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Liz Fielding: Un Marido de Ensueño

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Liz Fielding Un Marido de Ensueño

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Stacey estaba bien sola. El problema era que sus dos hijas querían un padre y habían decidido que fuera Nash Gallagher. Nash era estupendo con las niñas y, además, besaba maravillosamente. Pero hacía falta mucho más que unos labios sugerentes para que Stacey se casara de nuevo. En esa ocasión, quería un marido en quien pudiera confiar y Nash no era lo que parecía ser…

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– Dijiste que no te molestáramos mientras arreglabas la puerta, así que iba a recoger la pelota yo misma -dijo Clover, como si fuera lo más razonable del mundo. Clover podría haber ganado una medalla olímpica solo aludiendo «razones» de por qué se la merecía.

– Eso es muy considerado por tu parte, cariño, pero me molestaría más una pierna rota -respondió ella, reprimiendo un escalofrío. Aquel muro tenía más de doscientos años, al menos algunas partes, y estaba sujeto por una musgosa uña de gato.

– No quiero que nunca, me oyes, nunca se te ocurra volver a subirte a ese muro. Es peligroso -le dijo con un gesto dramático-. Y lo digo en serio.

– Pero, ¿cómo vamos a recuperar la pelota? -preguntó Rosie.

Clover miró a su hermana.

– Si hubieras mantenido la boca cerrada, ya la tendríamos.

– ¡Ya está bien! A callar. Recuperaremos la pelota -la agarraría como siempre lo hacía. Ella misma escalaría el muro cuando ellas no estuvieran, para no ser un mal ejemplo-. Estoy segura de que alguien la verá y nos la lanzará de vuelta. Lo hicieron la última vez.

– Pero eso no sabemos cuándo ocurrirá -protestó Rosie-. Ya nadie entra en esa casa desde que está cerrada.

Era cierto que la zona de jardín que colindaba con el de ellas se había convertido en un lugar salvaje desde que, por causa de una enfermedad, Archie Baldwin, el anciano que llevaba aquel vivero, se había visto obligado a retirarse hacía ya dos años.

Tenía que sacar tiempo para ir a visitarlo pronto. Se sentía culpable de no haberlo hecho. Le había ensañado tantas cosas. Lo mínimo que podía hacer ella era ir a visitarlo y contarle los últimos cotilleos del pueblo. Quizás podría preguntarle sobre el deprimente rumor que había corrido de que le había vendido la parcela a una constructora.

A ella le resultaría más fácil vender la casa si las vistas desde allí pudieran ser descritas como «rurales».

Atractiva casa de estilo Victoriano, en mitad del campo, perfecta para ser renovada. Interesante jardín de flores silvestres.

Sonaba atractivo. Hasta que alguien la viera y entendiera realmente lo que significaba «perfecta para ser renovada», la cantidad de dinero que eso significaba. Y, como su hermana le había dicho en más de una ocasión, la gente solía querer erradicar las margaritas y los ranúnculos de sus jardines.

Pero el jardín no era el verdadero inconveniente. El problema era la casa. La inmobiliaria a la que le había pedido que la tasara había sido muy clara. Necesitaba arreglos importantes para poder venderla al precio que le correspondía, y tener un montón de casas o de naves industriales interrumpiendo la vista no iba a ayudar en absoluto. Quizás debería olvidarse de sus bonitas flores y empezar a plantar un seto de crecimiento rápido que bloqueara las vistas.

– ¡Mamá!

Se olvidó de sus preocupaciones de futuro y se centró en el presente.

– Lo siento, Clover, pero no deberías haber lanzado la pelota al otro lado, eso lo primero.

– No se puede jugar al fútbol sin darle patadas a la pelota -apuntó Clover, con amabilidad, como alguien que no esperaba ser comprendido-. Vamos, Rosie. Mamá nos la conseguirá. Siempre lo hace. Solo que no quiere que la veamos escalar ese muro tan grande y peligroso.

– Clover O'Neill, eso es…

– No es necesario que finjas, mami. Te vi la última vez.

Stacey no tenía reparos en falsear la verdad si era por una buena causa, pero no tenía sentido hacerlo sin sentido, así que no lo negó.

– Se suponía que debías haber estado en la cama -se limitó a decir.

