Beth estaría limpiándose los dientes. Lavándose la cara. Todo lo que hacía una mujer antes de meterse en la cama… sencillo, normal.
Nada que justificara la tensión de sus músculos y la sensación de que la sangre corría más veloz por sus venas.
«Beth no tiene nada de especial».
Porque así era como iba a superar la noche. Todo el matrimonio. Con calma, relajado. Interpretarían sus papeles ante Evelyn y el resto de los criados para convencer al abuelo de que estaban realmente casados.
Para convencerle de que debía retomar las riendas de Oil Works.
Para liberarse de las responsabilidades familiares.
Para ofrecer a Mischa y a Beth la seguridad que merecían.
La puerta del baño se abrió y Beth salió vestida con una fina bata rosa. Por el cuello asomaba la blanca franela de un camisón.
Nueve negligés y había elegido un camisón de franela. «Gracias a Dios», pensó Michael.
Beth lo miró, nerviosa.
– Bien -dijo, dedicándole la forzada sonrisa que él recordaba de su primer encuentro.
– Bien -replicó Michael. No había nada especial en Beth. No tenía ningún motivo para imaginar cómo sería su piel bajo la franela.
– Voy a ver cómo está Mischa -dijo ella.
Michael no le recordó que uno de los regalos del abuelo había sido un monitor para bebés. El receptor estaba en la mesilla de noche y podía captar el sonido de una pluma cayendo en la habitación del niño.
El olor a jabón y pasta de dientes volvió a despertar la imaginación de Michael.
Para hacer que aquello funcionara, para asegurarse un «matrimonio» tranquilo, debía mantenerse tan distante y controlado como le fuera posible.
Beth dejó abierta la puerta del dormitorio, y también la del de Mischa. Viéndola inclinada sobre la cuna, Michael pensó que más parecía un ángel maternal que una mujer.
Le gustó pensar en ella de aquella manera. Angelical en lugar de excitante. Halos en lugar de hormonas. Por primera vez desde que había visto las negligés sobre la cama, su estado de ánimo se aligeró. Podía hacerlo. Podía acostarse con su mujer sin tocarla.
– Michael -un susurro cargado de sensualidad llegó a oídos de Michael-. Michael.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que la voz había surgido del monitor.
En respuesta a la llamada, se levantó y fue a la habitación del bebé. Beth lo miró y le dedicó una cálida sonrisa. Michael no pudo evitar acercarse hasta ella para aspirar su fragancia.
– Sólo estaba comprobando si funcionaba -susurró Beth, evidentemente aliviada-. Quería asegurarme -alargó una mano hacia el bebé y acarició con delicadeza su frente. Luego, como si no fuera capaz de apartarse de él, retocó la manta que lo cubría.
Algo atenazó la garganta de Michael. Trató de tragar pero no pudo. Tosió ligeramente, apartándose de la cuna.
– ¿Estás bien? -preguntó Beth, apoyando una mano en su espalda.
Michael volvió a toser y se apartó ligeramente para evitar el contacto, nada especial, de aquella mano.
– Estoy perfectamente -dijo, dispuesto a salir disparado a la relativa seguridad de su dormitorio.
Beth lo detuvo con una mano. Señaló con la cabeza el caballito balancín que se hallaba en un rincón de la habitación.
– Me encanta el caballo. ¿Cómo se llama?
Michael se relajó. El caballo era un tema de conversación seguro y el dormitorio de Mischa era más seguro que el suyo.
– Jack lo llamó Challenger. Josie, Beauty. Cuando lo heredé yo le puse Blackie.
– ¿Fue un regalo de tu abuelo?
Michael negó con la cabeza.
– De nuestros padres. Se lo regalaron a Jack, pero lo fuimos heredando por turnos. Era un buen caballo de rodeo.
Beth rió con suavidad.
– Lo imagino. ¿Cómo sobrellevaba tu madre vuestras travesuras?
– No tuvo que hacerlo. Ella y mi padre murieron cuando yo era sólo un bebé.
Beth apoyó una mano en la de Michael.
