Carrick no respondió y Morwenna apartó la mirada al hombre que había sido su amante. ¿Cómo pudo confiar en él? ¿Por qué? ¿Todavía sentía un poco de amor por él…? No, pensó, y acarició a Theron en el hombro. Ese era el hombre que amaba. Nunca más tendría que preocuparse por Carrick como lo hacía por ese hombre, un hombre verdaderamente bueno.
– No podemos abandonarle aquí -dijo ella.
Theron resopló enfadado.
– No podemos -repitió.
– ¡Mató a Isa y a sir Vernon! -replicó Bryanna.
– ¿Os lo dijo? -le preguntó Theron.
– No lo hice… -las palabras de Carrick se apagaron.
Theron se inclinó junto a su hermano.
– Si lo hicisteis o no, sólo Dios puede juzgarlo -dijo, pasando la antorcha a Morwenna-. Tomad esto y sostenedlo en alto. Cargaré con él.
– Venga, Bryanna -le dijo ella a su hermana.
Pero ella no se movió.
– Esperad -susurró Bryanna-. No estamos solos.
El vello de la nuca de Morwenna se erizó.
– Lo sé, Bryanna. Sir Alexander, sir Lylle y el alguacil también buscan por los pasadizos… Salgamos.
Bryanna no se movió y Morwenna comprendió que su hermana había quedado trastocada por la tristeza. Se mostraba indiferente ante el lecho de que acabara de apuñalar a alguien.
– Por favor, Bryanna -le pidió con suavidad-, muéstrame cómo salir de aquí.
– Es demasiado tarde -dijo su hermana abriendo los ojos como platos por el miedo-. Él está aquí.
– ¿Quién? -le preguntó Theron, sujetando el cuerpo inconsciente le Carrick al hombro.
De reojo, Morwenna percibió un movimiento. Se dio la vuelta y alzó la luz. A la luz vacilante de la antorcha surgió, espada en mano, Nygyll, el médico, con los atuendos de campesino ensangrentados. Sus ojos eran brillantes y febriles a la luz, su mirada apuntó a Theron.
– El pretendiente -susurró.
Y arremetió con la espada en un movimiento rabioso que cortó el aire en un arco que habría decapitado a Theron.
– ¡No! -gritó Morwenna abalanzándose sobre el médico.
Theron pudo esquivarle y dejó caer a Carrick en el suelo.
– ¡Muere, Arawn! -ordenó Bryanna, lanzando la vela de junco contra la cara del médico.
Él gritó de dolor y dejó caer su arma mortal. Morwenna intentó alcanzarla, pero Theron agarró la empuñadura y con ambas manos hundió la espada en la carne del médico. Volteó los ojos y lo acompañó con un aullido, después cayó sobre sus rodillas. La espada le sobresalía por la espalda.
– ¡Maldito! -dijo Nygyll-. ¡Os maldigo a vos y a todos los hijos de Dafydd de Wybren!
Se oyó otro grito y el sonido de unos pasos presurosos. Dwynn, tropezando por los pasadizos, chilló al ver a Nygyll.
– ¡No! ¡Al hermano, no! ¡No al hermano!
El médico escupió sangre.
– Deberías haber muerto al nacer -le dijo-. No eres mi hermano, ni mi gemelo… Tú… sólo has… sido… mi carga…, mi maldición -cayó hacia delante y la cabeza golpeó en el suelo con un crujido ensordecedor.
Dwynn, con el cuerpo sacudido por los sollozos espantosos, lloraba desconsolado. Se postró al lado del muerto.
Aparecieron otras luces en los pasillos exteriores y los hombres se abalanzaron allí. Alexander frenó ante la puerta de la cámara y sostuvo en alto la antorcha.
– Virgen santa -susurró-. ¿Qué ha pasado?
Morwenna sintió como si todas las fuerzas se le escaparan del cuerpo. Se desplomó contra la pared, pero Theron la rodeó por los hombros con su fuerte brazo.
– Todo ha acabado -dijo ella, observando la carnicería que había en derredor-. Por fin todo ha acabado.
Castillo de Calon, 20 de febrero de 1289
No quiero que te vayas.
