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Christie Ridgway: Atrévete a amarme

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Christie Ridgway Atrévete a amarme

Atrévete a amarme: краткое содержание, описание и аннотация

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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Sintiéndose innecesario -aunque agradecido-, Cooper se levantó del sofá.

– Ya estoy mejor -murmuró Beth-. Gracias.

No se molestó en averiguar si le hablaba a él o a Judd, sino que abandonó la habitación para dejarlos solos. Tenía que acudir a la cita con Katie y la puesta de sol, que, incluso en un día como aquel, le traería un cierto sosiego.

Sin embargo, al abrir la puerta y salir a la terraza supo que no iba a haber crepúsculo del que disfrutar. Se había levantado la niebla, y jirones húmedos y grises revoloteaban entre las mesas, parecidos a espectros. Habían encendido algunos calefactores de exterior y quienes allí estaban se habían sentado en grupos en torno a ellos.

Paseó la mirada por el lugar hasta que encontró algo que le hizo detenerse.

La mujer del sombrero negro, de nuevo, todavía. Estaba a su derecha, charlando con el hermano Charles. La extraña intranquilidad que ella le provocaba volvió a hacerse notar y a emitir señales de alarma.

No iba a haber puesta de sol, por lo visto, pero tampoco tranquilidad. Aún no, al menos. Antes tenía que enterarse de quién era ella y cómo deshacerse de su presencia.

Se dirigió hacia el gran sombrero negro sin demasiadas prisas. Lo habían considerado un abogado astuto no hacía mucho, así que comenzó a delinear una estrategia cuyo esbozo apuntó mentalmente, como en un libro de actas judicial. Por desgracia, las páginas volaron al verla alzar las manos y quitarse el sombrero.

Dio un traspié cuando la mujer se sacudió la melena, que se desplegó en toda su extensión tras haber pasado la tarde confinada. Bajo las manos de la mujer, el caudal descendía hasta los hombros, donde explotaba en una profusión de rizos dorados.

– Cielo santo -se oyó decir Cooper cuando hubo recuperado el control de las piernas y empezado a caminar de nuevo-. Pero ¿quién o… qué diablos eres tú?

Ella se volvió para mirarlo. Era como si hubiera emergido de uno de los más hermosos cuadros que su cuñado había pintado, pues, aparte de sus acostumbrados frescos de la lumbre y el hogar, a veces pintaba hadas durmientes sobre los estambres de las flores, o elfos escondidos tras las hojas de un árbol, o duendecillos al acecho, parapetados tras tréboles de cuatro hojas. Había algo en la apariencia de aquella mujer que le recordaba precisamente a esa clase de criaturas fantásticas.

Advirtió que la estaba mirando con demasiada fijeza, y era porque las facciones que veía eran poco menos que arrebatadoras. Su menudo cuerpo y su abundante melena rubia contrastaban con el rostro ovalado -¡en forma de corazón!-, y los ojos de un azul puro, aniñado e inocente.

– Eres… eres… -balbuceó.

Aquellos extraordinarios ojos se volvieron para mirarlo mientras ella suspiraba con resignación.

– Soy una mujer, veintisiete años.

Cooper quiso reírse. Todo el mundo solía tomar por juventud aquella clase de fragilidad dorada, pero, como abogado criminalista que había sido, y de los mejores, poseía una trabajada habilidad para sopesar a la gente al primer vistazo y percibía que, bajo la azucarada apariencia, habitaba algo de mayor entidad. Por algo sus instintos le habían avisado. Aquella mujer era letal.

Y tanto que sí; su aspecto inmaculado no iba a engañarlo.

Reafirmado en aquella idea, se acercó a ella mientras la cálida corriente del calefactor le azotaba la cara y los hombros sin hacer mella en la frialdad de sus propósitos.

– ¿Quién eres? -volvió a preguntar.

Ella respondió alzando la barbilla y devolviéndole una mirada escrutadora.

– Soy Angel, Angel Buchanan.

Mierda, una criatura fantástica. Un ángel.

