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Christie Ridgway: Atrévete a amarme

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Christie Ridgway Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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Tras calárselo, Angel se dedicó a vigilar de soslayo a la figura de cabellos oscuros. Estaba cruzado de brazos, en el extremo opuesto de la congregación, a la manera de los guardaespaldas. Cuando una ráfaga de viento le levantó la solapa del traje y le echó el pelo sobre la cara, él se recompuso con una única sacudida de la cabeza.

Un tipo que al parecer no malgastaba los movimientos. A ella solía gustarle aquello en la gente, del mismo modo en que no solía rechazar la mirada escrutadora de un hombre atractivo. Claro que, de la de aquel en particular, emanaba desconfianza y no deseo, así que optó por no entrometerse en su camino.

– Hola, buenas -dijo una voz a sus espaldas por encima del incesante rumor de las olas-. ¿Eres familiar de Stephen o una amiga?

Angel se quedó helada. Es solo una pregunta de circunstancias, se aseguró a sí misma, nada por lo que alterarse. Además, su nombre estaba en la lista de invitados; su nombre legal, que no era con el que había nacido. Se volvió con una sonrisa de cortesía en los labios hacia el…

¿Cura? ¿Fraile? ¿Cómo llamar a un hombre con larga túnica marrón, un voluminoso crucifijo de plata y sandalias en los pies?

El desconocido le correspondió con una sonrisa afable.

– ¿Amiga o familiar? -volvió a preguntar.

¿Y debería o podría mentirle a alguien así? Angel suspiró.

– Ni lo uno ni lo otro, supongo. Soy, bueno, una observadora.

Era bastante cierto. Vínculos biológicos aparte, no había tenido nada que ver con Stephen durante veinte años, desde que las había abandonado, a ella y a su madre, para instalarse con su musa en Big Sur, una colonia de artistas.

– Me llamo Angel Buchanan -agregó, adelantando una mano.

– Y yo soy el hermano Charles -contestó el desconocido de la túnica-, y pertenezco al monasterio de la colina.

– No sabía que hubiese un monasterio en las cercanías -repuso Angel, sorprendida. A pesar de que Cara, la becaria a su cargo en la revista, había reunido una gran cantidad de información sobre el artista y su lugar de residencia, Angel había metido los informes en el maletero de su coche sin siquiera dedicarles una ojeada.

– Ya, es que Big Sur guarda varias sorpresas.

Angel no pudo por menos de asentir.

– La mayor parte de la tierra está bajo protección federal -explicaba el hermano Charles-, pero también hay algunas residencias particulares desperdigadas por la zona, además de nuestro monasterio. Incluso un par de hoteles de lujo como aquel de allá. -El fraile señaló las escaleras que habían bajado para llegar a la zona del acantilado, que serpenteaban remontando la pendiente hasta donde se encontraba el elegante hotel Crosscreek, de estilo Victoriano.

La mirada de Angel se detuvo en el edificio. Cara le había reservado habitación en otro sitio, más al sur por la carretera Uno y más cercano a la residencia de Whitney. Deseó que su alojamiento no desmereciese ante el confortable lujo que el hotel Crosscreek prometía, pues ya casi podía saborear las magdalenas recién hechas del desayuno, los jugosos filetes a la parrilla y los suculentos chocolates.

Decidió que iba a permitirse un capricho todos los días, convencida de que el hotel que Cara había elegido dispondría de las más modernas instalaciones de hidroterapia. Tan concentrada estaba en su sueño de compresas de hierbas y tratamientos aromáticos que le llevó unos instantes advertir que el religioso se había dado la vuelta y gesticulaba hacia alguien para que se acercase.

– Hermano Charles, ¿qué hace usted? -inquirió a media voz.

El interpelado la miró.

– Quiero saludar a Cooper, Cooper Jones -aclaró-, el cuñado de Stephen.

Angel comenzó a retroceder, tratando de pasar desapercibida mientras las suelas de sus zapatillas de deporte negras se arrastraban sobre la arenosa gravilla.

– No te marches. -El hermano Charles la tomó del brazo-. Te voy a presentar.

