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Liz Fielding: La Rosa del Desierto

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Liz Fielding La Rosa del Desierto

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Al atraer la atención de los medios de comunicación internacionales sobre el secuestro de la conocida corresponsal extranjera Rose Fenton, el príncipe Hassan al Rashid salvó a su país de un golpe de estado. Pero su corazón había sido robado por la única mujer que nunca podría tener. Secuestrada por Hassan, Rose descubrió que, debajo del traje elegante del playboy internacional, latía el corazón de un verdadero príncipe del desierto. Poderoso e implacable, Hassan era todo lo que siempre había soñado encontrar en un hombre. Pero, ¿podría convencerlo de que era digna de su amor?

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– Bueno, vivió lo suficiente para tener un hijo -sintió pesar ante los recuerdos profundamente enterrados-. Es lo más cerca que podemos llegar de la inmortalidad.

– Rose -musitó Tim.

Ella respondió con un «Hmm» distraído mientras observaba cómo se alejaba la limusina del aeropuerto. Podía ser su trabajo estar interesada en cualquiera tan próximo al trono sin poder llegar a aspirar a él, pero algo más avivaba su curiosidad sobre el hombre que había detrás de esos ojos grises.

Había conocido hombres capaces de dominar a la chusma más indisciplinada con ojos como esos. No era el color lo que importaba. Sino la fuerza, la convicción que había detrás de ellos. Los suyos no eran los ojos de un playboy. ¿Y si fingía?

Al darse cuenta de que le mantenía con paciencia la puerta abierta, sonrió.

– Me gusta una buena historia humana con gancho. Háblame de él. Su padre debió morir antes de que naciera.

– Así es. Quizá por eso el viejo emir mimó tanto a Hassan. Fue criado como uno de los favoritos. Demasiado dinero y muy poco que hacer; era algo que tenía que provocar problemas.

– Qué clase de problemas?

– Mujeres, juego… -se encogió de hombros-. ¿Qué cabe esperar? Un hombre ha de hacer algo, y a pesar del título, la política de palacio le está vedada.

– ¿Oh? ¿Por qué? -fue demasiado rápida en formular la pregunta y Tim se dio cuenta de que le estaba sonsacando información.

– Olvídalo, Rose -afirmó-. Has venido aquí a descansar y a recuperarte, no a obtener una historia inexistente.

– Pero si no me cuentas por qué no puede participar en política, no dejaré de pensar en ello -expuso de forma razonable, mientras Tim la ayudaba a entrar en el interior del vehículo con aire acondicionado-. No podré evitarlo.

– Inténtalo -sugirió-. No estamos en una democracia y los periodistas entrometidos no son bienvenidos.

– No soy entrometida -repuso con una sonrisa-. Solo tengo interés -de hecho, el príncipe Hassan le interesaba mucho. Los hombres con ojos como esos no perdían el tiempo en jugar… no sin una buena causa.

– Estás aquí como invitada del príncipe Abdullah, Rosie. Quebranta las reglas y te pondrán en el primer avión que salga de aquí. Y yo también, así que déjalo, por favor.

Hacía años que Tim no la llamaba Rosie, y sospechó que era su manera de recordarle que a pesar de ser una periodista famosa y respetada, seguía siendo su hermana menor. Y se encontraba en su territorio. De momento decidió dejar el tema. Además, sabía, o sospechaba, la respuesta a su pregunta. Puede que el padre de Hassan fuera un héroe, pero había sido un extranjero, un escocés atraído por el desierto. Tenía los recortes de prensa para demostrarlo.

– Lo siento. Es por la fuerza de la costumbre. Y por el aburrimiento.

– Entonces tendremos que cercioramos de que no te aburres. He preparado una pequeña fiesta para presentarte a algunas personas, y el príncipe Abdullah se ha esforzado al máximo para que te lo pases bien.

Rose le permitió que le detallara las recepciones y fiestas que la esperaban, sin insistir en el tema que más le interesaba. Después de todo, las fiestas eran los sitios idóneos para oír los últimos rumores y, con suerte, conocer al playboy local.

– ¿Qué era eso de una recepción en palacio? -preguntó.

– Solo si te sientes con ánimos -añadió Tim-. Debería advertirte de que el viaje en el avión privado de Abdullah puede tener un precio. No estará por encima de seducirte para que reflejes una visión halagüeña de su persona en la entrevista.

– Bueno, pues su suerte se ha agotado -mentalmente tachó la entrevista con Abdullah, número dos en su lista. Una pena, pero le daría más tiempo para concentrarse en el príncipe Hassan. Después de todo, estaba de vacaciones-. He venido a relajarme.