Durante un instante del todo inaudito, Cooper llegó a creer que estaba muerto. Pero luego tomó aire e inspiró su embriagador perfume, que le avivó el recuerdo de su piel en la mano, hasta el punto de que sintió en ella un cosquilleo. Decidió entonces que su primer pensamiento en el paraíso no podía consistir en desnudar a uno de sus alados habitantes.

Ella le sonrió, de un modo tan dulce que Cooper volvió a pensar en ángeles hasta que percibió en ella una mueca burlona.

– Y también -agregó Angel, cúmulo de inocencia, rayos de luna y nata montada-, soy la que va a vivir contigo durante las próximas semanas.

3

Angel creyó que a Cooper Jones le iba a dar un ataque al corazón. Durante un instante se quedó inmóvil, con el pelo y la ropa ondeando al viento. Pero entonces parpadeó -no llevaba gafas y Angel se fijó en sus ojos pardos- y pareció volver en sí.

– ¿Te quedas…? -comenzó a decir.

– En tu hotel. -Angel terminó por él la frase.

El padre Charles era un hombre al que se le podía extraer información con facilidad, y Angel no tardó más de tres segundos en averiguar que los hermanos Jones habían crecido en la zona y que Cooper se hacía cargo del hotel en el que se quedaba. No había sido un buen augurio, pero Angel no estaba dispuesta a dejar que ningún augurio, y mucho menos uno relativo a un hombre, se interpusiera en sus planes.

– Mi hotel -dijo Cooper lentamente.

– Eso es -respondió ella-. Tranquility House.

El nombre era, en su opinión, un poquito cursi. No parecía el sitio en el que disfrutar de agradables pedicuras exfoliantes ni de masajes con aceites de hierbas a no ser que… ¡oh, no!, a no ser que fuera Cooper Jones quien los diera.

Ante esa idea, instintivamente se apartó de él. Cuando, un rato antes, aquel hombre había tocado su hombro, Angel había sentido cómo su cuerpo se estremecía de arriba abajo.

– Así que te quedas en Tranquility House -repitió Cooper. El viento cambió de dirección y le apartó el pelo de la cara-. Y, ¿por qué, exactamente?

Ahora que se había quitado las gafas de sol y que el pelo ya no le cubría la cara, Angel se dio cuenta de que tenía el rostro enjuto, como el resto del cuerpo. Tenía las cejas oscuras y pobladas, los pómulos marcados y una nariz de perfil arrogante que le daban la apariencia de un noble italiano. Un noble vehemente, suspicaz y por algún motivo… familiar.

– ¿Angel?

El porqué, recordó. Le había preguntado por qué se iba a quedar. Un poco aturdida al volver a pensar en la pregunta, a Angel le costó dar con una respuesta inteligente, no la encontró, se atascó, y optó por obsequiarle con una de sus mejores sonrisas.

– Conque por qué, ¿eh? ¿Y por qué no?

Cooper aguzó la mirada, en actitud todavía más vigilante.

Estupendo. Sus sonrisitas no iban a funcionar con él, debía recordarlo. Entonces ¿cómo se suponía que tendría que tratar con aquel tipo? Los hombres nunca desconfiaban de ella. Normalmente su melena, su sonrisa, o la combinación de ambas era más que suficiente para conseguir lo que quería. Su carita aniñada y su cabello hacían que los hombres se convirtieran en auténticos sementales, o como mínimo, conseguían no levantar ningún tipo de sospechas.

Aquel hombre era distinto.

Angel miró al padre Charles con la esperanza de que la rescatara, pero el señor de la túnica escogió aquel poco oportuno momento para alejarse. No le quedó más remedio que volver a mirar a Cooper, que todavía tenía los ojos clavados en ella a la espera de una respuesta.

– Verás -contestó con aire de frustración. No tenía previsto hablar de aquello allí y en aquel momento, pero se había quedado sin excusas-. Soy escritora, ¿vale? De una revista.

– ¿Eres periodista? No me extraña que sintiera repelús -le pareció oír que dijo Cooper.

¿Repelús? Bueno, tampoco era demasiado buena señal. En general a la gente le gustaba la prensa, a no ser que tuviera algo que esconder, claro está. Pero ¿qué tendría que esconder el gerente de un hotel?

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