Jessica Hart - Una chica prudente

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Jane era una chica prudente, todos lo decían. Diez años antes, su prudencia le había impedido escaparse con Lyall Harding, un muchacho de su pueblo. Ahora, Lyall había vuelto y, lejos de ser el chico impulsivo, irresponsable y descarado que todos recordaban, se había convertido en el reputado director de una multinacional.
Jane necesitaba conseguir un contrato de su empresa para mantener el negocio familiar. Pero, tal y como estaban las cosas, iba a ser Lyall quien decidiera las condiciones…

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Los ojos azules la miraban con ironía. Jane estaba al lado de uno de los setos rodeada de flores, sosteniendo el cesto delante de ella, en un ademán inconsciente de defensa, mientras el sol de la tarde se veía entre oscuras nubes, y formaba a su alrededor un halo dorado. Jane intentaba parecer tranquila y despreocupada bajo los ojos de Lyall, pero intuía que su expresión era la misma que había tenido en el pasado.

– ¿No vas a salir de ahí?

Jane no quería salir. No quería estar cerca de él y recordar cómo eran sus caricias. Le hubiera gustado quedarse entre las rosas, protegida por sus espinas, pero Lyall se daría cuenta, claro.

Intentó ser valiente. Tenía veintinueve años, no era una adolescente fácilmente impresionable, y Lyall era únicamente una relación vieja que no significaba nada para ella en esos momentos.

Jane alzó la barbilla involuntariamente y pasó entre un macizo de rosas y uno de peonías, y saltó sobre un grupo de geranios salvajes tan ancho que perdió el equilibrio y hubiera caído si Lyall no la hubiera agarrado firmemente.

Con el mero roce de su mano sobre su brazo desnudo, Jane recordó las mismas manos tomándola en sus brazos, apretándola contra él, deslizándose suavemente sobre su espalda. Recordó el roce de su cuerpo, de sus labios, el calor de su sonrisa…

Tomó aliento y se apartó de la mano de Lyall. No se atrevió a mirarlo, estaba segura de que sus recuerdos estarían escritos en su rostro, así que se inclinó sobre el cesto y tocó las rosas con manos temblorosas.

Lyall no significaba nada para ella ya. ¡Tenía que recordarlo!

Intentando controlarse, Jane alzó la vista. Los ojos de Lyall seguían tan azules y tan oscuros como siempre, sin embargo, tenían una expresión diferente. La burla había desaparecido y en su lugar había algo más duro, algo casi animal que hizo que su corazón diera un vuelco.

Lyall había cambiado. Lo podía notar en esos momentos en los que estaba tan cerca. Había en él una madurez sólida, una fuerza que no recordaba, y alrededor de sus ojos habían aparecido líneas nuevas. Tampoco recordaba la dureza de su boca. Era como si el riesgo y la independencia que una vez formaran parte de su personalidad se hubieran convertido en algo que le infería poder y autoridad.

Jane se quedó mirándolo sorprendida, y esa dureza extraña en la boca se disolvió en una mueca que la hizo retroceder, furiosa consigo misma. Se suponía que tenía que mirarlo como a un extraño, y no como si hubiera estado esperándolo diez años.

– No creí que iba a volver a verte -dijo agarrando firmemente el cesto.

– La vida es una caja de sorpresas, ¿verdad? -declaró, con un brillo en los ojos que Jane tuvo que luchar para no responder. Había sucumbido a ese brillo y esa sonrisa demasiadas veces en el pasado, ¡y no la había conducido a ningún sitio!

– No siempre agradables -apuntó ella.

– ¡No pareces muy contenta de verme, Jane! -exclamó Lyall, sin parecer preocupado lo más mínimo.

– ¿Crees que debería estar contenta? -preguntó con una mirada de desafío.

– ¿Por qué no? Nos lo pasamos muy bien juntos, ¿no?

– Yo recuerdo lo malo -contestó con sorna.

– Yo no recuerdo nada malo.

– Debes de tener una memoria muy selectiva -dijo Jane, empezando a caminar-. ¿O es que no recuerdas cómo hemos estado separados todos estos años?

– No, no lo he olvidado, pero eso es diferente. Yo me refería a cuando estuvimos juntos, no cuando hemos estado separados. ¿No lo recuerdas?

Lo recordaba todo: el anhelo invadiendo sus venas, la alegría de estar con él…

– He intentado no recordarlo.

