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Christie Ridgway: Atrévete a amarme

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Christie Ridgway Atrévete a amarme

Atrévete a amarme: краткое содержание, описание и аннотация

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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– Bueno… pues… -¿Y por qué no? Siempre había pensado que si tenía el aspecto de una criatura que necesitaba a un caballero de brillante armadura que la protegiese, más valía que le sacara algún provecho-. Quizá podrías ayudarme -dijo con suavidad mientras se le acercaba, muy despacio.

El hombre se apartó.

En aquel momento Angel aminoró la marcha pero le dedicó otra de sus virginales sonrisas.

– No te preocupes, no es nada importante.

– Está a punto de hablar el vicepresidente. -El señor Gafas de Sol soltó un susurro ronco que le hizo estremecerse de nuevo.

Angel se limitó a encogerse de hombros.

– El vicepresidente de Estados Unidos -aclaró mientras hacía un gesto con la cabeza en dirección al altar.

Angel se esforzó en mantener el culo pegado al asiento para no intimidar a Gafas de Sol, aunque se inclinó ligeramente hacia él y le dijo:

– No lo escucho desde que encargó las empanadas de plástico y las hojas de parra impermeables para el conjunto de estatuas desnudas del jardín de la Casa Blanca.

Se fijó en el leve movimiento de los labios del hombre y supo que ya era suyo. Volvió a sonreírle.

– Me preguntaba si podrías señalarme dónde está la señora Whitney.

– ¿Cómo dices?

Ay, ay, ay, pensó Angel mientras su sonrisa se desvanecía. Aquel no era un «¿Cómo dices? Lo siento no te he oído». Se trataba más bien de un «¿Por qué diablos lo quieres saber?». Con tan solo cinco años, Angel había desarrollado la habilidad de olerse los problemas, y en aquel momento su nariz detectaba un aroma intenso.

Hizo un gesto rápido con la mano con ademán de quitarle importancia a la pregunta y se apartó de su lado hasta topar accidentalmente con el codo de la señora Malva. La mujer aprovechó para echarle una mirada fulminante y sisear un largo «¡chisss!» para que guardara silencio.

Angel quería que se la tragara la tierra. A la derecha hostilidad, a la izquierda desconfianza. Así que se concentró y volvió a pensar en lo de antes. Eres periodista, ya estás acostumbrada a que tu presencia no sea bien recibida. Tampoco era para tanto, solo tenía que mostrarse neutral, distante, indiferente.

No perdió más tiempo intentando animarse ni buscando a la misteriosa viuda. El ambiente estaba muy cargado; Angel se cruzó de brazos e intentó volverse pequeña y pasar totalmente desapercibida mientras, desde el atril, alguien encomiaba las virtudes del difunto.

Finalmente el discurso mojigato cesó. Le siguieron algunas canciones y uno o dos apabullantes acordes de órgano tras los cuales, y sin previo aviso, la iglesia quedó a oscuras. Entonces una fotografía en primer plano ocupó la enorme pantalla. Era el rostro de un hombre de canosa melena leonina. El de Stephen Whitney.

Angel sintió como si la estuvieran agarrando por el cuello. Necesitaba aire de inmediato, así que se levantó de repente, se escabulló trastabillando entre las rodillas de Gafas de Sol y se dirigió a una de las estrechas puertas laterales. Tiró de ella y salió a la luz del sol junto a otra de las asistentes al funeral.

La puerta se cerró tras ellas y Angel inspiró profundamente varias veces. Entonces se tomó un momento para observar a la otra desertora. Se trataba de una adolescente de pelo oscuro recogido en un moño bajo. Llevaba una chaqueta celeste de algodón y una falda corta a conjunto de las que las chicas de instituto se ponen con calzado deportivo.

– Cómo está el ambiente dentro, ¿no? -dijo Angel, sintiéndose mil veces mejor allí fuera y compadeciéndose un poco de aquella pobre criatura-. Y no es solo el ambiente, sino todos esos vejestorios hablando desde el altar. Ojalá tuviera un dólar por cada vez que he oído mencionar los «valores de este país».