– ¿Desde cuándo relajarte se ha interpuesto en tu trabajo? No te imagino rechazando una entrevista en exclusiva con el gobernante de un país rico de importancia estratégica, sin importar lo enferma que hayas podido estar.

– Regente -le recordó, abandonando toda pretensión de ignorancia-. ¿El joven emir no debe volver pronto de los Estados Unidos? ¿O es posible que ahora que ha probado la vida en la cima, el príncipe Abdullah sea reacio a dejarla? Me refiero a que una vez que has sido rey, todo lo demás pierde importancia. ¿No?

– Tim frunció el ceño y puso expresión ansiosa. Ella sonrió y lo tranquilizó con la mano en el brazo-. Lo mejor será que me ciña a sentarme tranquila junto a la piscina con alguna lectura ligera, ¿verdad?

– Quizá sería lo mejor -tragó saliva-. Le diré a Su Alteza que estás demasiado débil todavía para una fiesta.

– ¡No te atrevas! Dile… Dile que estoy demasiado débil para trabajar.

Después de que el coche se detuviera, Hassan permaneció largo rato enfrascado en sus pensamientos.

– Tendrás que ir a los Estados Unidos, Partridge. Es hora de que Faisal regrese a casa.

– Pero, Excelencia…

– Lo sé, lo sé -agitó una mano con impaciencia-. Disfruta de libertad y no querrá venir, pero ya no puede postergarlo más.

– Se lo tomará mejor viniendo de usted, señor.

– Tal vez, aunque el hecho de que yo sienta que no debo abandonar el país hará que entienda mejor el mensaje de lo que cualquiera de nosotros pueda expresar.

– ¿Qué quiere que le diga?

– Que si quiere conservas su país, es hora de que regrese antes de que Abdullah se lo quite. Es imposible manifestarlo de forma más directa.

Bajó de la limusina y se dirigió hacia las enormes puertas talladas de la torre costera que había convertido en su hogar.

– ¿Y la señorita Fenton? -preguntó Partdrige, con ritmo más lento mientras se apoyaba en su bastón.

Hassan se detuvo ante la entrada de su residencia privada.

– Puedes dejármela a mí -aseveró.

Partridge se puso pálido y se plantó delante de él.

– Señor, no olvidará que ha estado enferma…

– No olvidaré que es una periodista -el rostro de Hassan se ensombreció al notar la ansiedad en la cara del otro. Vaya, vaya. La afortunada Rose Fenton. Necesitada por un hombre mayor fabulosamente rico y poderoso por su capacidad para proyectar su persona bajo una buena luz y por uno joven y necio sin nada más en la cabeza que tonterías románticas. Todo en un día. ¿Cuántas mujeres podían comenzar unas vacaciones con esa clase de ventaja?

Se le ocurrió que Rose Fenton, bendecida con cerebro y belleza, probablemente comenzaba todas sus vacaciones con ese tipo de ventaja.

– ¿Qué piensa hacer, señor?

– ¿Hacer? -no estaba acostumbrado a que cuestionaran sus intenciones.

Partdrige podía estar nervioso, pero no intimidado.

– Con la señorita Fenton.

– ¿Qué crees que voy a hacer con ella? -soltó una risa breve-. ¿Secuestrarla y llevármela al desierto como un bandido de tiempos antiguos?

– No… no -el otro se ruborizó.

– No pareces muy seguro -insistió Hassan-. Es lo que habría hecho mi abuelo.

– Su abuelo vivía en una época distinta, señor. Iré a hacer las maletas.

Hassan lo observó partir. El joven tenía agallas y lo admiraba por el modo en que se enfrentaba a la discapacidad y el dolor, pero no pensaba tolerar la disensión en nadie. Haría lo que fuera necesario.

Treinta minutos más tarde le entregaba a Partridge la carta que le había escrito a su joven hermanastro y lo acompañaba al Jeep que lo llevaría hasta el muelle. El patio estaba lleno de jinetes con halcones sobre las muñecas y Salukis de piernas largas y pelaje sedoso a sus espaldas.

– ¿Va de caza? -Partridge entrecerró los ojos-. ¿Ahora?

– Necesito quitarme la humedad de Londres de los huesos y respiras aire bueno y limpio del desierto -se le ocurrió que si Abdullah planeaba un golpe de estado tranquilo, quizá sería adecuado marcharse a su campamento del desierto, donde su presencia se notaría menos-. Hablaré contigo mañana.

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