– ¿Por qué no?

Era una respuesta típica de Lyall. Los labios de Jane se apretaron con fuerza, recordando lo fácilmente que la envolvía con sus argumentos hasta probar que estaba equivocada. En esos momentos, quería obligarla a afirmar que su felicidad junto a él había sido tan intensa que no podía soportar el recuerdo. ¡Pues no iba a reconocerlo! Jane se paró y lo miró.

– ¿Para qué has venido, Lyall?

– Para dar una vuelta -contestó sin inquietarse por la pregunta brusca. A continuación miró al jardín y a la casa solariega, Penbury Manor. La casa databa del siglo quince, y había ido creciendo espontáneamente, añadiéndose habitaciones que lejos de estorbar habían aumentado su encanto. En esos momentos, a la luz dorada del atardecer, su silueta de paredes de piedra se destacaba contra un cielo azul oscuro de tormenta.

– Este lugar tampoco ha cambiado mucho, ¿verdad?

– Pero está a punto de cambiar -declaró Jane con tristeza, aunque alegre de cambiar de tema y hablar de algo neutral.

– ¿Sí?

– La señorita Partridge va a venderlo, y una empresa horrible de alta tecnología lo va a destrozar al convertirla en oficinas. En el jardín van a construir un laboratorio de investigación.

– ¡En el jardín de rosas no! -dijo Lyall, burlándose.

– ¡No tiene gracia! He tardado años en llegar a tener el jardín así. Con un poco de atención, llegaría a estar de nuevo precioso, pero esa empresa no está interesada en la belleza. Las rosas estorban a sus propósitos claros y ordenados, ¡así que las quemarán!

– Sigues igual, preocupándote más por las plantas que por las personas, ¿verdad?

– ¡Eso no es verdad!

– ¿No? Recuerdo que solías cuidarte más de las rosas que de mí.

– ¡Al menos siempre supe qué lugar ocupaba entre las plantas!

– ¿Qué quieres decir con eso?

Jane se arrepintió inmediatamente de haberlo dicho. En ese momento, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer y ella no tenía ninguna intención de ponerse a discutir con Lyall. Era un extraño ya, y así quería mantener esa relación.

– ¿Importa ahora? -dijo, orgullosa de su autocontrol-. Está empezando a llover, y si quieres empezar a discutir sobre el pasado, es cosa tuya, pero yo creo que no merece la pena mojarse, así que es mejor que lo dejemos.

El cielo se abrió antes de que pudiera continuar, y la muchacha gritó un frío adiós de despedida y salió corriendo hacia la casa sin mirar atrás. No estaba lejos, pero cuando llegó a la puerta principal, donde colgaba el rótulo de Makepeace and Son, se encontraba sin aliento y empapada.

Jane tiró el cesto en el suelo y cerró la puerta contra la lluvia y contra Lyall, pero a los pocos segundos la puerta se volvió a abrir y el hombre se puso a su lado, tocándose el pelo mojado con la mano.

– ¡No recuerdo haberte invitado!

Lyall no parecía molesto por la hostilidad demostrada.

– No creo que me vayas a echar ahora, con esta lluvia, ¿no? -replicó señalando al tejado, donde las gotas de lluvia golpeaban con furia tropical, y los truenos se oían amenazadoramente.

– ¿Por qué no te metes en tu coche? -exclamó Jane acusadoramente.

– Porque lo he dejado en el pueblo y he venido hasta aquí andando. ¿Te molesta?

La camiseta blanca que llevaba estaba húmeda y pegada a sus poderosos hombros, y al ver que sus ojos azules miraban su pecho, Janet se dio cuenta de que su camisa de algodón sin mangas también estaría empapada e igualmente pegada a sus formas. Sus mejillas se ruborizaron violentamente y trató de despegar la tela para que sus curvas no destacaran de manera tan provocadora.

– De todas maneras no deberías estar aquí -protestó, tranquila a pesar de la mirada inquisitiva de Lyall. ¿Por qué se ponía tan nerviosa? Ella era para todo el mundo un modelo de frialdad y persona práctica, pero si Lyall la miraba se ponía a temblar como una niña-. Ésta es una propiedad privada, por si lo has olvidado.

– Tú estás aquí.

– Tengo permiso para estar aquí.

– ¿De esa compañía horrible?

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