– Lo sé -le respondió Bryanna desde lo alto del fogoso burdégano blanco que Morwenna le había regalado-. Pero debo hacerlo.
Bajó la mirada hacia Morwenna y Theron, que estaban de pie en el patio cercano a los establos. El aire era vivificante, todavía conservaba parte del invierno, pero Bryanna sabía que era el momento.
Isa se le había aparecido anoche en sus sueños.
Debéis tomar vuestro camino ahora, pequeña. Tenéis que vivir vuestra propia vida, vuestra propia búsqueda personal.
No sabía adonde le conducían sus sueños, pero recogió los efectos personales de Isa, algo de ropa y un saco de cuero de comida desecada que le había preparado el cocinero.
– No es seguro para una mujer viajar sola -insistió su hermana.
Theron asintió con la cabeza.
– Podéis quedaros con nosotros, en Wybren -le ofreció él.
– Sí, y cuando nos traslademos a Wybren, podrías ser la señora de Calon. Ya he hablado sobre esto con nuestro hermano.
– Algún día, tal vez -respondió Bryanna.
Por ahora necesitaba abandonar el lugar donde tantas personas habían muerto. Miró la torre y pensó en Dwynn, el lastimoso hermano gemelo de Nygyll, ambos hijos de Dafydd de Wybren y nacidos en el seno de la mujer de otro hombre.
Según los rumores, uno de los gemelos había muerto al haberse enrollado el cordón umbilical en el cuello. En verdad, había sobrevivido, su hermano menor, Nygyll, le había ayudado a crecer. Al fin Nygyll sucumbió a la rabia por el trato despectivo que le dispensaba su padre, una rabia tan profunda que se trastocó en obsesión y locura.
Ryden leyó la nota que le mandaba Morwenna, y después del desafío a su autoridad, montó de mala gana su caballo y volvió a Heath. No había pasado por alto el poderoso amor que compartían Theron y Morwenna. Se despidió brevemente y partió, sin duda en busca de otra novia, tal vez con una dote más grande.
Dwynn se quedó en Calon, y Carrick, aunque herido, fue capaz de marcharse por su propio pie, desapareciendo en medio de la noche otra vez, sin dejar ninguna nota ni decir palabra. Hacía una semana que se había ido y Theron había descartado perseguirle.
No había matado a su familia ni había quemado Wybren, pero era responsable de los robos y las tropelías de sus hombres, incluida la paliza que había llevado a Theron a las puertas de la muerte.
Bryanna sintió una punzada de culpa porque Carrick hubiera quedado malherido. La herida que había causado con sus manos afectaba a los músculos del hombro y del brazo, los tendones y los nervios. Él pareció aceptarlo como una especie de castigo perverso por sus crímenes. Para ella fue uno de sus más graves errores.
– Por favor, piénsalo dos veces -le pidió Morwenna a Bryanna, poniendo una mano sobre la brida de Alabastro.
– No puedo.
Le ofreció una sonrisa final y luego tiró de las riendas.
Morwenna soltó las correas de cuero.
– Tengo mucho que hacer.
– ¡Temo por ti! -le susurró Morwenna.
Theron la abrazó.
– ¡No temas!
Bryanna vio un rayo de sol que perforaba las nubes y lo tomó como un signo de la diosa. Aunque su propio futuro era oscuro y confuso, Theron y Morwenna se casarían y serían felices, y tendrían muchos, muchos niños de cabello negro y ojos azules.
Llevada por el impulso, envió por el aire un beso a su hermana y, antes de que reaccionara, condujo el caballo por las puertas y el enorme rastrillo de Calon.
Una brisa fresca la saludó y le levantó el pelo.
Los árboles suspiraron.
Los dioses y las diosas la observaban.
Y en alguna parte, Isa se ocultaba en las nubes, dirigiéndola en su búsqueda recién descubierta y secreta.
Bryanna se inclinó hacia adelante. Sintió que su vida cambiaba. Sin saber qué la aguardaba, clavó las rodillas en los flancos del caballo. El burdégano respondió abriendo más las patas. Bryanna soltó las riendas y sintió una bocanada de aire que se enredaba en el pelo y provocó que las lágrimas volaran de sus ojos.
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