

Sorprendida, Cate se detuvo en seco.

– Pero tendré que pagarle algo por su tiempo.

– He tardado un minuto.

– Un abogado cobraría una hora entera por ese minuto -comentó Sherry, que parecía divertirse con aquella situación.

El señor Harris dijo algo en voz baja que Cate no entendió, pero Sherry sí que lo hizo, porque enseguida sonrió. Cate se preguntó qué era eso tan divertido, pero no tenía tiempo para averiguarlo.

– Por lo menos deje que le sirva una taza de café. Invita la casa.

Él dijo algo parecido a «gracias», aunque también podría haber sido «no se moleste». Cate prefirió pensar que había dicho lo primero; fue al comedor, llenó un vaso de papel grande para llevar y le colocó una tapa de plástico. Se acercaron dos hombres más para pagar; a uno lo conocía pero al otro no, aunque en temporada de caza no era extraño. Les cobró, echó un vistazo a los pocos clientes que quedaban, que parecían tener todo lo que necesitaban, y se llevó el café a la cocina.

El señor Harris estaba de rodillas, ordenando la caja de herramientas. Cate se sintió culpable.

– Lo siento mucho. Les dije que no se acercaran a las herramientas pero… -levantó un hombro, un gesto de frustración, y le ofreció el café.

– No pasa nada -respondió él mientras cogía el vaso con la mano rugosa y sucia de grasa. Ladeó la cabeza-. Me gusta su compañía.

– Y a ellos la suya -replicó ella, algo seca-. Voy a subir a ver qué hacen. Gracias otra vez, señor Harris.

– Todavía no han pasado los quince minutos -dijo Sherry, mirando el reloj.

Cate sonrió.

– Ya lo sé, pero no saben calcular el tiempo así que, ¿qué importan unos minutos menos? ¿Puedes vigilar la caja un rato? En el comedor todo estaba en orden, nadie necesitaba café; así que no hay nada que hacer hasta que se marchen todos.

– Yo me encargo -dijo Sherry, y Cate salió de la cocina por la puerta lateral y subió el largo y empinado tramo de escaleras. Para ella y los niños había elegido las dos habitaciones de delante y había dejado las que gozaban de mejores vistas para los huéspedes. Tanto las escaleras como el pasillo estaban enmoquetados, así que llegó arriba sin hacer ruido. La puerta de la habitación de los niños estaba abierta, pero no los oyó. Sonrió; buena señal.

Se detuvo en la puerta y se los quedó mirando un minuto. Tucker estaba sentado en la silla de castigo, con la cabeza agachada mientras se mordía las uñas. Tanner estaba sentado en el suelo, subiendo uno de sus coches de juguete por la pendiente que había fabricado apoyando uno de sus cuentos en la pierna al tiempo que imitaba el sonido de un motor con la boca cerrada.

Un recuerdo le asaltó la memoria y se le encogió el corazón. Su primer cumpleaños, a los pocos meses de la muerte de Derek, les había traído una avalancha de juguetes. Ella jamás les había enseñado a hacer ruidos de motor; apenas empezaban a caminar y sus juguetes eran blandos, como animales de peluche, o juegos educativos con los que ella les enseñaba palabras y coordinación. Cuando Derek murió, ellos eran demasiado jóvenes y no les pudo enseñar a jugar a cartas y Cate sabía que su padre tampoco lo había hecho. Su hermano, que quizá lo habría hecho, vivía en Sacramento y sólo lo había visto una vez desde la muerte de Derek. Sin nadie que les hubiera enseñado a hacer ruido de motor, cada uno de ellos había cogido uno de sus coloridos coches de plástico y los movían adelante y atrás, al tiempo que hacían un ruido parecido a «wroomm, wroomm», e incluso hacían la pausa del cambio de marchas. Cate se los quedó mirando embobada porque, por primera vez, se dio cuenta de que gran parte de su personalidad estaba ya formada; puede que ella supiera satisfacer sus instintos más básicos, pero no tenía la capacidad de moldear sus mentes. Eran quienes eran y adoraba cada centímetro y cada molécula de su ser.

– Hora de cambiar -dijo, y Tucker saltó de la silla de castigo con un gran suspiro de alivio. Tanner soltó el coche de plástico y bajó la cabeza hasta que la barbilla le tocó el pecho, la imagen perfecta de penoso abatimiento. Se levantó del suelo y parecía que llevaba unos pesos invisibles colgados de las piernas, porque apenas podía avanzar. Se movía tan despacio que Cate llegó a pensar que tendría edad para ir al colegio antes de llegar a esa silla. Sin embargo, al final llegó y se dejó caer en el asiento.

– Diez minutos -dijo ella, reprimiendo otra vez las ganas de reír. Estaba claro que Tanner creía que era un desdichado; su lenguaje corporal gritaba que no tenía ninguna esperanza de que le levantaran el castigo hasta el día de su muerte.

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