– Te vi desde la ventana del baño -respondió Clover-. Vas a ir a por ella, ¿verdad?

Puesto que ya la habían pillado, no tenía mucho sentido esperar a que las niñas estuvieran en la cama.

– De acuerdo. Pero hablo en serio cuando te digo que no quiero que lo hagas tú. ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo -dijo Clover poniéndose la mano sobre el corazón, tal y como solía hacer Mike cuando le prometía que arreglaría algo al día siguiente. Tal y como solía hacer cuando le aseguraba que tendría cuidado al montar en su moto.

Stacey tragó saliva.

– De acuerdo -soltó las flores y se aproximó al muro. Saltó y se agarró al borde, hasta alzarse sobre los ladrillos inestables y sentarse en la parte más alta.

El abandonado jardín central había sido, tiempo atrás, la cocina exterior de una gran casa que, desde hacía mucho tiempo se había convertido en el cuartel general de una multinacional.

Desde arriba se podían ver el muro sur y los árboles de melocotones. Había un par de invernaderos que habían perdido una gran parte de los cristales por causa del mal tiempo. Había ido muchas veces a por semillas, porque Archie le había dicho que podía tomar cuantas quisiera.

Pero el lugar tenía un aspecto triste, se había convertido en algo salvaje a toda velocidad y se había empezado a llenar de malas hierbas que crecían por todas partes.

Miró a las niñas.

– Quedaos ahí y no os mováis -les dijo, y saltó al otro lado, pisando un montón de margaritas y ranúnculos, y se puso a buscar la pelota.

Era grande y roja y sería fácil encontrarla. El problema era que se cualquier cosa la distraía. Primero fueron un montón de amapolas con pétalos de terciopelo escarlata. Fantástico. Volvería a por semillas a finales del verano. Si es que todavía estaba allí para entonces. Quizás ya habría vendido la casa para entonces, o quizá no.

Cualquiera de las dos cosas le resultaba igual de deprimente.

Se detuvo a mirar una enorme peonía. No es que le encantara esa flor, pero le dolía pensar que pudiera ser arrollada por una apisonadora. En cualquier caso, si la trasladaba tampoco sobreviviría. A las peonías no les gustaba que las cambiaran de sitio. Tampoco ella quería cambiarse de sitio. Estaba a gusto donde estaba, había echado raíces allí. Pero, como las peonías, no tenía más remedio.

Al menos en su caso el cambio no tendría consecuencias fatales. Solo sería doloroso. Y era el final de su sueño de poner una clínica para plantas.

Continuó por el camino bordeado por grandes plantas, buscando la pelota. Se estaba preguntando qué tan lejos se habría ido, cuando vio algo rojo entre unos arbustos enormes. Grande, rojo y apetitoso.

Nash salió del invernadero y miró de un lado a otro. Nada. No había nadie. En ese momento, al otro lado del jardín, vio a alguien mirando por encima del muro. Era una niña. Su rabia se esfumó con ella. No lo había hecho con mala intención. Había sido un accidente. El lugar estaba en estado de ruina y no podía hacerle mucho más daño. Comenzó a caminar hacia el muro, con intención de devolver la pelota.

Estaba a mitad de camino, cuando vio que otra chica, mucho mayor, aparecía. Llevaba unos pantalones cortos anchos, por lo que podía verle con cierto detalle las piernas. No era ninguna niña, pues rellenaba la camiseta con atributos nada infantiles. Él sonrió al ver que saltaba sobre las flores, mientras el sol le iluminaba el cabello castaño. Algunos mechones se habían escapado del prendedor con que se sujetaba el pelo.

Estaba demasiado ocupada buscando de un lado y otro como para notar que él estaba allí. Se detenía ocasionalmente a mirar alguna flor, pero no las cortaba, simplemente las observaba, tocaba los pétalos de las alegres margaritas, de las relucientes amapolas, como si les dijera hola.

Definitivamente, no era una gamberra.

De pronto, se detuvo junto a la peonía y el sol iluminó su rostro. Las comisuras de sus labios dibujaron una sonrisa complacida, que luego se transformó en un gesto de tristeza. No era una chica, sino una mujer.

Él dio un paso y abrió la boca para llamarla, pero ella se volvió de repente. Entonces supo que había visto las fresas.

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