– Lo siento -dijo.
Él apartó la mano con suavidad.
– No lo sientas. Tenía a mi abuelo. Y a Josie. Y a Jack.
Un momento de silencio.
– ¿Cómo te sientes respecto a su pérdida? -preguntó Beth-. Me refiero a la de Jack.
Michael se enfrió de inmediato. No quería pensar en Jack. En cuánto lo echaba de menos. El abuelo sufría por toda la familia.
– Estoy furioso con él.
Lamentó de inmediato haber dicho aquello. No porque no fuera cierto, sino porque hablar de ello no servía de nada. Él era el experto en mantener un tono desenfadado para todo, y le gustaba que fuera así.
– ¿Por qué estás furioso con él?
Michael había sabido que Beth insistiría. Era la clase de persona capaz de hacerle pensar en cosas que prefería olvidar.
– No quiero hablar sobre ello -dijo con frialdad, alejándose hacia la puerta-. Me voy a la cama.
– Yo también -contestó Beth, siguiéndolo.
Michael fue directamente al baño. Cuando salió, Beth había apagado la luz. Distinguió el bulto que hacía bajo las mantas. Se quitó los vaqueros y la camiseta y se metió en la cama con los calzoncillos, tratando de mantenerse lo más alejado de ella que pudo.
Ablandó la almohada y se tumbó de espaldas. Beth permaneció tan silenciosa y rígida como un maniquí.
La irritación de Michael con ella no se había ido por el desagüe junto con la pasta de dientes. Y la evidente incomodidad que le producía estar junto a él en la cama lo enfadó aún más.
– No voy a atacarte, maldita sea.
– No es eso lo que me preocupa -dijo ella, con calma-. Alice siempre decía que uno no debía acostarse enfadado. Y te debo una disculpa, Michael.
– ¿Quién es esa Alice? -preguntó él, irritado.
– Una de las mujeres que nos cuidaba en el orfanato Thurston. Ella habría opinado que no era asunto mío preguntarte sobre lo que sentías por la muerte de tu hermano. Y habría tenido razón. Discúlpame, Michael. Lo que sientas no es asunto mío.
– Eres mi esposa -Michael no supo por qué había dicho eso, por qué no se había limitado a asentir. Alimentar su rabia habría sido una respuesta mucho más segura y distanciadora.
– Temporalmente -dijo Beth-. Es sólo que…
– Adelante -Michael había notado que Beth se estaba relajando al hablar, y sabía que no sería capaz de dormir teniéndola al lado rígida como una tabla de planchar.
– Yo también he perdido a personas queridas, Michael. Puede que no conociera a mis padres como tú conociste a Jack, pero me he sentido triste. Y enfadada. He pensado que tal vez te apetecería hablar de ello.
Lo que le habría apetecido a Michael habría sido evitar por completo el tema. Suspiró.
– Me he comportado como un estúpido -dijo-. Soy yo el que debería disculparse.
– Acepto tus disculpas si tú aceptas las mías.
– Hecho.
Michael volvió a suspirar.
Con el enfado desvaneciéndose, sólo percibió en el dormitorio la tranquila respiración de Beth y el aroma de su cuerpo. Cerró los ojos y trató de pensar en los últimos detalles de su retirada de Wentworth Oil. Desde el día siguiente empezaría a trabajar sólo media jornada para dedicar el resto de la tarde al rancho con Elijah.
La calidez del cuerpo de Beth invadía poco a poco su lado de la cama.
No tenía nada de especial.
– ¿Crees que oiré a Mischa si me necesita? -susurró ella, y su aliento acarició la piel del hombro de Michael.
Éste tragó con esfuerzo.
– Yo te he oído perfectamente.
Beth suspiró.
– Sí.
Unos segundos después estaba profundamente dormida.
Unas horas después Michael seguía despierto. Incluso después de que Beth se levantara para amamantar al bebé y luego volviera a la cama, durmiéndose de inmediato. El calor de su cuerpo parecía buscarlo por muchas vueltas que diera.
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