– Pero si ya nos conocemos -objetó ella-, y tal vez no sea este el momento de ir más allá. -Sin contar con que estaba decidida a evitar para el resto de su vida al señor Cooper Jones y su escrupulosa desconfianza.

– Está bien. -El hermano Charles echó un último vistazo al tipo y dejó caer el brazo-. No importa. Por las escaleras baja Lainey, la viuda, y va a necesitar a Cooper. Te darás cuenta de que son una familia muy unida.

Angel dirigió una mirada de soslayo para escrutar al pequeño grupo que bajaba desde el hotel por el último tramo de escaleras. En él venía la niña, Katie, junto a una mujer de cabello oscuro, de unos treinta años.

– Espere -dijo, aguzando la vista-. Vienen dos mujeres. Son idénticas.

– Son gemelas -asintió el hermano Charles-. Elaine y Elizabeth. Lainey era la esposa de Stephen, y Beth, su representante.

Así te van las cosas, pensó Angel, de nuevo enojada consigo misma. Si se hubiese documentado como lo hubiera hecho para cualquier otro reportaje, sabría de la existencia de las gemelas; y de la hija. Pero no, todos aquellos años se había resistido incluso a escribir el nombre de su padre en un buscador de Internet, y ahora tenía que ponerse al día. Y lo había hecho hasta tal punto que Angel jamás había puesto un pie en una de aquellas galerías Whitney, tan comunes en los centros comerciales estadounidenses como las cadenas de cafeterías o los cines multisala. El único dato sobre Stephen Whitney del que no había podido zafarse era el de su popularidad masiva y su fama de bonachón.

Sin embargo, todo aquello iba a cambiar.

Fijándose en las dos mujeres que caminaban hacia donde se congregaban los asistentes, Angel se apercibió de que sus trajes, a media pierna, eran casi idénticos; uno amarillo pálido y el otro verde. El estilo de los peinados también revelaba algunas diferencias; la gemela de amarillo lucía un corte escalado y su hermana una pulcra melena.

– La viuda, Lainey, es la que va de verde, me imagino -aventuró Angel. Incluso a la distancia a la que se encontraba, pudo observar que la mujer había estado llorando.

– No, esa es Beth. -La voz del hermano Charles denotaba preocupación-. Espero que Judd la esté cuidando.

Angel no apartaba la vista del pequeño grupo.

– ¿Judd es otro hermano?

– Judd Sterling es un amigo de la familia, el hombre de cabello cano que lleva a Beth por la cintura.

De canas prematuras, el amigo de la familia pasaba de los cuarenta, y sus facciones eran atractivas, muy marcadas. No dejaba de sostener a la hermana de la viuda, al tiempo que el inquietante Cooper acompañaba con un brazo a Katie y con el otro a Lainey Whitney.

Así que ese es el aspecto del hombre que asiste a una mujer en momentos de necesidad.

Angel dio un precipitado paso atrás, pasmada por lo mordaz de su ocurrencia, y tuvo que recordarse que no era momento para amarguras. Tan solo deseaba saber la verdad.

– Parece que el acto va a comenzar -dijo el fraile, a su lado-. Nos avisan para que nos acerquemos.

– Yo prefiero quedarme donde estoy. -Al ver que los asistentes se reunían, se le formó un nudo en la garganta, tal y como le había ocurrido en la iglesia-. He venido como observadora, nada más -agregó.

No como enlutada ni como hija. Lo cierto era que no disponía de un solo recuerdo del hombre que había sido su padre.

El hermano Charles le dedicó un gesto de compasión.

– Entiendo. Hay personas a las que les cuesta encararse con la muerte.

Angel se enderezó de repente.

– A mí no me cuesta encararme con nada -protestó, pero el hermano Charles ya se había alejado. Su propósito de eludir a Stephen Whitney no tenía nada que ver con el miedo.

Así que para demostrárselo a ella misma y también al fraile, se alisó la falda del vestido y, sin más preámbulos, se encaminó al corro de personas que se estaba formando junto al borde del acantilado. Pese a encontrar un hueco en el que incluirse, volvió a sufrir un nuevo sobresalto… en el instante en el que se cruzó con la mirada de Katie. Volvió a retroceder y se alejó de la persona que se encontraba a su lado.

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