La muchacha abrió los ojos de par en par. Soltó una sonora carcajada e inmediatamente después se llevó la mano a la boca.

En aquel momento volvió a sentir lástima por la muchacha. Angel era de la opinión de que un poco de irreverencia era tan necesario en la vida como un buen café, como un jugoso filete o un telemaratón del canal Lifetime. Meneó la cabeza y añadió:

– Y ¿qué decir del coro de niños? Ya sé que dicen que al llegar a la pubertad les cambia la voz, pero ¿tú conoces a algún niño que tenga una voz así? Estoy empezando a pensar que debajo de esas capas y corbatas se esconden niñas y no niños.

La muchacha volvió a reír.

– No hablas en serio…

El hecho de animar a alguien hizo que Angel se sintiera también mejor. Sonrió y se encogió de hombros.

– Todo es posible.

La niña soltó otra risita y miró a su alrededor con aire de culpabilidad.

Pobre cría, pensó Angel, sus padres deberían haber dejado que se quedara en casa.

– No pasa nada, cariño. Ríe cuanto quieras, al fin y al cabo tú sigues viva.

En ese momento la chica abrió los ojos como platos y los centró en un punto por encima del hombro de Angel, quien de inmediato notó un leve cosquilleo en la nariz, indicativo seguro de que se avecinaban problemas. No se movió ni volvió la cabeza.

No hacía falta; sabía quién estaba a sus espaldas. Aunque en aquel momento no susurraba, reconoció la voz sin dificultad: se trataba de Gafas de Sol.

– Tu madre te está buscando, Katie -dijo el hombre-. Tenemos que irnos ya.

– Está bien -respondió con una leve inclinación de cabeza mientras se acercaba a él.

Fue entonces cuando Angel se volvió lentamente, armándose de valor para enfrentarse a la mirada camuflada de aquel hombre. Sin embargo, él tenía la atención puesta sobre Katie y su gesto expresaba ternura.

Angel se sintió aliviada. Entonces Katie dijo:

– Te presento a mi tío, Cooper Jones. Y yo soy Katie, o Caitlyn, la hija de Stephen Whitney.

Whitney. La hija de Stephen Whitney. La otra hija.

Totalmente aturdida, Angel reaccionó de manera automática y estrechó la mano de la muchacha. Maldita sea, maldita, maldita sea… No se lo podía creer. Si no hubiera pasado tanto del artista ahora sabría que además de haberse vuelto a casar había tenido otra hija.

– Yo soy… -Por la cabeza de Angel comenzaron a pasar todos los nombres que había utilizado a lo largo de los años y, por alguna razón, la identidad que, inexplicablemente, había decidido adoptar a los catorce años no fue la primera en acudirle a la cabeza.

– Date prisa, Katie -le pidió su tío, probablemente hermano de su madre-. La limusina nos espera en la entrada.

La muchacha hizo un gesto de despedida y se apresuró hacia el coche. El hombre la siguió pero pronto se detuvo y volvió la cabeza para mirar a Angel de manera enigmática.

A Angel no se le escapó aquella mirada, pues no era capaz de alejar la vista de ninguno de los dos. Del tío y de la joven. Sobre todo de la joven. Katie Whitney, la hija de Stephen, a punto de subir a la limusina de la familia.

Angel se quedó unos minutos paralizada por la sorpresa y finalmente se dirigió a su coche. Ya no se podía echar atrás, era necesario que lo descubriera absolutamente todo acerca del hombre que había dejado de preocuparse por su hija cuando ella cumplió los cuatro años.

El mundo debería conocer la verdad sobre los hombres como él.

2

Angel se dio cuenta de que Cooper Jones, el tío de Katie Whitney, la acechaba.

No era nada físico; se encontraba apartada del lugar en el que él y los demás asistentes, unos cincuenta, esperaban con tranquilidad a que diese comienzo la íntima ceremonia de despedida, en un acantilado sobre el mar. A pesar de ello, notaba cómo la mirada del hombre, oculta tras unas lentes oscuras, la seguía y le hacía sentirse observada, con la misma insistencia con que la brisa oceánica le tocaba el sombrero.

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